Vano oficio

Sobre el blog

Este blog se plantea hacer comentarios de actualidad sobre libros, autores y lecturas en menos de 1.000 palabras. Se trata de un blog personal, obsesivamente literario, enfermo de literatosis, como diría JC Onetti, según la regla que la literatura es un vano oficio, pero jamás un oficio en vano.

Sobre el autor

Ivan Thays

Ivan Thays. (Lima, 1968) Autor del libro de cuentos Las fotografías de Frances Farmer y las novelas Escena de caza, El viaje interior, La disciplina de la vanidad, Un lugar llamado Oreja de Perro, Un sueño fugaz y El orden de las cosas. Ganó en el 2001 el Premio Principe Claus. Fue finalista del premio Herralde 2008. Fue considerado dentro del grupo Bogotá39 por el Hay Festival. Sus novelas han sido traducidas al francés, italiano y portugués. Dirigió durante siete años el programa televisivo Vano Oficio. Actualmente administra el comentado blog Moleskine Literario.

¿Qué haces con ese libro aquí?

Por: | 30 de enero de 2013

Read
Foto: Rupert Ganzer

- ¿Qué haces con ese libro aquí?

No era la primera vez que oía esa pregunta, pero sí la primera que me percaté de una conducta compulsiva: simplemente no podía dejar de leer. Tampoco podía dejar de llevar un libro a donde quiera que fuese. Era la boda de una prima mía, yo aún era un adolescente universitario y como el libro que estaba leyendo en ese momento no entraba en el bolsillo de mi saco, lo llevaba en la mano. Lo traía conmigo para leerlo en el taxi o microbús que me llevó hasta la iglesia. Pero no descartaba abrirlo en algún momento de la ceremonia o de la fiesta y avanzar una o dos páginas. El francés Charles Danzig dice en su libro ¿Por qué leer?: "Más de un parquímetro de París se ha conmovido al oír que le pedía educadamente perdón después de haberme chocado con él, leyendo algún libro". En Lima no hay parquímetros, pero sí me he disculpado con algunos postes.

El origen fue la biblioteca de mi padre. Mi padre no fue un gran lector, era ingeniero y economista y prefería ver televisión o películas en vhs, pero sí fue un coleccionista. No podía evitar coleccionar todo aquello que estuviese numerado y lo vendiesen en supermercados o kioskos. Antes de que yo naciera, logró hacerse de una colección de libros de Ariel, una editorial ecuatoriana, que se dividía en dos: libros serios para adultos y libros clásicos condensados para jóvenes, con ilustraciones. Esas colecciones de Ariel me convirtieron en un lector compulsivo: leía, en estricto orden, las resumidas aventuras del Capitán Nemo, Robinson Crusoe o el Quijote y disfrutaba de los dibujos. Tenía 8 años.

Una noche, descubrí que mi abuela, que vivía con nosotros, todas las noches sacaba uno de los libros y al dia siguiente lo dejaba en su sitio. Sentí envidia de que pudiese leer en una noche lo que yo demoraba semanas. Me dediqué entonces a competir con ella silenciosamente, como libraba todas mis batallas en esos años. Al principio, por más que insistía en quedarme largas horas por la noche despierto, no podía alcanzar la velocidad lectora de mi abuela. Nunca le mencioné a ella, ni a nadie, esa competencia, pero sí celebré cuando conseguí leer un libro al día: una biografía de Napoleón que tenía exactamente cien páginas. Hace unos años comenté esta anécdota por primera vez en público. Mi madre se rió y me dijo que mi abuela, fallecida hace años, solo leía las ilustraciones y pasaba las páginas. Es probable, pero de todos modos le debo a ella mi oficio y los momentos más extraordinarios de mi vida.

Por cierto, la página 100 de cualquier libro se ha convertido en un mito. Cuando llego a ella, por más páginas que tenga el libro, me detengo un rato a descansar y siento que he conquistado un Everest; lo demás es coser y cantar.

