Mi padre ha muerto hoy

Por: | 09 de marzo de 2014

Padre1

Foto: Gianlucca Ruggiero

Pido disculpas a los lectores de este blog literario por el off topic. El 7 de marzo del 2011 murió mi padre. El pasado viernes se cumplieron tres años de su muerte. Uno suele pensar que las relaciones con las personas terminan cuando desaparecen, pero no es así. Durante estos tres años, la relación entre mi padre y yo ha ido madurando, creciendo, con idas y vueltas, con peleas y reconciliaciones, tal como era cuando estaba vivo. Pero desde hace unos meses, al final creo que él y yo encontramos el nudo de todas nuestras confrontaciones y con el amor de padre e hijo, hemos intentado los dos desatar ese nudo. Un trabajo duro, pero al fin creo que el nudo ha dejado de estar ahí, enturbiando todo, impidiendo que el amor que sentimos el uno por el otro fluya. Y ahora fluye naturalmente, como siempre debió ser: un amor incondicional. Por eso, quiero colgar aquí este texto que escribí hace tres años y lo pudieron leer solo mis amigos de Facebook. En homenaje a los tres años de su muerte y a nuestra reconciliación, lo comparto con ustedes. 

MI PADRE HA MUERTO HOY

Y al fin llegó la llamada que estaba esperando desde hace meses. Y fue tal como la había previsto: mi hermana llorando en el teléfono, confundida, desesperada incluso, diciendo que mi padre había fallecido. Me sonó rara, eso sí, curiosa, la elección del verbo “fallecer”. Tan impersonal, tan diferente a lo que ella es y a lo que mi padre era. Tan burocrática. Tan protocolar. 

Mi padre ha muerto. Un lunes 7 de marzo a las dos de la tarde.

No fue una sorpresa. Hace un año y cinco meses mi padre sufrió una isquemia cerebral, la segunda grave en el mismo 2009, que lo fue minando poco a poco. Perdió el habla, le costaba escribir en la pizarra mágica que le conseguimos, perdió poco a poco los gestos, la capacidad de alzar la mano derecha, y al final solo le quedaron los ojos inmensamente abiertos. Mi madre insistía en que era capaz de reconocer al hijo menor que volvió de visita de España, a la hija que había dado a luz su primera nieta, al hijo en muletas que se fracturó la rodilla en un accidente. Yo pienso que no. Y si lo hacía, esa breve iluminación duraba solo unos segundos y luego volvía a su profundidad, aquel mundo subacuático o limbo donde había quedado estacionado.

Todos los días, desde hace meses, rezaba porque pudiese descansar en paz, porque dejase de luchar, porque se dejase ir. Todos los días, pero nunca con tanta vehemencia como este domingo. Y parece que esa fuerza fue el impulso final que necesitaba para partir. Dice Santa Teresa que se llora más por las plegarias atendidas que por la no cumplidas, y tiene razón. Aun así, volvería a pedir lo mismo.

Mi padre no era una persona compleja, pero siempre fue un enigma para mí.

