Vano oficio

Sobre el blog

Este blog se plantea hacer comentarios de actualidad sobre libros, autores y lecturas en menos de 1.000 palabras. Se trata de un blog personal, obsesivamente literario, enfermo de literatosis, como diría JC Onetti, según la regla que la literatura es un vano oficio, pero jamás un oficio en vano.

Sobre el autor

Ivan Thays

Ivan Thays. (Lima, 1968) Autor del libro de cuentos Las fotografías de Frances Farmer y las novelas Escena de caza, El viaje interior, La disciplina de la vanidad, Un lugar llamado Oreja de Perro, Un sueño fugaz y El orden de las cosas. Ganó en el 2001 el Premio Principe Claus. Fue finalista del premio Herralde 2008. Fue considerado dentro del grupo Bogotá39 por el Hay Festival. Sus novelas han sido traducidas al francés, italiano y portugués. Dirigió durante siete años el programa televisivo Vano Oficio. Actualmente administra el comentado blog Moleskine Literario.

El escritor transgénico

Por: | 28 de marzo de 2012

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Transgénicos. Foto: Víctor Bautista

Transgénico: 1. adj. Biol. Dicho de un organismo vivo: Que ha sido modificado mediante la adición de genes exógenos para lograr nuevas propiedades.

Hace unos días leí las memorias, aún inéditas, de un célebre escritor peruano (una fama que casi no ha traspasado fronteras, aunque en Argentina es considerado un autor de culto) donde comenta que la división entre escritores criollos y andinos, que tanta bulla hizo hace unos años en el corral literario peruano, es una tontería. La diferencia que sí existe, sostiene, es la de los escritores transgénicos y los escritores nacionales. Los escritores nacionales -entre los que se considera a él mismo- nacen de la profundidad del suelo patrio y se duelen por los temas que realmente importaban al país; los otros son autores sin raíces, creados en laboratorios de escritura para la lobotomización de una sociedad inculta y esnob, y luego ofrecidos por las editoriales transnacionales en las góndolas de los supermercados.

Recordé entonces una clase en mis años de estudiante universitario, donde un entusiasta profesor de literatura afirmó que Guillermo Cabrera Infante era un escritor más cubano que Alejo Carpentier. La razón: el segundo era un escritor afrancesado, barroco y pedante, mientras que el primero era "coloquial" y sus personajes hablaban como cubanos. De nada sirvió quejarme y exigir explicaciones más contundentes. Cuando el entusiasmo hablaba los demás debíamos quedarnos callados.

La frase también me hizo recordar un artículo que publiqué en enero del 2008, en la revista "Babelia", titulado "¿Quién quiere pertenecer?", donde comentaba la bronca entre los escritores A y B. Decía entonces (y si lo cito aquí es porque lo sigo pensando):

Ya es bastante complejo tratar de entender qué une a un país con una geografía tan variada, una sociedad tan dividida e incluso multilingüe como Perú. ¿Cómo podría entonces alguien decir que tal autor representa inequívocamente a la literatura peruana? La ambición por apoderarse de la totalidad de la representación literaria del país (de cualquier país, pero sobre todo de uno como Perú) es anacrónica no sólo por darle la espalda al mundo que nos tocó vivir sino, sobre todo, por ir contracorriente de la noción de antitotalitarismo con la que hemos crecido. Porque querer representar al país y convertirse en la única voz autorizada es de un absolutismo insufrible y manifiesta un deseo dictatorial sólo justificable por las nociones políticas maoístas con que se educaron algunos de esos escritores. En un mundo donde cada vez existen más libertades individuales y más minorías reconocidas, donde estamos aprendiendo a reconocer al otro por sus diferencias, y donde la literatura mundial muestra una pluralidad como nunca antes, ¿por qué alguien querría escribir la Gran Novela Peruana o Latinoamericana y silenciar a los demás?

Desterremos la palabra "tolerancia", muy del agrado de estos escritores dispuestos a tolerar con buen humor a los que consideran minorías hegemónicas o excluidas, y propongamos a cambio "pluralidad". Y en vez de pelearnos por estar falsamente unidos en torno a una obligación, hagámoslo por defender la diferencia de los demás.

