Vano oficio

Sobre el blog

Este blog se plantea hacer comentarios de actualidad sobre libros, autores y lecturas en menos de 1.000 palabras. Se trata de un blog personal, obsesivamente literario, enfermo de literatosis, como diría JC Onetti, según la regla que la literatura es un vano oficio, pero jamás un oficio en vano.

Sobre el autor

Ivan Thays

Ivan Thays. (Lima, 1968) Autor del libro de cuentos Las fotografías de Frances Farmer y las novelas Escena de caza, El viaje interior, La disciplina de la vanidad, Un lugar llamado Oreja de Perro, Un sueño fugaz y El orden de las cosas. Ganó en el 2001 el Premio Principe Claus. Fue finalista del premio Herralde 2008. Fue considerado dentro del grupo Bogotá39 por el Hay Festival. Sus novelas han sido traducidas al francés, italiano y portugués. Dirigió durante siete años el programa televisivo Vano Oficio. Actualmente administra el comentado blog Moleskine Literario.

Cuando un autor rechaza un premio y cuando lo acepta

Por: | 31 de octubre de 2012

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Premios en los juegos de una feria en Delaware. Foto: vpickering

Thomas Bernhard, en la novela El sobrino de Wittgenstein, escribió: “Aceptar un premio no quiere decir otra cosa que dejarse defecar en la cabeza, porque le pagan a uno por ello. (...) Y están en su perfecto derecho de defecar en la cabeza de uno, que es tan abyecto y tan bajo para aceptar su premio. Sólo en la mayor necesidad y cuando están amenazadas la vida y la existencia, y sólo hasta los cuarenta años, se tiene derecho a aceptar un premio que lleva consigo una suma de dinero o, en general, un premio o una distinción. Yo acepté mis premios sin estar en la mayor necesidad ni tener la vida y la existencia amenazadas, y con ello me hice abyecto y despreciable y, en el sentido más exacto de la palabra, repulsivo”.

Hace una semana, Javier Marías cambió una palabra en los titulares de la sección Cultura de todos los medios y armó una revolución: "Marías gana el Premio Nacional de Narrativa" por "Marías rechaza el Premio Nacional de Narrativa". Sin duda, de haberlo aceptado jamás hubiera alcanzado tantos comentarios en Facebook y Twitter, ni tanto espacio en la prensa de todos los países de habla hispana -por decir lo menos- e incluso una conferencia de prensa muy concurrida. Ahí Javier Marías declaró que rechazaba el premio (otorgado a su novela Los enamoramientos) no por cuestiones políticas sino por coherencia consigo mismo. Dijo también que, después de despotricar contra los premios nacionales (unos meses antes, en un diario argentino, había dicho que nunca aceptaría un premio estatal), hubiera sido "indecente" de su parte aceptar este y agregó que no quería que nadie lo acusase de hacer una carrera "gracias a los favores y las ayudas estatales".

Javier Marías se alzó así como una figura ética en un momento donde premios y premiados literarios están pasando por turbulencias. El affaire Bryce Echenique y el premio FIL Guadalajara ha terminado dejando, tanto a los que están a favor como a los que se oponen, con un mal sabor en la boca y a ninguno contento. Por otra parte, el Premio Nobel a Mo Yan ha sido celebrado por China como el primer premio literario para su país (borrando del mapa al chino exiliado en Francia Gao Xinjiang, quien lo obtuvo en el 2000) y criticado por los opositores y perseguidos del gobierno chino, para quienes Mo Yan es un peón del régimen y la Academia sueca, al premiarlo, ha dado pruebas de una gran insensibilidad.

