Pocas instituciones reivindican mas el concepto de "familia" que la Mafia y los partidos de derechas. Bad Blood, la serie canadiense que se realizó en 2017, y que desde finales del pasado año exhibe Netflix en su catálogo, relata la dramática historia real de la familia Rizzuto, dueños y señores del crimen organizado de Montreal. Tres generaciones con distintas formas de entender el negocio y el denominador común de la codicia y la crueldad. Desde un jubilado patriarca que encuentra en el cultivo de los tomates su tardía vocación, a un hijo con un concepto más actual en el que la unión de las bandas y la consolidación de la corrupción política generalmente vinculada al urbanismo serán sus mayores logros, hasta llegar a un impulsivo nieto en el que sus excesos será el principio del fin de la dinastía.
La serie está realizada desde la ortodoxia narrativa. Es un estilo sobrio y eficaz que recuerda a la edad dorada del cine negro, desde el Huston de El Halcón Maltés o el Hawks de Tener o no tener, al Jack Smigth de Harper, investigador privado o al Donald Siegel de Código del hampa, por citar algunos ejemplos y sin mencionar conscientemente, y por respeto, a El Padrino, del que usufructúa algunos detalles o le rinde homenaje, depende de la coartada.
Un planteamiento clásico exige un reparto solvente y en esto la serie es impecable: Anthony LaPaglia, Paul Sorvino, Kim Coates o Enrico Colantoni, habituales en la televisión, son la columna vertebral de sus seis capítulos. La primera temporada fue calificada en su día de docudrama pues sigue, al parecer con rigor, las vicisitudes de los Rizzuto. Ya se anuncia una segunda temporada en la que la ficción será la reina de la casa. Qedamos a la espera.