Luego de dejar el manuscrito donde encontré esa división tan curiosa, busqué el significado exacto de la palabra "transgénico" y descubrí que, en realidad, la analogía del escritor es equívoca; hubiera sido más preciso declarar la existencia de escritores nacionales e importados, como si fueran insumos para un escabeche. Pero gracias a ese error, ha dado justo en el clavo. Es cierto que existen los escritores transgénicos y, creo yo, esos son los únicos que vale la pena leer. ¿Quién no quiere ser modificado a través de elementos exógenos (lecturas, películas, viajes, amigos, vidas ajenas) para lograr nuevas propiedades? Es más, no imagino ningún escritor al que no pueda considerar "transgénico". El aporte de Kafka para crear la modificación Borges, el aporte de Beckett para crear la modificación Coetzee. Frente a estos escritores transgénicos, los supuestos "nacionales" o "puros" (imposible no pensar en el fascismo existente detrás de esta idea), aquellos que no aceptan ninguna influencia externa, me resultan no solo mediocres sino incluso imposibles. ¿Quiénes son? El único nombre que se me ocurre es el de Pedro Camacho, aquel personaje inventado por Mario Vargas Llosa que no leía para que no le malogren el estilo. 

Es curioso cómo algunos escritores se dan de pañuelazos para ocupar un lugar en el Centro, la Hegemonía o la Representación, y cómo otros más bien consiguen no pertenecer a ninguna parte, huir hacia las márgenes, desmarcarse de cualquier atributo que simplifique su obra o lo convierta en fórmula.

"¿No se siente fuera de juego?" le preguntó Manuel Rivas al recordado Antonio Tabucchi.  "Bueno, ¿sabe usted?, el fuera de juego es una posición que me conviene. En el fondo, todos los escritores están un poco fuera de juego, y sobre todo están fuera de juego los que creen que ocupan el centro del campo".

Estupenda respuesta de ese escritor italiano que vivía en Lisboa y se dejó modificar por Pessoa. Uno que en su prólogo al Tríptico de carnaval de Sergio Pitol llamaba a desconfiar de los escritores que no desconfiaban de sí mismos. Desconfiar de los nacionalismos, de las ideas hegemónicas, de los escritores "puros". Antonio Tabucchi, escritor transgénico. Un justo epitafio.

Los cien mil libros de Mario Bellatin

Por: | 21 de marzo de 2012

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Uno de los cien mil libros. Foto: @derechos reservados

"Mario Bellatin a partir de ahora contará sus años de vida en libros y no en años, como es la costumbre. Cumplirá libros, por decirlo de alguna manera" dice un texto que acaba de llegar a mis manos donde se explica el proyecto titulado "Los cien mil libros de Bellatin" y que tiene más de performance artística que de taller artesanal de edición, aunque implica ambos. Mario Bellatin asume la crisis por la que atraviesa el mundo editorial, sobre todo los frágiles puntos intermedios como el editor, el agente literario y el librero, y opta por realizar esta hazaña libresca que suena desmesurada: redactar cien títulos propios con un tiraje inicial de mil libros cada uno.

Cada libro busca al mismo tiempo la simpleza y la elegancia en el diseño. Podríamos decirse que es un "no libro", en el sentido actual que tienen los libros que reclaman, (con la poca sobriedad de sus carátulas escandalosas, títulos pomposos, diseños llamativos y estrategias de marketing) atención en las mesas de novedades de las librerías. Aquí se escapa de eso. Los libros son de color marfileño, en un mismo marco y una tipografía estándar donde los puntos aparte han sido reemplazados por el dibujo de una pequeña tijeras. Ningún libro pasa de los 60,000 caracteres (la medida que impone el impresor para no usar más de un folio de papel). Además, la tapa y contratapa apenas contiene el título del texto, una estampa pegada donde se lee "Los cien mil libros de Bellatin", el foliado pertinente y la huella del autor. Y nada más, salvo la advertencia: este libro no es gratuito. Los libros se pondrán a la venta sólo si existe alguien interesado en poseerlos. No son libros que se regalan, no es un proyecto benéfico sino un intento de recuperar el sentido de intercambio que establece el autor con el lector, desde la adquisición del objeto hasta su lectura.

