Vano oficio

Sobre el blog

Este blog se plantea hacer comentarios de actualidad sobre libros, autores y lecturas en menos de 1.000 palabras. Se trata de un blog personal, obsesivamente literario, enfermo de literatosis, como diría JC Onetti, según la regla que la literatura es un vano oficio, pero jamás un oficio en vano.

Sobre el autor

Ivan Thays

Ivan Thays. (Lima, 1968) Autor del libro de cuentos Las fotografías de Frances Farmer y las novelas Escena de caza, El viaje interior, La disciplina de la vanidad, Un lugar llamado Oreja de Perro, Un sueño fugaz y El orden de las cosas. Ganó en el 2001 el Premio Principe Claus. Fue finalista del premio Herralde 2008. Fue considerado dentro del grupo Bogotá39 por el Hay Festival. Sus novelas han sido traducidas al francés, italiano y portugués. Dirigió durante siete años el programa televisivo Vano Oficio. Actualmente administra el comentado blog Moleskine Literario.

Julio Ramón Ribeyro, cuentos de circunstancias

Por: | 27 de junio de 2012

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Julio Ramón Ribeyro. Fuente: Okiperú

Ribeyro vivió en París durante la época del Boom literario, coincidió con todos los escritores célebres de esos años y ninguno le mezquinó una palabra de elogio. Sin embargo, es uno de los "olvidados" del Boom, quizá porque la fama siempre le fue esquiva o porque, al contrario, fue él quien esquivó a la fama debido a su personalidad anti-Boom: no solo era discreto, inseguro y con una gran "tentación al fracaso" sino que, además, era muy silencioso. El silencio -salvo excepciones- no se lleva bien con el éxito. El escritor peruano regresó a Perú unos años antes de su muerte. Se compró un departamento frente al mar y se rodeó de amigos, cómplices literarios. Además, descubrió que aquí lo admiraban muchísimo: en un homenaje que le brindó una municipalidad, el público que se quedó fuera del recinto lo obligó a mostrar su afilada figura y saludar desde el balcón municipal bajo el coro "Ribeyro es del pueblo". Muchas veces lo vi caminando por el malecón de Barranco; por entonces yo dictaba cursos en un instituto que quedaba al costado de su edificio. Su timidez se mezcló con mi propia timidez y nunca me acerqué a agradecerle sus obras. Ahora me arrepiento. Cuando Ribeyro murió había recibido, meses antes, el premio de la FIL Guadalajara, cuando se llamaba "Premio Juan Rulfo". No llegó a recogerlo, pero sí pudo disfrutar que celebraran su calidad también fuera del país.

Aunque la obra de Ribeyro que prefiero son los fragmentos, ideas y aforismos reunidos en Prosas apátridas, sin duda fue un cuentista prolífico que redactó algunas piezas memorables. El espíritu de la Euro2012 me ha poseído, así que dejo aquí un once titular: mis once cuentos favoritos de Julio Ramón Ribeyro. Una guía para no iniciados.

1. Los gallinazos sin plumas: Una relato que parece el guión de una película neorealista urbana italiana. Dos niños que recogen basura para alimentar un chancho. El animal más grande se engulle siempre al más pequeño. Los niños, gallinazos sin plumas, se defienden, pero la ciudad tiene las fauces más abiertas.

2. Por las azoteas: Fue el primer cuento que leí de Ribeyro. y la primera vez que lloré frente a un cuento. Lo releí muchas veces durante el colegio y nunca dejé de lagrimear. La relación entre el niño y el abuelo jubilado es perdurable.

3. Espumante en el sótano: Siempre me pareció extraordinaria la capacidad de Ribeyro para retratar una situación con detalles. Cuando el protagonista de este cuento llega a su centro laboral, para auto-celebrar sus 25 años en la empresa, con unas empanadas bajo el brazo y una botella de espumante bajo el otro, el lector termina conmovido y asbolutamente rendido antes de que acabe el cuento.

4. Las botellas y los hombres: Un padre y un hijo se enfrentan, en una pelea ritual que no solo resume la complejidad del amor filial sino además el proceso de transformación en que el hijo se convierte en padre y protector. La última escena, cuando le coloca un anillo al cuerpo vencido del padre, es épica.

5. La primera nevada: El mejor cuento que he leído, de cualquier autor, sobre el exilio. Un peruano tímido se deja apabullar por otro peruano, vividor y decidido, que invade su departamento. El cuento avanza en una tensión impresionante entre ambas formas de vivir el exilio y termina con una nevada que solo es la primera que caerá en sus vidas.