Sé que nació en Moquegua. Sé que estudió agronomía, como se lo prometió a su madre. Sé que fue hijo único, que casi no tenía relación con su padre, que se tenía que inventar juguetes con maderas o incluso granos de maíz porque no tenía dinero para comprarlos. Sé que aprendió se su padre el oficio de carpintero y se hizo un pequeño escritorio y un bolero para lustrar zapatos. Sé que era un alumno aplicadísimo, un buen dibujante, y su letra era muy esforzada y bella. Sé que en el colegio dibujaba sobre todo chicas en bikini o Pins Ups. Sé que, como no podía costeárselo, decidió copiar en un cuaderno, a puño y letra, con dibujos incluidos y diagramas, el Método de Tensión Dinámica de Charles Atlas. Sé que se la pasaba haciendo amigos por todas partes. Era su don. Sé que fue a estudiar a Estados Unidos, regresó a Lima de vacaciones, comprometido con una norteamericana, y en ese viaje se reencontró con una antigua prima hermana suya, muy menor, y se enamoró de ella. Y ella de él. Y se casaron con una dispensa del Vaticano por ser parientes consanguíneos. Sé que manejaba un VW escarabajo celeste, que cuando dejó un trabajo en el Ministerio de Agricultura repartía salchichas "Popeye" y nunca le pagaron por ese trabajo, que la suerte le cambió y empezó a ganar mucho dinero como asesor de un programa internacional, pero luego volvió al Ministerio con un sueldo bajo y después de décadas fue despedido injustamente. Sé que amaba nuestra casa familiar porque tenía un jardín extenso, pero soñaba con volver a vivir en su pueblo, Samegua, al sur del país, algún día. Sé que le debo a él el gusto por la lectura porque coleccionaba libros. Sé que un día, cuando aprendí a caminar, me resbalé de sus manos y me golpeé contra un mueble, y se sintió fatal y jamás se lo perdonó. Nunca dejó de contarlo en cualquier ocasión, con culpa. Sé que cuando alzaba la voz me daba miedo. Sé que fumaba mucho, una cajetilla al día, que se quedó calvo tempranamente, que alguna vez usó bigotes, que viajó a México en un avión de PANAM. Sé que me gustaba chupar la pipa que él fumaba. Sé que en sus fotos norteamericanas se veía un joven con buen gusto para vestirse, flaco, que hacía pesas. Sé que era gruñón y caprichoso, pero también amable y que le gustaba engreír a su esposa e hijos.  Sé que le gustaba que lo llamasen “ingeniero”. Sé que amaba la playa, que solía beber mucho en reuniones o fines de semana, que se divertía con los programas cómicos (sobre todo le gustaban las vedettes) y que solía ir con mi madre a los café teatros en la época en que estaban de moda. Al cine, en cambio, iba poco. Sé que le gustaba comprarnos juguetes y que, pese a su sueldo y sus tres hijos, se las ingenió para que nunca nos faltara nada. Odiaba el fútbol, pero me compró un traje del Boca Juniors y chimpunes en la avenida Abancay. Sé que un día hicimos, con toda la familia, un viaje muy arriesgado, en el escarabajo celeste, hasta Samegua. Y en ese viaje aprendí a leer, deletreando los carteles. Sé que le gustaba muchísimo comer, que engordó demasiado a partir de los cincuenta años hasta llegar a ser obeso, y que le gustaba cocinar los fines de semana, aunque no era un cocinero muy talentoso. Sé que le afanaba componer cosas siempre con la herramienta adecuada, y que solía silbar mientras la arreglaba. Y que se ponía de malhumor cuando no lo ayudábamos alcanzándole las herramientas. Sé que solía perder los papeles cuando estaba nervioso, se ponía colorado de la ira y fumaba más. Sé que cuando era niño me hizo unas alas de ángel enormes con platinas y tecnopor, que incluso podían moverse gracias a un ingenioso mecanismo. Sé que nos traía del trabajo centenares de hojas fotocopiadas para que mi hermano y yo dibujásemos, y en ellas escribí mis primeros cuentos. Sé que no comprendía por qué yo era un niño callado, al que no le gustaba ni la playa ni los mariscos como a él. Sé que se volvió muy religioso cuando murió mi abuela, su madre. Sé que, cuando me empezó la vanidad adolescente, se esforzó muchísimo por comprarme ropa de marca, lo que nunca hubiera hecho por sí mismo. Sé que un día, cuando yo tenía once años, paseamos abrazados por el parque Kennedy y me llevó a comer una hamburguesa en un restaurante de moda en la avenida Larco, y que ese día fue el más feliz de mi vida con él. Sé que aprendió a poner inyecciones cuando supo que ese era el único remedio contra mis ataques de dolor de estómago por culpa de la angustia. Sé que al verme un adolescente tan flaco y tímido pensó que nunca podría hacer nada en la vida.  Sé que un día, luego de mi fracaso en el baile de graduación, cuando le confesé que no me sentía igual a los demás chicos de mi colegio, que no podía bailar con ninguna chica ni hablar con alguien de mi edad de manera frontal, y que solo quería leer y ser escritor, me llevó a comprar libros a la avenida Grau y también donde mi primera psicóloga que me diagnosticó fobia social. Sé  que se sintió muy orgulloso de mí cuando ingresé en buen puesto a la universidad, cuando tuve una primera novia, cuando me fui a vivir solo, cuando publiqué mi primer libro. Sé que recortaba todos los diarios en donde aparecía mi nombre, que grabó todos los programas que dirigí en la TV por siete años, que le encantaba que reconocieran su apellido y le preguntasen si era “algo” del escritor. Llegó a saber más de mi carrera literaria que yo mismo. Sé que se emocionaba con cada viaje literario que yo hacía a ferias de libros o encuentros de escritores y que me esperaba atento para que le contase una historia de cada lugar, historias que jamás llegaron a ser contadas porque yo no solía hablar de ellas. Sé que celebraba cada logro mío como suyo. Sé que, con los años, esa celebración siempre estaba acompañada por lágrimas porque se había vuelto muy sentimental. Y porque, por alguna extraña razón, había decidido que mi obstinado silencio cuando visitaba su casa, y mi carácter siempre huraño, significaba que no lo quería. Sé que nunca leyó un libro mío. Sé que fue un abuelo maravilloso con mi hijo y mi sobrino, quienes lo llamaban gordis y solían intentar golpearle la panza o hacerlo enojar para huir de él. Sé que un día se me perdió un objeto muy valioso en el aeropuerto y me sentí muy frustrado. Él, sin decírmelo, hizo hasta lo imposible para recuperarlo en una inverosímil oficina de objetos extraviados. Sé que era un fanático lector de los manuales de instrucciones de cualquier objeto electrónico, que no echaba a andar hasta que no hubiese leído todas las páginas del manual. Sé que se convirtió en un cuervo luego de que lo despidieron del trabajo. Compraba, por kilos, polvosos LP, DVD o CD piratas y, cuando no estaba en internet intentando aprender algo, se pasaba horas enteras rotulándolos en su escritorio. Ahí también tenía una fábrica para arreglar los muñecos rotos de los nietos, con UHU y una paleta, además de una zona donde depositaba con sumo cuidado a los muñecos o les leía las cajas en inglés de sus juguetes. Andreas y Enzo lo llamaban “El sabio”, aunque siempre se quejaban de que después de que mi padre pegase sus juguetes estos no podían moverse más.