"Los cien mil libros de Bellatin se trata también de una empresa fantasma, vacía, que no tiene la imposición de los requisitos propios de la industria" leo. He visto varias fotos de Mario Bellatin ofreciendo sus libros, sobre un tapete negro, sentado en bancas o en el suelo de un parque. No se trata de un medio de comercialización, sino de parte de la performance que implicó además la reconstrucción de su casa, derrumbando paredes y colocando dispensers, para convertirla en un depósito de los cien mil libros. Todas estas razones han concluido en un hecho insólito para un escritor: que sea invitado a uno de los eventos artísticos más relevantes del mundo, el Documenta13, que se realiza cada cuatro años en la ciudad de Kassel. Bellatin participará del evento y será, además, curador como parte del comité de honor que ha escogido más de cien proyectos, actividades y gestos artísticos que se presentarán en junio, aunque algunos (como el de "Los cien mil libros de Bellatin") ya han sido puestos en marcha.

Lo más interesante es que los temas de cada uno de esos cien libros ya han sido establecidos y numerados, a manera de ítems. Son canales que conducen un libro a otro, pero no existe una relación obvia de causa-efecto, sino solo de contigüidad. Por ejemplo, cinco de esos ítems (que corresponden a cinco libros ya editados) son los siguentes:

1- Monjas sentadas en un asilo esperando que concluya la extremaunción.

2- Aquella mañana se levantó temprano. No miró el reloj despertador. Al cabo de media hora estaba ya arreglada para salir. Escogió un pantalón negro y una camisa a cuadros azul. Demoró un cuarto de hora en la cocina. Cortó un tomate, sacó un pedazo de queso y lo comió todo junto en un plato donde vertió aceite y sal. Miró la luz que entraba por la ventana. Estaba de vacaciones. Decidió dar una vuelta alrededor de la fuente del parque cercano.

3- ¿Le gusta este jardín que es suyo? No deje que sus hijos lo destruyan

4- Cada vez que corta un pedazo de carne lo hace pensando en las horas que le faltan para volver a su casa. Se le aparece en esos momentos la imagen de su mujer amamantando a su hijo.

5- El niño deseaba una bicicleta para su cumpleaños. Lo expresó en voz alta. Cuando aquel día llegó sus padres le obsequiaron una de manubrios altos.

¿De qué se trata todo esto? No es solo un llamado de atención sobre lo anquilosado que resulta el método de edición tradicional (incluso el de la edición independiente) sino, sobre todo, la constante rebeldía de un autor sobre ideas pre-concebidas en torno a los procesos de escritura. Puede parecer contradictorio, pero no lo es, que Mario Bellatin intente escapar constantemente de cualquier molde que lo encajone como "escritor" y, al mismo tiempo, pretenda establecer un "canon perpetuo" (para usar el título de una de sus primeras obras) según el cual diseñar sus obras a futuro. No hay mejor explicación que la respuesta que le dio a un entrevistador en el monográfico que el año pasado le dedicó la revista El Coloquio de los Perros. Comparó entonces la escritura con el baile sufí. Dijo: " (...) si te fijas, el escritor pule y trabaja para conseguir el mismo efecto que el bailador sufí —que también ha realizado todo tipo de ensayos— cuando danza en directo: la instantaneidad".

En la literatura en castellano, donde la palabra experimental parece un insulto, es notable la existencia de Mario Bellatin que cada cierto tiempo reformula la idea de lo que es un escritor y lo que implica el acto de escribir.

César Vallejo cumple 120 años

Por: | 16 de marzo de 2012

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Vallejo al polo. Foto: Jorge Gobbi

El poeta peruano está de aniversario y su nombre, desde hace una semana, aparece en las redes sociales como nunca antes. Pero no se trata de una celebración anticipada. Lo que ha ocurrido es que Diego de La Torre, Presidente del Pacto Mundial en el Perú, escribió hace unos días en la sección Economía del diario El Comercio un artículo llamado "Vallejo, Ribeyro, Montaigne" (lo pueden ver en esta página rebotado) donde alaba la calidad literaria de César Vallejo y Julio Ramón Ribeyro, pero los acusa de haber creado "en el subconsciente colectivo peruano" una idea derrotista, depresiva, fracasada. El autor defiende la economía liberal y arremete contra la ideología izquierdista aplicando una cita de Montaigne, pero sobre todo pretende redactar uno de esos textos motivacionales que tantos empresarios, funcionarios o publicistas (bronceados bajo el sol de la idea de liderazgo que han leído en manuales de auto-ayuda o aprendido en talleres de coaching) han convertido en un dogma que debe inyectarse a la población como una dosis de optimismo que conduce a alcanzar el éxito económico y elevar la autoestima del país.