En medio de los aplausos a Marías, sin embargo, leí una pequeña pero contundente entrada en el blog "Fuera de juego" del narrador José Manuel Fajardo, donde dice: "(...) resulta admirable que un autor renuncie a una distinción acompañada de veinte mil euros. Hace falta mucho amor propio para semejante decisión. Sin embargo, al primer chispazo de asombro le siguen las sombras pues si el motivo es no ser señalado como favorecido por el poder político, ¿es menos penoso ser señalado como favorecido por el poder económico? ¿Tal vez sólo se debieran aceptar premios de ONG? Y si se rechaza un premio institucional por tener algo de sospechoso, ¿no se pone bajo sospecha a quienes lo recibieron y aceptaron?"

"¿Es menos penoso ser señalado como favorecido por el poder económico?" Qué duda cabe que ahí hay una lanza bien dirigida. Quien se opone a recibir premios, o a permitir que le caguen sobre la cabeza como diría Bernhard, para evitar la acusación de ser favorecidos, debería asimismo prohibirse cualquier dádiva: premios nacionales o editoriales, becas, residencias. La soñada coherencia radicaría en no aceptar nada y vivir solo de la literatura, de las ventas, o mejor aún no vivir de la literatura, escribir sin esperar a cambio nada, abandonar el deseo de tener una familia o adquirir un oficio alimentario para mantenerla. Ser un sobreviviente.

¿Cuál es el extremo? ¿Hasta dónde debe uno llegar para no ser considerado sospechoso y quedar libre de cualquier suspicacia? Muy lejos, sin duda, tan lejos que no conozco ningún escritor que si quiera se acerque a ese supuesto ideal. Bernhard ganó un premio y utilizó la atención mediática para insultar a Austria, aunque no por eso dejó de sentirse repulsivo al confesar que solo recibía premios por el dinero (con el que se compraba casas, autos o se pagaba internamientos en clínicas). Nicanor Parra suele aceptar premios, pero no está interesado en asistir a recibirlos y menos aún en dejar de inquietar a las buenas conciencias desde su búnker. Thomas Pynchon no se deja fotografiar, Salinger dejó de escribir, Juan Carlos Onetti decidió vivir en pijamas sus últimos años de vida. Son opciones, pero hay otras. Vargas Llosa recibe todos los premios que le ofrecen, Tom Wolfe cobra 7,000 dólares por página, Cormac McCarthy se deja entrevistar por Ophra, García Márquez no se opuso a que el nombre de su pueblo se cambie por Macondo (al final se quedó como Aracataca por referéndum), a Rushdie le gusta salir con modelos, Coetzee aceptó ponerse frac para recibir el Nobel.

Tal parece que, así como no hay muerto malo, no hay premiado bueno. Más allá de aceptar premios nacionales o editoriales, de pertenecer a un grupo hegemónico o excluido, y por encima de cualquier instrumento que pueda ser considerado un favor literario por los suspicaces de siempre, la única lealtad válida es la del autor con su propia conciencia. Lo demás es solo bulla, blablablá, batallas que se libran a diario en el terreno de la literatura y la especulación, pañuelazos sin importancia ante la gran verdad del escritor frente a sí mismo y la libertad y responsabilidad insoslayable de la hoja en blanco. Y ahí, en esa relación de dos, no hay premio ni silbatina, éxito o fracaso, que valga si no se tiene nada que decir.

El derecho a indignarse

Por: | 17 de octubre de 2012

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Anders Breivik. Ilustración: Adobe of Chaos

El affaire Richard Millet, que desató una guerra de opiniones en Francia hace algunos meses, ha pasado bastante desapercibido en el mundo de habla hispana. Vale la pena retomarlo pues nos ayuda a discutir conceptos ligados a la escritura, como la tolerancia y la libertad de expresión, pero también el derecho a argumentar, discutir y rechazar tajantemente una idea, sin que eso signifique falta de pluralidad o censura.