Sé que después de mi divorcio empezó a preocuparse excesivamente por mi estabilidad emocional. Sé que sufrió mucho cuando me separé de una novia que tuve años después y que luego de un arranque de furia que se complicó absurdamente, con intervención de la policía, empezó a sentir auténtica ansiedad por mi vida. Desde ese momento no dejó de pensar en mí con angustia. Sé que en una de sus recurrentes manipulaciones afectivas, las que yo había aprendido a ignorarlas desde que me fui de casa, en la misma sala de cuidados intensivos de un hospital luego de su primera isquemia, quiso hacerme creer que el derrame le vino por el estrés que le causaba mis noviazgos fallidos. O quizá tenía razón. Y ese momento, en vez de ignorarlo como siempre, decidí seguirle la corriente. Y entonces le enseñé las fotos de la chica con la que salía en ese momento, algo que jamás hubiera hecho antes, y le confesé lo enamorado que estaba de ella. Y sentí que se relajaba, que era feliz, y empezó a preguntarme por ella y yo solía contarle, por capítulos, esa historia de amor llena de detalles, como nunca lo había hecho. Era todo lo que podía hacer para distraerlo. Porque me di cuenta entonces de que mi papá tenía miedo de morir. No quería irse. Lloraba mucho. Se aferraba a la vida. Y por eso mismo, nunca le dije que mi relación con esa chica había durado pocos meses. Lo dejé irse de esta vida con la impresión de que, al fin, mi vida no era un caos. Y no me arrepiento de esa mentira blanca, llena de detalles ficticios que cada vez se parecían tanto al sueño que yo quería para mi vida. 