El artículo ha resbalado en el fangoso estanque de las redes sociales, donde miles de pirañas esperan diariamente su ración de carne fresca para despedazarla a mordiscos ("para la celebración mutua de la incompetencia", como dijo una escritora colombiana que cité en un post anterior), y el autor ha terminado empalado por tweets y comentarios en el Facebook con insultos y descalificaciones sin argumentos. Muchos de esos indignados no han leído, ni leerán, una línea de Julio Ramón Ribeyro o de César Vallejo, pero la simple crítica contra algo que representa "lo peruano" es suficiente para encender antorchas y salir de cacería. Felizmente, también han aparecido lectores con la suficiente capacidad de argumentación, conocimiento y análisis para demoler el artículo demostrando no solo el error de su fundamentalismo liberal, y lo irónico de que la cita inexacta de Montaigne en realidad sostiene lo contrario a lo que el autor del artículo supone, sino lo desacertadas, en más de un aspecto, que resultan sus opiniones sobre Ribeyro y Vallejo. No solo sustenta una idea improbable, como decir que una obra puede dañar el subconsciente nacional, o prejuiciosa, como dar a entender entre líneas que los autores representativos deben escribir libros optimistas para favorecer la autoestima de sus países, sino que, además, ha leído de manera superficial y frívola los autores que menciona, y en especial a César Vallejo, quien está muy lejos de ser un derrotista incluso en cuentos (a mi modo de ver de mala calidad literaria) como el célebre "Paco Yunque" que se menciona en el artículo. Y desde luego, tampoco lo es en poemas extraordinarios donde llama al despertar humano contra el dolor y la desesperanza, como "Los nueve monstruos", o poemarios que proponen el modelo de amor cristiano, aprendido de su madre, como piedra angular para la solidaridad universal, como España, aparta de mí este cáliz.

Lo que no llega a entender Diego de la Torre es que todos los artistas crean sus obras a partir del descubrimiento de las fracturas del mundo. Mario Vargas Llosa ha explicado hasta el hartazgo que los escritores escriben para "mejorar la realidad", y que esa necesidad aparece cuando se quiebra la relación con el mundo y empieza una actitud crítica. La pregunta que se hace Zavalita al inicio de Conversación en la Catedral ("¿En qué momento se jodió el Perú?") es, por extensión, la pregunta que nos hemos hecho todos los que alguna vez nos hemos volcado a la escritura: ¿en qué momento se jodieron todas las cosas? Pero también los lectores de ficción son conscientes de esas fracturas y se hacen esas preguntas, para incomodidad de quienes preferirían lidiar con seres humanos sometidos y bovinos, que acatan cualquier orden establecido. Vargas Llosa nos recuerda que los gobiernos fundamentalistas, como las dictaduras o las colonias, prohiben las obras de ficción porque crean un espíritu crítico. Las aventuras del Quijote no se podían importar durante el Virreinato del Perú porque la historia de un jubilado que un día, justamente a causa de leer tantos libros, se subleva contra la mezquindad del mundo y decide ser un justiciero, podía crear mentes pensantes, discordantes, que luego se convertirían en subversivas.

Es bizantino discutir si el Perú es un país lleno de fracasos y derrotas desde su origen como nación, y sus autores solo retratan ese estado permanente, o si son los autores los culpables de insertar en el peruano una idea distorsionada de su historia y de sus logros como país. Pero debe quedar claro que cuando César Vallejo escribe: "Yo nací un día en el que Dios estuvo enfermo" no está expresando una idea derrotista sino su disconformidad frente al mundo, atestiguando que existe una idea de justicia implantada por un superior (llámese Dios o quien sea) contra la que se subleva. En ese poema la frase se reitera una y otra vez (de ahí el título "Espergesia") aumentando el nivel de indignación del poeta y llamando al lector a indignarse también. ¿Es eso un autor derrotista? Si desconocemos, además, el contexto en el que escribe su obra póstuma César Vallejo (quien vivía en París por entonces), es decir la época de la vanguardia, los años de entreguerra europea y la Guerra Civil española, de la que estuvo muy cerca, jamás entenderemos que mucho de lo que consideramos versos "pesimistas" no son sino la respuesta a una época que produjo poemarios terribles y dolorosos como Caligramas de Apollinaire, Tierra baldía de TS Eliot o Residencia en la tierra de Pablo Neruda. El estilo de un autor es la suma de su visión particular, de su escuela literaria y de su época. El mérito de César Vallejo es advertirnos, en contra de la celebración ciega de la vida, el riesgo que acarrea esa ceguera: la gestación de un mundo a merced de las dictaduras y de los abusos contra la humanidad. César Vallejo murió en 1938, en París. ¿Es necesario recordar que Hitler inició su escalada de horror apenas unos años después?