Millet goza de prestigio en Francia como autor y como crítico, tanto así que fue lector de Gallimard hasta que ocurrió el escándalo que lo obligó a dimitir. Es además un autor bastante polémico por sus ideas conservadoras que defiende con vehemencia. Esa misma vehemencia lo ha llevado no solo a hacer declaraciones discutibles sino, además, desde hace unos años, a redactar panfletos defendiendo posturas cada vez más agresivas contra la sociedad actual y el multiculturalismo europeo. El vaso, sin embargo, se ha rebalsado con su último panfleto, publicado este año, que consta de 18 páginas y lleva el espinoso título de "Elogio literario de Anders Breivik".

¿Quién es Anders Breivik? Ni más ni menos que el ultraderechista noruego que colocó una bomba en Oslo el 22 de julio de 2011 y luego, instalado en el islote de Utøya, disparó contra más víctimas, consiguiendo asesinar en ambas acciones a 77 personas. Luego, desde la cárcel, declararía: “he llevado a cabo el más sofisticado y espectacular ataque político cometido en Europa desde la Segunda Guerra Mundial”.

Breivik, ultraconservador, antimusulman, luterano, derechista y contrario a que Europa acepte inmigrantes y refugiados, escribió un manifiesto de 1,500 páginas titulado 2083. A European Declaration of Independence. Richard Millet afirma haber leído ese documento íntegramente y, en base a este y a la acción terrorista de Breivik, construye su elegía en la que afirma no estar de acuerdo con la masacre pero sí compartir el odio al multiculturalismo, la inmigración y la social democracia. “Breivik es sin duda lo que se merecía Noruega” escribe Millet y añade: “Un niño producto de una familia en ruinas, nacido de la ruptura ideológica racial que la inmigración ha introducido en Europa desde hace 20 años”. 

“Breivik es el producto ejemplar de la decadencia de Occidente” dice Millet, quien no cree que deba considerársele como un loco. “Las naciones europeas se desmoronan socialmente al tiempo que su esencia cristiana se pierde en beneficio del relativismo general”, subraya enfatizando las ideas del asesino noruego que comparte, como la “pérdida de identidad nacional” en los países de Europa, su “ islamización” y la fragilidad de sus “raíces cristianas”. En una frase que brilla con oscura luz propia, Millet escribe con absoluta convicción: "No apruebo los actos cometidos por Breivik el 22 de julio de 2011. Sin embargo, me inclinaría ante estos actos, pues su perfección formal, de alguna manera, me ha impresionado, así como su dimensión literaria”.

Darle la razón a un asesino de intolerancia racial ya es bastante grave. Negarse a declararlo loco, pese a la opinión de los psiquiatras que ven el caso, es aún más osado. Pero decir que se "inclinaría" ante sus actos, que admira su "perfección formal" (se refiere a poner una bomba y acribillar a tiros a inocentes desde un islote) y otorgarle una "dimensión literaria" a una masacre a mansalva resulta, por decir lo menos, violento y provocador en el peor sentido. Una provocación que no pretende ser polémica sino atizar el odio racial y elevar el crimen de 77 personas indefensas -pese a que afirma no estar de acuerdo con este- a una categoría artística.

La reacción que provocó Millet, incluso para los que conocían sus ideas de ultra derecha y algunos panfletos previos, fue de sorpresa y de total rechazo. Es cierto que Millet -me entero ahora, buscando información al respecto- había declarado en televisión frases como: "Ya no soporto más las mezquitas en Francia" o “Cojo diariamente el cercanías y tengo miedo porque soy el único blanco”; pese a ello, pasar de declarar impertinencias a escribir el elogio de un asesino es cruzar una línea sin retorno.

Las pocas personas que han defendido a Millet lo han hecho enfatizando su libertad de expresión, destacando que él ha declarado no estar de acuerdo con la matanza (aunque sus elogios posteriores parecen contradecir su propia afirmación). Millet también se ha defendido luego, apelando a su derecho a decir lo que quiera sin ser juzgado.