6. Silvio en el rosedal: Aunque no me gusta toda la arquitectura simbólica, demasiado obvia, detrás del cuento, lo cierto es que la historia resulta maravillosa cuando descubrimos que Ribeyro ha querido enseñarle a su protagonista que solo se puede vivir en el presente. En el presente no existe felicidad ni amargura, solo paz. Una enorme lección de vida.

7. Alienación: La historia de un joven mulato que quiere transformarse en un gringo, impulsado por el amor a una chica y por su deseo de triunfar en un mundo de blancos. Aparece en ese relato una frase de construcción memorable: "Precisemos que se llamaba Roberto, que años después se le conoció por Boby, pero que en los últimos documentos oficiales figura con el nombre de Bob. En su ascensión vertiginosa hacia la nada fue perdiendo en cada etapa una sílaba de su nombre."

8. Al pie del acantilado: Muchos consideran este cuento, donde una familia sin recursos intenta resistir la dureza de la ciudad, como el único cuento de Ribeyro donde los personajes no fracasan. Aunque la vida los trate con rudeza, ellos son "como la higuerilla" y siempre resistirán.

9. La insignia: Un cuento breve, fantástico, de inspiración kafkiana. Un sujeto encuentra una insignia en un basurero que le cambia la vida. Al final, aunque el cuento se ubique en una realidad absurda, no cabe duda que, como en las mejores ficciones fantásticas, es un espejo de la realidad-real. Todos llevamos una insignia puesta para movernos en una vida que no nos gusta ni entendemos.

10. El profesor suplente: El personaje más estremecedor de su obra es este "profesor suplente", un hombre sin fortuna a la que un día se le da una oportunidad, reemplazar a un profesor de historia, que él desperdicia dando vueltas por las calles y por sus pensamientos, sin virtud alguna, hundido en sus temores. Si fuera alcohólico, podría ser un personaje de Joseph Roth. El retrato mismo del fracaso y las cabes que nos ponemos a nosotros mismos.  

11. Solo para fumadores.- Un cuento extraordinario sobre el vicio. Alrededor del acto de fumar se cuentan anécdotas, algunas autobiográficas, donde el cigarrillo se convierte en dueño de la vida de quienes lo consumen. El relato está lleno de divagaciones y digresiones. Pronto entendemos que habla de cigarrillos pero se refiere, sobre todo, del gran vicio (o "dulce condena" como diría Onetti) que es el acto de escribir. Ribeyro nos ha dejado su arte poética.

Padres e hijos

Por: | 20 de junio de 2012

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Padre e hijo. Foto: Hector Milla

Una de las anécdotas más memorables de la mitología griega es la de Eneas quien, en medio de la ciudad incendiada de Troya, carga a su padre Anquises sobre sus hombros y se reúne con otros troyanos para huir a Italia. Las esculturas y las pinturas representan a Eneas como un hombre joven y fuerte, a veces titánico y otras con músculos más discretos, y a Anquises como un anciano de barba, la piel adherida al hueso, el miedo en los ojos, cercado por la muerte. 

En el cuento "No oyes ladrar a los perros", Juan Rulfo le da la vuelta a la historia y es el padre quien arrastra al hijo. A diferencia de En la carretera, de Cormac McCarthy, donde un padre también conduce a su hijo hacia la salvación, en el relato de Rulfo no sentimos amor filial entre padre e hijo. Más bien hay rencor. En la novela de McCarthy, en cambio, la relación entre padre e hijos caminando por la carretera desierta es hermosa, un canto lírico en medio del apocalipsis, como lo es la historia de Anquises y Eneas.

El hijo de La Carretera es inocente, apenas un niño, mientras que el hijo del cuento de Rulfo es un criminal y está herido de muerte por sus ratonerías. Por ello, la relación del padre y su hijo en "No oyes ladrar a los perros" es ambigua: por un lado, el rencor y la hostilidad del padre, que piensa que el hijo merece el castigo, y por otro la responsabilidad que siente como progenitor, que lo obliga a asumir la "carga" (literalmente, pues lo lleva en hombros y se le dificulta caminar) de lo que engendró.

Sin embargo, a veces esa "carga" se da en sentido inverso: es el padre quien termina representando un lastre para el hijo. La novela La hora azul de Alonso Cueto muestra esta situación. El padre ha muerto hace mucho, el hijo tiene una vida próspera, sin conocer la corrupción de su padre (un ex marino durante la violencia terrorista, secuestrador y violador de mujeres, a una de las cuales convierte en su amante), así que no debería existir mayor carga para el hijo. Sin embargo, esa carga existe y se descubre cuando el hijo se entera de la existencia de la amante de su padre -además de todos sus abusos- e insiste en buscar a esa mujer. Una insistencia absurda, quizá, pero necesaria para el protagonista quien, no contento con encontrarla y conocerla, se enamora de ella y mantiene una relación, tomando así el lugar de su padre muerto. Pero a diferencia de este, trata a su amante con ternura y comprensión, corrigiendo así el pasado para superarlo, es decir, para librarse de la "carga" que su padre le ha impuesto inconscientemente.