Estoy en contra de ese patriotismo de nuevo cuño que celebra solo victorias y cuya misión principal es elevar la autoestima de los ciudadanos. Tampoco acepto el oportunismo de expropiar caras de escritores y citar frases sin contexto ("Hay hermanos muchísimo que hacer") para diseñar polos o billetes, y que sirven más como decorado para un folleto turístico que como inducción a la lectura o validación de un bien cultural. Hace 120 años nació César Vallejo y, por lo visto, la incomprensión que obtuvo de sus compatriotas contemporáneos (que lo hizo refugiarse en París y no regresar jamás) sigue vigente en este nuevo país puesto al servicio de la "Marca Perú". La poesía de César Vallejo, hermética, revolucionaria con el lenguaje, con un mensaje claro pero jamás condescendiente con el lector, sigue viva con el paso de los años y gracias a eso logra desmarcarse al mismo tiempo de quienes, como Diego de la Torre, quisieran convertirla en un slogan, y de sus irritados enemigos patrioteros de las redes sociales, lectores de tweets incapaces de dedicar quince minutos para intentar entender la profundidad humana y la genialidad de un poeta que es mucho más que un dibujo en una camiseta.

* Lamento que este texto supere las 1,000 palabras ofrecidas.

Un alma tierna que dispensa daño

Por: | 14 de marzo de 2012

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Fans canadienses de Messi en Montreal. Foto: Austin H. Kapfumvuti

Para muchos lectores y críticos literarios, los cronistas latinoamericanos, los autores de no ficción, representan la mejor literatura que se origina en esta parte del mundo. Y aunque es cierto que la crónica convoca autores extraordinarios (varios de ellos reunidos en un par de antologías recientes) también lo es que a veces nos encontramos con demasiado ruido para pocas nueces. Me ha sucedido que una crónica, cuyo título o resumen me hace agua la boca, termina defraudándome como esos juguetes chinos a baterías que a veces me pide mi hijo: los primeros diez minutos funcionan, las luces y el sonido crean expectativa, si es un helicóptero vuela y si es un robot camina, pero luego fallan irremediablemente y una hora más tarde los encuentro arrojados en una esquina y sé que no tendrán más vida que esos prometedores diez minutos iniciales.

Ambicionaba la biografía de Lionel Messi tanto como mi hijo uno de esos juguetes. Ver la carátula del libro que Debate le ha publicado al argentino Leonardo Faccio, después de leer el avance que apareció en Etiqueta Negra, me generó una felicidad anticipada. Pero cuando terminé de leerlo, supe que este artefacto chino iba a quedar arrimado en un rincón del librero. No voy a decir que me aburrió, porque nada que esté relacionado a Messi me puede aburrir, pero sí que no llenó mis expectativas. Faccio no es un mal cronista y ha hecho bien su tarea, así que cabe preguntar ¿qué puede haber ocurrido para que el libro no despertará más que un mediano y decreciente interés en un fanático del fútbol, y de Messi en particular, como yo?