Ciertamente, la libertad de expresión es un derecho que los escritores nos hemos ganado. Escribir se ha convertido en uno de los pocos actos en los que el autor no tiene por qué -si así lo decide- rendirle cuentas a nadie. Está solo él frente a su escrito, sin tener que acatar ninguna orden ni tener ninguna obligación a la hora de escribir. Si un escritor como Millet decide usar su libertad para alabar a un asesino en serie y elogiar la "perfección formal" de un crimen, tiene todo el derecho de hacerlo, por más imprudente o perverso que resulte. Un derecho que las sociedades monoculturales, conservadoras, religiosas, y dictaduras de ultra derecha como las que él defiende no le otorgarían, por cierto.

Sin embargo, de ningún modo Millet puede victimizarse y esperar que la respuesta a su desafortunada elegía no sea hecha con contundencia, como ha sucedido. Aceptar el derecho a la libre expresión del otro no implica sometimiento ni anula el juicio crítico. La tolerancia y la pluralidad no es una patente de corso que permite a cualquiera decir lo que sea impunemente. Millet se ha ganado el desprecio de muchas personas no por ejercer su libertad de expresión, como quiere hacernos creer, sino por el contenido repugnante de sus panfletos. La libertad de expresión mal entendida es un comodín que permite a periodistas y escritores difamar sin rectificarse, ofender arbitrariamente, acusar sin pruebas y escudarse en la supuesta censura para no ser fiscalizado. El derecho a la libre expresión no anula un derecho igual de fundamental, pero muchas veces olvidado o menospreciado: el derecho a indignarse.

Para nosotros aún no hay mayoría de edad

Por: | 10 de octubre de 2012

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Foto: AdrianT

Hace unas semanas, en un encuentro en Vincennes (Francia), me preguntaron sobre la importancia de la obra de Mario Vargas Llosa y, en concreto, de La ciudad y los perros, que cumple cincuenta años de publicado este 2012. 

No podía ser más interesante esa pregunta, y sobre todo en el contexto en que se realizó -el Festival América-, pues lo que celebramos con la publicación de La ciudad y los perros es la aparición de la primera novela célebre del Boom literario, la que abrió el camino a ese estallido de connotaciones sociológicas, económicas, culturales pero sobre todo literarias. El Boom es un hito porque, pese a que antes de 1962 -el año en que ganó el premio Seix Barral La ciudad y los perros- ya existían autores de notable talento (algunos arrinconados por una crítica que solo privilegiaba el regionalismo y otras ocultos en editoriales de sus propios países, sin posibilidad de ser leídos fuera o incluso traducidos; todo eso les tocaría después), con los autores que se han dado en calificar como el Boom nuclear (Vargas Llosa, García Márquez, Fuentes y Cortázar) empieza la mayoría de edad o la carta de ciudadanía de la literatura latinoamericana (la metáfora no es mía y no es muy brillante, pero sirve para explicarme).

¿Qué significa aquello de la "ciudadanía" literaria? Para mí, siempre implicó el hecho de que los escritores latinoamericanos pudiesen ser leídos, por la crítica pero también por los lectores de a pie, como escritores a secas, rompiendo las barreras de ser latinoamericanos y de escribir latinoamericanismos. Es cierto, sin duda, que esa lectura, la exótica, siempre existió y existirá (Macondo huele a guayaba, los personajes de Rayuela escuchan jazz como exiliados argentinos, los de Fuentes son cosmopolitas pero visitan ruinas prehispánicas, los de Vargas Llosa viven en medio de dictaduras peruanas), pero hay que entender que además de ella también existía una lectura que superaba las "huellas" exóticas y permitía leer, digamos, La ciudad y los perros no como una novela sobre unos jóvenes limeños en un colegio militar, sino sobre individuos sometidos a un poder superior contra el cual se rebelan. En ese sentido, la novela podía estar más cerca de Las tribulaciones del estudiante Törless, de Robert Musil, antes que cualquier libro escrito en el Perú por aquellos años. Desde luego, de cualquier libro puede decirse que ese componente no exótico existe, que incluso las novelas regionalistas más emblemáticas tratan sobre seres humanos en conflicto. No tengo dudas de que es así. Pero con los autores del Boom ocurría que esas lecturas no solo eran posibles sino que sucedían realmente. Macondo, por poner un ejemplo, no se leía necesariamente como el retrato costumbrista más o menos distorsionado de un pueblo colombiano, sino que se asumía como un lugar mágico e imaginario creado por un autor de mente deslumbrante.  