En Hamlet también es un padre espectral el que pide al hijo que lo reemplace y lo vengue. Pero a diferencia del protagonista de La hora azul, Hamlet no acepta esa responsabilidad y quita el cuerpo cuando quieren ponerle encima el peso del padre. Huir no ayuda en nada a Hamlet, quien finalmente deberá rendirse y sacrificarse asumiendo su fatalidad. En Hamlet las cargas impuestas por el pasado paterno no pueden evadirse ni esquivarse, hay que asumirlas a cualquier costo.

Sin embargo, aunque el rol de padre e hijo siempre es un principio de autoridad, una relación vertical, no siempre es un rol estático. A veces el padre pasa a ser el hijo y viceversa. En Patrimonio, una obra autobiográfica de Philip Roth, el narrador se rebela a convertirse en el padre de su padre. Sabe que está enfermo, lo ve extinguiéndose y le parece imposible encajar esa imagen con la del hombre fuerte que les brindó protección y seguridad a él y a su hermano. Sin embargo, una noche en que su padre entra en una crisis y está tan indefenso como un bebé al que hay que cambiarle los pañales, Roth acude en su ayuda y termina finalmente asumiendo el rol de padre. Es interesante el título: Patrimonio. Debemos asumir que el patrimonio del hijo es, en algún momento, pasar a ser el padre protector de un hijo anciano. Ese tránsito es duro y tremendamente complejo. Hay una escena conmovedora: Roth, quien le ha cedido su parte de herencia al hermano menos afortunado económicamente, ante el espejo del baño  lamenta su generosidad. No se trata de dinero, sino de patrimonio. Al final, decide llevarse el cuenco de plata y la brocha con la que vio afeitarse a su padre por años. Ahora le pertenecía; era su patrimonio. 

Julio Ramón Ribeyro tiene un cuento extraordinario acerca de ese intercambio de roles. Se titula "Las botellas y los hombres". Un padre va a buscar a su hijo al trabajo. El sujeto es un vagabundo, un borracho, un vividor, que lo abandonó cuando niño. El hijo ha logrado sobresalir con esfuerzo y ahora trabaja en un club de tenis como sparring. Al ver a su padre indefenso tras las rejas del club, olvida el pasado y lo lleva al bar donde se reúne con sus amigos, y lo presenta pomposamente como su padre. El hombre sabe desenvolverse bien donde hay alcohol, así que deja de ser el tipo frágil del inicio del cuento y se muestra ingenioso, amiguero y lengua suelta. Absolutamente borracho, menosprecia a las mujeres y llama casquivana a la madre del protagonista. Él no puede pasar por alto ese insulto y lo reta a un duelo. Salen ambos a la calle, como dos boxeadores ebrios, y se detienen en un callejón. Padre e hijo, no uno sobre el otro, como en la leyenda de Eneas y Anquises, sino uno frente al otro. El padre arremete, el hijo esquiva el golpe y el tipo cae al suelo. Está noqueado. El ganador del duelo ha sido el hijo. Sin embargo, antes de retirarse, se acerca al borracho tirado en el callejón, se quita una sortija con una joya y se la pone en el dedo de su padre. Luego, en un gesto de inmenso cariño y protección, toma la precaución de girar el anillo para esconder la joya y evitar que se la roben. El hijo se ha vuelto padre. 

Un oficio en vías de extinción

Por: | 06 de junio de 2012

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Librería Eterna Cadencia. Foto:  Laura Brunow Miner

Pueden considerarme dentro del grupo de “plañideras” que lloran por la desaparición de las librerías independientes. Y no es que le haga ascos a los e-books (tengo uno y lo disfruto bastante) ni tampoco que desconfíe de los envíos de Amazon, aunque me crea ansiedad esperar el paquete tantos meses; sucede, simplemente, que para mí no existe mejor lugar para comprar libros que una librería independiente.

Me refiero al artículo “Libros y salchichas” de Alfredo Peláez Rojas, que apareció en la revista colombiana “El Malpensante” hace varios años y que, creo, cobra mucha actualidad ahora que pende sobre las librerías una espada en medio de la crisis que afecta a España y, por tanto, al mundo del libro en castellano.