Cuando entré a la secundaria empecé a leer las colecciones de la editorial colombiana Oveja Negra, que incluía Obras Maestras del siglo XX (con la seriedad de sus tapas marrones que imitaban el cuero) y Grandes Bestsellers en las que podía aparecer cualquier libro que hubiese sido llevado al cine, por lo tanto una semana tocaba Graham Green, Herman Melville o Lampedusa y la otra Margaret Mitchel o León Uris. No discriminaba. De esas colecciones, el único libro que confieso que no pude pasar de la página 100 (y siento aún hoy algo de culpa) es la investigación Todos los hombres del presidente, enfangado en detalles de la política norteamericana tan específicos y una lista de funcionarios del gobierno de Nixon que me hizo sufrir más que la genealogía de los Buendía.  

Después de leer un extraordinario post en el blog The Million de Michael Bourne, titulado "My New Year’s Resolution: Read Fewer Books", me pregunté cuánto habían cambiado mis hábitos de lector en estas décadas. La respuesta fue dura. A diferencia de mis años universitarios, ahora puedo comprar más libros pero tengo menos tiempo para leerlos. Calculo que entre los 20 y 30 años leía un promedio de tres libros a la semana. Esa medida bajó muchísimo, como le sucedió a Bourne, cuando tuve un hijo y un empleo a tiempo completo (además de mi afición a ver series de TV). Actualmente, algo más de un libro por semana es mi promedio y también creo, como dice el artículo, que una meta de sesenta libros al año es realista.

Con esa convicción, empecé 2013 en una casa de playa y pude leer tres libros en cuatro días. Me sentí feliz, radiante, rejuvenecido. Fue una ilusión, pues en la ciudad mi ritmo ha vuelto a ser el de los últimos años pero confío que llegaré a los sesenta libros, incluso proponiéndome algunas lecturas largas (la biografía de John Cheever me espera en el próximo feriado largo, y quisiera releer este año los dos tomos de la biografía de Nabokov). Desde luego, sé que la velocidad no implica una mejor lectura, y probablemente alguien pueda argumentar sólidamente que leer un solo libro durante todo el año puede ser una experiencia más enriquecedora que mi meta de sesenta libros en un año. Da igual. Existen muchas maneras de leer y muchos tipos de lectores. Yo soy de los que leen en el ascensor y se golpean con los postes. Repasando mi vida, veo que han sido realmente pocas las ocasiones en las que he salido de mi casa sin un libro en la mano. Y la sola posibilidad de encontrarme atrapado en un sitio sin nada que leer me crea una angustia anticipada. 

¿Por qué llevé un libro a un matrimonio? Pues porque soy un lector compulsivo, porque siento que cuando no leo estoy perdiendo el tiempo, porque desde niño los libros son parte importantísima de mi vida, porque aprovecho cualquier ocasión que estoy a solas para leer y sobre todo porque, como dice Dantzig, "Leer es mucho más interesante que entretenerse".

La felicidad de recomendar libros

Por: | 15 de enero de 2013

Bookdrop
Foto: mtsofan

Soy de los que viven en departamentos alquilados y cada cierto tiempo debo desprenderme de libros de mi biblioteca para darle espacio a mis muebles. Intento no exceder los tres únicos libreros que me he permitido, con libros a doble fila (la doble fila es lamentable); aunque últimamente reconozco que ando algo desbordado, con decenas de libros en el suelo esperando una ubicación (es decir, toca una nueva venta).

Desde mi adolescencia llevo en mis mudanzas dos centenares de libros ajados, clásicos que he ido arrastrando desde la biblioteca de mi padre y de los que no pienso desprenderme. Tengo, además, mis libros favoritos, una radiografía de mi personalidad sintetizada en títulos y lomos. Y luego están las novedades. Los libros que compro cuando viajo, los libros que pido que me traigan cuando alguien viaja, los libros que encuentro en Lima luego de bucear en sus libreros y encontrarme con sorpresas.

Mi biblioteca personal, como la de todos, está llena de anécdotas. La mejor incluye a San Petersburgo de Andréi Biely. Encontré una lista de cinco libros imprescindibles para Vladímir Nabokov, de la cual yo había leído cuatro. Pero jamás había escuchado hablar del tal Biely. Durante muchos años, con verdadera insistencia, busqué San Petersburgo en librerías de Barcelona, Madrid, Buenos Aires, México, Santiago de Chile, Bogotá. Nada. Un día, bajé a la librería del primer piso del centro cultural donde enseño talleres literarios desde hace más de una década. Es una librería pequeña en la que suelo entrar antes de cada clase para echar una rápida mirada sin expectativas. Entonces, en una mesa de saldos, encontré San Petersburgo. No uno sino cinco ejemplares, y a un precio casi simbólico. Ahora es también uno de mis libros favoritos.