Sutiles diferencias, quizá, pero bastante obvias para los escritores latinoamericanos contemporáneos. En aquel encuentro en Vincennes, pasados los años del Boom y esa mayoría de edad, era evidente que habíamos vuelto a convertirnos en objetos antropológicos. A partir de la lectura de mi novela Un lugar llamado Oreja de perro (la única mía publicada en francés) las preguntas de mis anfitriones franceses iban desde mi visión del mundo indígena hasta el pedido de que explique qué es el mal de altura. Esa novela es la historia de un hombre que pierde a un hijo y cuya esposa lo acaba de abandonar, una novela sobre el dolor, pero las lecturas en aquel escenario giraban solo en torno al lugar "real" donde ocurría la historia: una aldea recreada por mí a partir de un lugar que sí existe, la zona llamada Oreja de perro, muy lastimada por Sendero Luminoso, a la que yo nunca he ido ni pensé jamás necesario ir.

"Resulta que me he convertido en un escritor indigenista" le comenté a Alejandro Zambra, quien también estaba en Vincennes. "Y yo en un escritor sobre la dictadura" me contestó con la misma nostálgica ironía. Para nosotros aún no hay mayoría de edad. Tendremos que recorrer de nuevo el camino que hace cincuenta años abrió La ciudad y los perros en busca de nuestra ciudadanía como escritores.   

     

Premiar a Rubem Fonseca

Por: | 03 de octubre de 2012

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Cama desordenada y Rubem Fonseca

He tenido la suerte de leer, por primera vez, dos veces a Rubem Fonseca. 

La primera fue cuando compré un volumen suyo de cuentos escogidos publicado por Alfaguara. No recuerdo en qué país encontré el libro pero sí que no fue Lima, donde nunca se vendió. Conocía la serie de libros (tenía los volúmenes dedicados a Ribeyro, Onetti y Cortázar) pero no al autor. Algo en la carátula me llamó la atención. Las carátulas de las obras completas -o escogidas- que editaba Alfaguara eran montajes de objetos en torno a una fotografía del autor. Creo que en la de Fonseca había una soga. Pero no fue eso lo que me atrajo sino su rostro. Un rostro duro, serio, aunque en medio de esa dureza había, sin lugar a dudas, espacio para la ironía. Leí el libro de inmediato (ah, aquellos años en los que uno compraba un libro, los sacaba de la bolsa y los leía minutos después... ahora, casi siempre pasan de la librería a mi librero con apenas una ojeada) y lo primero que comprendí fue que el rostro aquel encajaba muy bien con los cuentos. No siempre sucede. Eran relatos duros pero con sentido del humor. Eran crueles, lacónicos, irónicos, incluso nihilistas o misóginos, pero nunca parecían escritos por un hombre amargado o destruido. La prosa de Rubem Fonseca, al igual que sus historias, nacían de un autor que conocía perfectamente el mundo que contaba y podía moverse muy bien en casas de ricos o en barrios desconchados. Era una prosa oscura pero más vital que la mayoría de libros que había leído entonces. Lo que más me sorprendía -y me alegraba, en realidad- es que Rubem Fonseca era un autor brasileño pero sin el exotismo que se nos vende: ni carnaval ni sertón. Uno de los primeros libros que leí en mi vida (hablamos de 10 u 11 años) fue una antología de cuentos brasileños donde no recuerdo que hubiese alguno de Fonseca, pero sí dos cuentos que se me quedaron grabados. Aquel de Clarice Lispector sobre el cumpleaños de una nonagenaria que escupía en medio de su sala, y uno tristísimo de Lygia Fagundes Telles titulado "Antes del baile verde", si no me falla la memoria. Fuera de eso, Brasil era todo hambre, caminantes y sertones, o país de clavo y canela, playas, caipiriñas, samba, zunga, Pelé, verde y amarillo, corsos, serpentina, carnaval, alegría; en fin, cosas de ese tipo que un fóbico social como yo detestamos. No podía hacer coincidir los relatos de Lispector y Fagundes con el país o mais grande do mondo que veía agitar panderetas y culos durante los mundiales de fútbol y en las fogosas novelas de Jorge Amado. Hasta que leí a Fonseca y supe que ese Brasil "antes del baile verde" seguía existiendo y que alguien hablaba de él.