Hace unos años cerraron tres librerías independientes en Bogotá (una de ellas llegué a conocerla: “La Caja de Herramientas”) y muchos escritores e intelectuales lloraron esas clausuras. Peláez Rojas recogió esas lágrimas y las arrojó al fango: “Las plañideras señalarán que estas librerías muertas eran más que expendios de libros, que eran sinagogas culturales donde los lectores se congregaban alrededor del conocimiento empastado. Y tendrían razón, si fuera verdad que los compradores armaban tertulias espontáneas para debatir los títulos a la venta, o si los libros de sus anaqueles gozaran de la extraña facultad de irradiar cultura como si fueran barras de uranio enriquecido. Pero no, las librerías muertas eran sólo expendios de libros comunes y corrientes al lado de otros negocios comunes y corrientes.”

Agregó que se considera un consumidor de libros y, como tal, no necesita de una librería independiente para comprarlos: los consigue en cualquier librería, ya sea una mega-tienda, una pequeña de aeropuerto o en las góndolas de los supermercados. Si quiero ser más exquisito, dijo, lo mando a pedir a Amazon.

Pienso ahora en las librerías independientes que aún dan batalla como “El Virrey” de Lima, “Eterna Cadencia” en Buenos Aires o “Metales Pesados” en Santiago de Chile. ¿Cuál es la diferencia entre estas librerías y aquellas más grandes, dirigidas no por libreros sino por administradores? ¿Y cuál es la diferencia entre estas y las librerías virtuales como Amazon?

El librero. Detalle crucial que le faltó considerar a Peláez Rojas. Cuando muere una librería independiente, muere con ella un oficio que se convertirá pronto en un anacronismo: el buen oficio del librero. Porque, seamos honestos, ¿cuántas librerías cuentan con un librero entre su personal? Lo que los supermercados-librerías y los cubiles de aeropuerto contratan son empleados que saben dar el vuelto, no recomendar libros. Estos chicos uniformados, que lo mismo podrían estar vendiendo salchichas o libros, teclean en las computadoras los títulos o los autores que uno les pide. A veces, hay que explicarles que Kafka lleva dos k. Si se les pide una recomendación, recitarán qué libro es el más vendido de la semana. Exactamente lo mismo que hace Amazon y sus libreros virtuales. Cuando uno compra un libro, la web sugiere otros que podrían gustarte. Las sugerencias se guían por país, por editorial, por idioma, por tema. En ningún caso derivan de la lectura comparada de los libros, como haría un librero real.

Ser librero no es un oficio sencillo. Primero, hay que saber pedir a las distribuidoras y estar atentos para que nunca falte el libro que alguien podría querer. Qué triste es una librería donde las existencias dependen del ritmo –casi siempre caótico o arbitrario- de las distribuidoras. Un buen librero se da cuenta de que falta poco para que se agote un libro que no puede faltar en su estante, se anticipa y lo pide. Un buen librero también se da cuenta de qué libro, de todo el catálogo de una distribuidora, es interesante. El olfato para reconocer los best-sellers, los libros que tendrán buenas reseñas y aquellos que pasarán desapercibidos para todos menos para él, es condición indispensable para llevar una librería independiente.

El segundo requisito es saber recomendar. Hacer un perfil rápido del comprador y cuando este le pide ayuda (o cuando no se la ha pedido, pero da vueltas por el local como por un problema matemático que no puede resolver) ir a su encuentro, conversar con él unos minutos y de inmediato tener en mente dos o tres libros que seguro encajarán con su gusto. El auténtico librero será incluso más agresivo. Podrá quitarle de las manos al lector un libro que no vale la pena, pero que se lo han recomendado erróneamente, y ofrecerle uno que sí vale. Recuerdo cuando era estudiante, ahorrando mis propinas para ir los fines de semana a "El Virrey", donde Sanseviero jugaba ajedrez y me recomendaba libros. También recuerdo a Parra, de "Metales Pesados", metiéndome en la bolsa un libro que no le pedí, seguro de que me gustaría, y no se equivocó: Vías Revolucionarias de Richard Yates, que gracias a él descubrí antes de que se hiciera la película. Recuerdo hace poco mis tardes en "Eterna Cadencia", en medio de centenares de novedades sin saber elegir. Gracias a un librero me llevé solo algunas, no más de una decena, todas buenas.

Ese tipo de anécdotas son imposibles con los motores de búsqueda por similitudes de Amazon o con los empleados que ordenan pilas de best-sellers. Estas aventuras literarias tienen un protagonista, el librero, que solo existe en su hábitat natural: la librería independiente. La muerte de una implica la desaparición del otro. Y yo, agradecido comprador de libros recomendados por gente que sabe lo que vende, haciendo honor a que Peláez Rojas me llama “plañidera”, lloro desconsoladamente al pensar que un día no existirán librerías para estos libreros.

El País

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