Fotografiar escritores no es tan difícil y menos aún en festivales literarios. Los escritores, en su mayoría, están dispuestos a que les acaricien el ego y sobre todo en un festival o encuentro, donde el ánimo es festivo y de buen humor. Justamente por eso mismo, las fotografías de Daniel Mordzinski son tan especiales, auténticas obras de arte. A él no le basta, nunca le bastó, con llamar a un escritor a un costado, ubicar su rostro donde mejor le dé la luz y dejar que la cámara haga el resto. Mordzinski se las ingenia para seducir a los escritores, consigue que confíen en él, doblegar amablemente su voluntad y pronto, sin darle a tiempo de pensarlo, el autor aparecerá desnudo, metido sobre un hoyo o una tina, interactuando con un policía, la empleada de limpieza o un vendedor callejero, sentado entre las lápidas de un cementerio o dando saltos en un pie sobre una plataforma a tres metros de altura.
Pero no todo es lúdico en las fotografías de Mordzinski. Muchas de estas retratan la cotidianidad, el mundo doméstico, de aquellos personajes que escriben obras magistrales. El gesto de Mario Vargas Llosa, con la manos juntas cubriéndose la cara, o la foto de Gabriel García Márquez sentado en la cama de su suite sirven de ejemplo. Mi favorita es una fotografía de Blanca Varela caminando estoicamente en el patio de su casa, mientras la sobrina y su nana juegan en el jardín. Esas escenas (el rostro cubierto de Vargas Llosa, el lado vacío en la cama de García Márquez, el contraste del estoicismo de Blanca Varela y la felicidad de su nieta en el jardín) descubren una lectura insospechada de la vida. Delatan el lado más vulnerable de los escritores, cuando abandonan la "pose" (inevitable de toda persona frente a una cámara), descartan la máscara y comienzan a decir hondas verdades que solo el ojo de Mordzinski puede atisbar y fotografiarlo.
Hay mucha espontaneidad en las fotos de Daniel Mordzinski, pero también hay cálculo, precisión, alevosía y ventaja. La naturalidad con que ejerce su oficio consigue capturar esos instantes maravillosos cuando las escenas se transforman en historias de vida. Conozco muy pocos fotógrafos capaces de lograr tanto con tan poca producción. El ingenio, en Mordzinski, no solo es una forma de inteligencia sino un método para alcanzar la profundidad.
Quizá la fotografía más famosa es aquella en la que Jorge Luis Borges, de perfil, está sentado sobre un fondo negro, colocado en una postura solemne, aferrado al bastón y con el mentón levantado. No es gesto de escritor sino de prócer, una fotografía para la eternidad. De pronto, por un lado, se introduce una mano insolente, una mano que no tiene nada que hacer ahí, y la eternidad se vuelve cotidiana, el decorado se convierte en escenografía y el mundo en teatro de representaciones. El contraste entre la postura de Borges y esa mano intempestiva crea un laberinto de posibilidades infinitas. Como en un cuento de Borges, dirán algunos. Pues justamente así.
Cuando en el 2007 me seleccionaron para participar del evento llamado Bogotá 39, encontré dentro de la gran cantidad de documentos que nos enviaron una indicación que decía que íbamos a ser fotografiados por Daniel Mordzinski en una fecha pactada. Para mí, que admiraba la obra de Mordzinski muchos años antes, aquello fue como ganar un millón de dólares y, además, un auto de lujo para ir a recoger el dinero. Ya era enorme la satisfacción de pertenecer a ese grupo como para que, además, tengamos el honor de ser fotografiados por Mordzinski. Al menos eso pensaba mientras viajaba a Colombia. Sin embargo, luego de pasar unos días con él, la sesión fotográfica había perdido ese aura de Premio Mayor y se había convertido en un momento más, casi un café con un amigo. Luego del Bogotá39 he tenido la suerte de encontrarme con Daniel en varios encuentros y ser fotografiado varias veces. No me doy cuenta, entonces, de lo afortunado que soy, del privilegio enorme de tener a Daniel no solo como un amigo sino de ser parte de esa galería absolutamente magnífica, que incluye no solo a autores latinoamericanos sino de todo el mundo, retratados en centenares de encuentros y a lo largo de casi tres décadas.
Dice Ricardo Piglia que una de las grandes virtudes de Jorge Luis Borges fue hacer creer a sus interlocutores que eran tan inteligentes como él, aunque obviamente eso no era posible. Parafraseándolo, puedo decir que una de las virtudes de Mordzinski es hacerte creer que el privilegio de fotografiarte es suyo. Luego, basta ver la foto que tomó una semana después a Salman Rushdie o descubrir que fue uno de los pocos fotógrafos invitados al funeral de Susan Sontag para caer en cuenta del gran honor que recibimos al ser retratados por él, y quiera dios que realmente nos lo merezcamos.
Esta semana nos hemos enterado de que cerca de 50 000 negativos y fotos de Daniel Mordzinski, guardadas en un piso de Le Monde, han sido incineradas. Leo las declaraciones de Le Monde al respecto y a la tristeza y la rabia se suma la indignación. Mantienen durante diez años un archivo fotográfico en un piso, y un día deciden que necesitan ese espacio y en vez de buscar al dueño del archivo, desalojan el lugar y queman los negativos y las fotos. Si estuviésemos hablando de documentos sin importancia sería grave, pero estamos hablando de fotografías extraordinarias que son parte de nuestra historia contemporánea. La pérdida es simplemente irreparable y aquel comunicado escrito por un departamento legal para evitar un juicio solo ahonda la pena. Estamos ante uno de los episodios más tristes de la literatura latinoamericana contemporánea y nuestro único consuelo es ver cuánta gente manifiesta su pena y su frustración ante un impune acto de prepotencia. Ese cariño y admiración no le devolverá a Mordzinski ni uno solo de sus negativos incinerados, pero es todo lo que podemos ofrecerle y se lo entregamos con admiración y absoluto agradecimiento.