Otra anécdota similar ocurrió con Los desaparecidos de Andrew O'Hagan. Me lo recomendó Marcos Giralt Torrente, que le había hecho una reseña. Estaba en Madrid y luego iría a Barcelona. Lo busqué sin éxito en las librerías de ambas ciudades. Finalmente, me convencieron de que no encontraría un libro de relativo éxito, publicado un par de años antes, ni en saldos. Tuve que olvidarme de su existencia. Una semana después, de regreso en Lima, por aquella inercia que me hace meterme siempre en librerías a ver qué pasa, visité al antiguo local de la calle Dasso de la librería El Virrey. En la mesa de novedades, como levitando, me esperaba un ejemplar del libro inhallable.

Esto me lleva al tema de las recomendaciones. De manera indirecta, Rodrigo Fresán, sin duda el mejor creador en castellano de blurbs para los libros que reseña (y que las editoriales suelen coger para sus contratapas o sus tiras), es el principal culpable de que mi biblioteca exceda su continente. Gracias a él he leído libros memorables, y también por culpa de su entusiasmo contagioso he gastado mucho dinero. Dos amigos escritores, el mencionado Marcos Giralt Torrente y Edmundo Paz Soldán, son estupendos recomendando libros. Recuerdo la noche en Lima cuando, visitando una librería, con la aparente indiferencia de un pase en primera, Edmundo me recomendó que compre Amanece la muerte de Jim Crace. Era caro, excedía mi presupuesto, pero igual lo compré. Instantáneamente, se volvió uno de mis favoritos, un libro que solía releer cada año hasta que terminó desapareciendo de mi biblioteca (debo añadir que, más allá de mis ventas organizadas, de vez en cuando los libros se evaporan de mis libreros misteriosamente). Otra recomendación espectacular: en una cena en México, visitando a unos amigos de Mario Bellatin, uno de ellos -director de teatro- me dijo: "Anda a una librería y cómprate un libro que nadie más te va a recomendar: La obediencia nocturna de Juan Vicente Melo". Le hice caso y compré el libro. Fabuloso. Lo he recomendado desde entonces a muchas personas (en una librería de viejo en Medellín encontré varias ediciones y se las hice comprar a todos los presentes. Nunca supe si les había gustado).

¿Cuál es el libro que más he recomendado y regalado en mi vida? Otras tardes, de un escritor peruano casi desconocido llamado Luis Loayza. No dejar pasar oportunidad -como esta- para recomendarlo.

Comprar un libro guiado por el instinto (el título, el dibujo o el color de la carátula, o un blurb preciso como un gancho al mentón) depara más decepciones que sorpresas. Pero las sorpresas se disfrutan el doble. Por ejemplo, en una desangelada feria de libro compré Una princesa en Berlín de Arthur R. G. Solmssen. Eran época de vacas flacas y me lo llevé solo porque era el único que podía pagar y me gustó el dibujo de la carátula. La felicidad que me deparó dura hasta hoy. Extraordinario. El más reciente libro que conseguí por recomendación (esta vez de un lector de Moleskine Literario) es Noches insomnes de Elizabeth Hardwick. Apenas lo mencionó, mi memoria me condujo a un libro pequeño que meses atrás había visto, y pasado por alto, en Sur, una bella librería recién inaugurada en Lima. Demoré varias semanas en comprobar si era ese el libro y sí, era ese, y desde ayer lo tengo conmigo.

Mientras tuve mi programa de TV y desde que creé el blog Moleskine Literario mi objetivo principal ha sido siempre recomendar libros (incluso los que no he leído pero me atraen compulsivamente). Desde el 1 de enero del 2013 inicié un proyecto personal: un blog llamado 365 días de libros. No sé si cumpliré aquello de recomendar un libro al día (me está costando mucho, lo reconozco, y quizá más adelante deba recurrir a amigos) pero sí sé que cuando alguien dice que le gustó un libro que le recomendé, un orgullo mal disimulado aparece en mi cara, lo más parecido que hay a la felicidad.    

El País

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