El libro tiene como eje tres momentos claves de la relación del cronista con su personaje: una entrevista de no más de diez minutos en el 2009, un comercial de televisión para botines Nike (2010) y la ceremonia de entrega en el 2011 del último Balón de Oro a Messi. Salvo en la entrevista, Faccio no logra interactuar con el futbolista. E incluso en la entrevista, lo que consigue de él son apenas algo más que monosílabos. Desde luego, la vida de Messi no está exenta de situaciones polémicas, aunque la mayoría de ellas bastante conocidas para quienes lo seguimos. Así, comparecen en la crónica un agente que ha sido borrado del mapa y está en juicio con la familia por estafa; la oveja negra de la familia (el segundo hermano agresivo y probablemente metido en drogas); la idealizada abuela materna muerta que lo llevaba a los entrenamientos y a quien Messi le dedica los goles; otros abuelos, los paternos, ancianos y pobres, olvidados en su tienda barata armada en un barrio de mal aspecto; una perdurable novia de infancia; los amigos de barrio que no triunfaron en el fútbol; un doble que Messi ningunea porque ha adquirido mucha fama a costa suya; la historia de las inyecciones para superar un problema de crecimiento; los difíciles años iniciales en Barcelona donde convive solo con su padre; sus primeros triunfos y sus primeros contratos millonarios; los chismes sobre escapes con vedettes o fanáticas. Por otra parte, Faccio insiste en subrayar la paradoja (que no es tal) de que el Messi que bate todos los récords futbolísticos con tan solo 24 años, sea un chico tranquilo, que rehuye las miradas, que prefiere las siestas a las discotecas, que pasó desapercibido en su infancia, que era mal estudiante, que no lee, que la TV lo aburre, que llora en el camerino cuando pierde, que es fóbico social y que no tiene la pasta de líder que le reclaman. "El chico que siempre llegaba tarde, y hoy es el primero" reza el subtitulo y sobre esa frase gira, insistentemente, toda la crónica.

Un genio autista, dice Faccio, un líder silencioso. Y el problema es, justamente, ese silencio. A diferencia de Maradona, que podría llenar decenas de biografías, Messi no es un personaje épico ni dramático, y es apenas lírico. No tiene un gran conflicto en su vida (que no juege bien con la camiseta Argentina solo es un conflicto para los argentinos) así que como argumento es pobre. Por más esfuerzos que hace Faccio para hacernos creer que estamos ante una historia interesante, compleja y con matices, lo cierto es que no ha logrado sacar a Messi de lo rutinario y lineal que es su biografía: la historia de un chico que siempre quiso jugar al fútbol, que se esforzó para lograrlo y lo logró. Lo extraordinario es que Messi es un genio comparable solo a los más grandes, Pelé o Maradona. Pero eso se ve en la cancha, no en su anodina vida.

¿Vale la pena escribir la crónica de un personaje así? No, salvo que el cronista sea un mago que saca conejos improbables de una chistera ya conocida (pienso en Caparrós o en Villoro), y tal no es el caso del correcto pero intrascendente Faccio. Resulta mucho más interesante narrar un partido de Messi que contar su biografía. Por ello, la frase más atractiva del libro es una cita que Faccio traduce de una crónica deportiva de The Guardian, luego de que el Barcelona le ganara la última Champions League al Manchester United con gol de Messi. El cronista inglés lo califica como: "un alma tierna que dispensa daño". Esas seis palabras resumen de manera más precisa, forman una imagen más viva y retratan mejor al personaje, que todo este atado de naderías con que Leonardo Faccio se empeña en convencernos de aquel chico que cuando gana su tercer Balón de Oro consecutivo afirma que no tiene nada que decir, en realidad sí tiene algo que decir fuera de las canchas.

Viaje al mundo de García Márquez en un sofá

Por: | 07 de marzo de 2012

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Gabriel García Márquez ayer, celebrando sus 85 años. Foto: Mario Guzmán/EFE

Éramos adolescentes, estábamos en los últimos años de secundaria, no esperábamos regalos de nadie y la Navidad había dejado de ser una fecha importante para mí y mis hermanos. Acaso nos entusiasmaba la posibilidad de recibir una propina mayor que la del resto del año y comer panetón o beber chocolate caliente. Sin embargo, mi padre nos impuso el espíritu navideño obligándonos un intercambio de regalos. Conseguí cualquier cosa para mis hermanos y mis padres, por cumplir, y recibí mis paquetes con el mismo desdén. Entonces lo vi. Mi hermana me había envuelto El otoño del patriarca.

Nunca había sido tan libre. Finalizaba el año y me quedaban tres meses por delante, tres meses dedicados a la vagancia, a jugar fútbol con los amigos, a leer o ver televisión hasta la hora que quisiera. Iba a empezar mi último año del colegio, probablemente las próximas vacaciones las pasaría estudiando para ingresar a la universidad, así que eran mis últimas vacaciones indocumentado. Con ese aire cogí la novela al día siguiente y empecé a leerla. Había leído antes Cien años de soledad pero no me había impactado tanto. Leer El otoño del patriarca en esas condiciones de libertad, tendido en el sofá con las ventanas abiertas durante jornadas de casi quince horas deteniéndome apenas para comer o ir al baño, fue una experiencia alucinatoria. Un auténtico viaje literario, con cuestas y abismos de palabras y frases que me extasiaban por la textura impecable de la prosa. Luego, releí Cien años de soledad y descubrí multiplicada la magia que había dejado pasar por alto la primera vez.

