Imaginemos una situación irreal pero con rasgos de verosimilitud. Un afamado entrenador de fútbol, con un currículo glorioso tras de sí, decide entrenar a un equipo que juega en una importante liga. Todos los equipos participantes lo hacen en función del acatamiento de unas reglas de juego que han aceptado previamente. Si ganan, son tres puntos; si empatan, uno y si pierden, ninguno. También aceptan la autoridad del árbitro y los jueces de línea, que son quienes deciden si las jugadas son válidas, o no, y están de acuerdo en que sólo se pueden efectuar tres cambios de jugadores en cada partido. Bien.
Comienza la competición y el afamado entrenador -y su junta directiva- entran en un cierto bache de juego. No ganan todos los partidos que quisieran, no gobiernan la entidad con la limpieza que desearían sus socios y los tribunales de justicia empiezan a levantar las alfombras: algo huele mal. La junta directiva comienza a cavilar posibles soluciones ante un escenario incierto. Lo primero que se les ocurre, como a tantas otras juntas directivas, es aplicar unos inmisericordes recortes a las escuelas, a la sanidad, a las farmacias -a las que directamente no se les paga-, a las ayudas a los dependientes, en fin, a todo aquello que a su juicio no es directamente rentable, y para eludir las propias responsabilidades deciden dar una vuelta de tuerca a lo establecido sin resolver ninguno de sus problemas. Surge entonces la panacea a todos los males: la culpa es de los otros.
"Los catalanes hoy somos víctimas de un Estado que ha puesto en marcha una persecución política impropia de una democracia en la Europa del siglo XXI". Vale. El entrenador lee un documento en el que no aparece por ningún lado el menor atisbo de autocrítica: ¡hasta ahí podíamos llegar! ¿Cómo los elegidos por la gloria de la independencia van a reconocer errores? La culpa siempre es de los otros. Tampoco se menciona para nada la corrupción, ni el 3%, ni el Palau... eso ocurre por culpa de la persecución policial contra Artur Mas. Y aquí sí que surge una coincidencia con la junta directiva de los otros: mienten y manipulan por doquier. A Artur Mas se le enjuició por desobedecer a la Junta Constitucional de la Liga, no por poner las urnas. Los otros, por su parte, dicen que no hubo ni recortes ni amnistía fiscal. Los expertos hablan de choque de trenes. Es posible, lo que es seguro es que los dos tienen los peores maquinistas que se puedan imaginar. La pasividad de unos y la demagogia de otros se retroalimentan. Mientras tanto, la ciudadanía soporta educadamente tanta incompetencia.
Lllegados a este punto, al entrenador y a su junta directiva les viene a ver el Espíritu Santo con una fórmula para la salvación eterna: romper unilateralmente las reglas del juego comúnmente aceptadas. Cada partido ganado por los de casa valdrá 10 puntos. No podrá perder ningún partido pues en se caso el contrario será expulsado a la caverna del españolismo. Los árbitros y los jueces de línea tendrán que pasar un examen de nacionalismo presidido por algunos de los 300 Pujol, Ferrusola o no Ferrusola, y todo será Hollywood: las farmacias cobrarán al día siguiente; las escuelas tendrán ordenadores, plasmas y almuerzos abundantes con una fuente de crema catalana las 24 horas del día; en los hospitales privados las enfermeras vestirán de Courrèges, en los públicos de trapillo (que se noten las diferencias) y los Millet, Prenafeta, Pujol y tantos otros tendrán un palco de honor para ver jugar al equipo del afamado y políglota entrenador que de fútbol lo sabe todo y de teoría política, nada.