Algunos años después, en una mudanza, encontré un libro con un título que me había llamado la atención en un remate de libros y que lo compré sin saber quién era el autor ni de qué trataba el libro. Se titulaba Pasado negro y su autor era también Rubem Fonseca, pero entonces no supe hacer coincidir al novelista con el cuentista que me había maravillado antes. Luego me enteraría de que el título era una traducción equívoca de Bufo & Spallanzani y que ya había leído al autor; en aquel momento solo podía decir que me encontraba ante un descubrimiento, un autor genial, un brasileño que estaba reinventando la novela social convirtiéndola en una novela policial donde los grandes temas eran tocados de soslayo pero sin dejar de ser contundentes. Se trataban temas complejos del Brasil contemporáneo pero superando las pretensiones sociológicas o políticas gracias a una escritura hecha con los nervios, con los músculos y con el estómago. Cuando después leí la novela Agosto ya había logrado hacer coincidir en mi mente a los dos Fonsecas, y así supe que estaba ante un autor fuera de serie en todo sentido. No dudé en recomendarlo muchas veces en mi programa de TV ni dejé de comprarme y leer todos los libros que conseguía de él, incluso los que me gustaron menos, como los últimos que ha publicado. 

Existen autores extraordinarios que construyen murallas infranqueables alrededor de su obra, debido a su complejidad estructural y sus exhibidos conocimientos políticos, históricos y culturales. Existen otros autores, también brillantes, que rompen esos muros de contención y muestran al futuro escritor que cualquiera que tenga algo que decir puede decirlo. Solo basta con cumplir con aquello que Manuel Puig llamaba "ser un testigo privilegiado". O sea, tener algo que decir y las agallas para hacerlo sin someterte a nada, salvo a tus propios principios. No me extraña que su enorme influencia en Brasil -un escritor que acabo de leer y admirar, Luiz Rufatto, admite estar influido por él, por ejemplo- haya traspasado la frontera y ahora muchos escritores latinoamericanos reconocen su ascendencia, incluso sin necesidad de escribir dentro del género policial tan apreciado por Fonseca.

Junto a Camilo Marks, Martín Caparrós, Carolina Rivas y Roberto González Echevarría, nos reunimos la semana pasada en Santiago de Chile para entregarle el primer premio "Manuel Rojas" -un escritor chileno anarquista afín al espíritu del brasileño-, organizado por el Consejo de la Cultura y las Artes y la Fundación Manuel Rojas, a Rubem Fonseca. La vida da muchas vueltas y aquel lector desprevenido e ignorante, que tuvo que descubrir dos veces a un mismo autor y que, desde entonces, no dejó de recomendar a sus amigos que leyesen a Fonseca, ha tenido el inigualable honor de elegirlo entre otros candidatos de enorme valor. ¿Qué más puedo pedir? Solo releer a Rubem Fonseca. Cuando estamos ante un autor de esa categoría, siempre queda la feliz posibilidad de volver a descubrir a quien ya hemos descubierto muchas veces antes.

El País

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