Es cierto que a mi generación se le acusa de haber intentado el parricidio contra Gabriel García Márquez. No es exacto. Ni siquiera en la antología McOndo se arremete contra él. Los que quedan mal parados son los usurpadores, con mayor o menor fortuna, más o menos avispados, de la franquicia en que se convirtió el realismo mágico. Pero eso no tiene nada que ver con García Márquez ni con otros autores de lo real-maravilloso, cuyas obras mayores sobreviven a sus imitadores, a sus aduladores e incluso a su propia fama. 

Porque si hay algo de lo que se le puede acusar a Gabriel García Márquez (aunque probablemente él no pretendió que eso sucediese) es el haberse convertido en un autor hegemónico, cuya sombra opacó a varias generaciones de escritores colombianos y latinoamericanos, y aún hoy resulta difícil despegarse de su aura casi mística. Recuerdo que un escritor me transmitió la sensación que tuvo cuando vio, en el homenaje que se le rindió hace unos años en el Congreso de la Lengua en Cartagena de Indias, llover del techo mariposas amarillas de papel. Miles de mariposas sobre la cabeza de reyes, presidentes, escritores, académicos, ancianos que lo conocieron cuando era un muchacho, alumnos que lo leían en el colegio. Mi amigo escritor dijo que no imaginaba otro autor vivo al que se le pudiera hacer un homenaje parecido. Tampoco yo. García Márquez se ha convertido en un producto de exportación colombiano. Como el café, como Shakira. No alabarlo en Colombia es lo mismo que insultar al país. Recuerdo que en una Feria Internacional del Libro en Bogotá deslicé la idea de que su última novela, Memorias de mis putas tristes, era un libro fallido, machista y folletinesco. Es curioso cómo un lugar común puede convertirse en una declaración "polémica" o "políticamente incorrecta" por culpa de la patriotería. Pude percibir la incomodidad entre los asistentes, hasta que una señora no aguantó más, se puso de pie y dijo que Colombia (ella hablaba por Colombia, desde luego) rechazaba mis insultos y desde ya consideraban asquerosos mis libros. Lo que esa señora no podía saber es que a quién más le duele que García Márquez no publique una novela digna de él no es a los colombianos, sino a sus lectores. Y que fue su talento lo que nos hizo exigentes, tanto que no le permitimos el menor desliz (y su última novela no es su único "desliz", por cierto). Pero en eso somos injustos, porque a los escritores -como a los buenos futbolistas- hay que juzgarlos por lo mejor que han hecho, no por sus fallos. Y Gabriel García Márquez nos ha dado El otoño del patriarca, El coronel no tiene quien le escriba, El amor en los tiempos del cólera, algunos cuentos memorables y, por si fuera poco, Cien años de soledad, la mejor novela escrita en castellano desde el Siglo de Oro. ¿Qué más podemos exigirle? 

"¿Quién de todos uds. podría escribir un nuevo Cien años de soledad?" nos preguntó a bocajarro un periodista español en un encuentro literario en Sevilla (doce escritores latinoamericanos reunidos en la Fundación Lara, el mayor Roberto Bolaño y el menor Gonzalo Garcés). Un insensato. Es como exigirle a la poesía española que produzca otro Góngora. Nadie ha escrito ni escribirá un nuevo Cien años de soledad. No es necesario. Ese único libro basta para justificar no solo la existencia de la literatura latinoamericana, sino del idioma castellano, que nunca volvió a ser el mismo después de que García Márquez lograse transformarlo. Y ahora ese señor cumple 85 años y todos nos hemos volcado a celebrarlo como si fuese un centenario. ¿Pero qué celebramos exactamente? ¿Un cumpleaños más? No. Celebramos la suerte, la feliz coincidencia, de compartir el siglo con un genio de su altura. Algo digno no solo de festejar sino, sobre todo, de agradecer.

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