Sé que hace varios meses, justo antes del accidente que tuve en la rodilla, me despedí en silencio de él. No podía soportar más su decadencia física e incluso, lo confieso, empecé a sentirme molesto con él porque se aferraba a la vida, mientras mi madre iba quedándose sin fuerzas para ayudarlo y mi casa se convertía en un hospital. Así que un día en el que mi padre estaba consciente aunque inmóvil, sin que nadie me viese, me introduje en la habitación y le hablé al oído. No sé si me entendió. Sé que lloré mucho, le besé la mano como lo hacía siempre, le pedí que se dejara ir, que no luchara más, que todos cumplíamos un ciclo y él ya lo había cumplido. Le dije que todos estaríamos bien, que lo amaba, que me sentía orgulloso de él como padre, de cómo se esforzó por nosotros, y que por eso me esforzaba yo por ser un buen padre para Andreas. Le dije adiós. Desde ese día, aunque pasaron meses hasta el desenlace de hoy, evitaba entrar en su cuarto y verlo vegetando frente a la TV. Ya me había despedido, ya había iniciado aquel duelo largo que no terminará, no me hago esa ilusión, con esta carta. Un duelo que no terminará nunca, posiblemente, pero que se volverá un recuerdo cada vez más dulce y libre del dolor: aquella espera sin esperanza en que se convirtió esa temporada oscura y silenciosa que acaba de terminar.

La última vez que hablé de mi padre en público, con inesperada euforia además, fue el miércoles pasado, en una clase de Lecturas Dirigidas. Estábamos comentando La maleta de Serguei Dovlatov y por alguna razón su sentido del humor, esa manera de hablar de la rusa estalinista sin rasgo de odio o rencor acumulado, sino solo como una experiencia válida como cualquier aventura, me hizo recordar a mi padre. Mi madre siempre decía que él era experto para sentirse cómodo en cualquier situación imprevista. Cuando un bus, por ejemplo, que iba a Samegua tenía que detenerse en un pueblo perdido por culpa de un problema en la carretera, en vez de renegar él solía convertir el inconveniente en una anécdota que contaría miles de veces. Tomaba fotos, conversaba con los pobladores, buscaba un lugar donde comer y pedía el plato del lugar, y si era posible incluso anotaba la receta. Y se hacía amigos de todos. Luego, había que arrastrarlo para que subiera al bus y siguiese su camino. Siempre disfrutó así de la vida, como una aventura inesperada, dejándose sorprender por cada cosa que sucedía. Y le fascinaba contar esas historias extraordinarias en lugares ordinarios. Además, solía tener una pequeña maleta guinda con todos lo necesario, desde linternas hasta una navaja suiza, pilas (por alguna extraña razón, jamás botaba una pila descargada, ni un reloj inservible, ni ningún aparato eléctrico; los acumulaba todos al igual que centenares de papeles de antiguos trabajos sin ningún sentido), lapiceros, papel higiénico, cepillo de dientes, peine, pañuelos, un juego de destornilladores, una radio a pilas, cámara fotográfica, papel, imanes, lupas, etc.

El día que sufrió su primera isquemia, mientras estaba recostado en su cuarto esperando la ambulancia que lo llevaría al hospital, empezó a preparar su maleta de viaje. Yo llegué tarde esa vez, me fui directamente al hospital. Y no pude evitar ver la famosa maleta guinda a su lado y pregunté quién la había llevado. Cuando me dijeron que él mismo, mientras lo subían a la camilla, se había aferrado a su maleta me pareció increíble. Había estado a punto de morir, acababa de sufrir un acontecimiento neurológico grave, y no se había olvidado de la cámara fotográfica. Esa semana se quedó internado en la sala de cuidados intensivos. Solo podíamos ingresar de uno en uno. Cuando me despedí de él, mientras entraba mi mamá, fui directamente al baño. Y no pude evitar echarme a reír y luego ponerme a llorar con ternura. Como en todas las novelas de padres con hijos, desde la historia de Eneas llevando a Anquises sobre sus hombros, el padre al final termina convirtiéndose en el hijo. Y mi papá se había convertido en ese momento en mi hijo, en el propio Andreas, cargando sus bolsa de juguetes para todos lados. Desde ese día, un jueves santo del 2009, hasta hoy que le besé la mano por última vez, cada beso que le daba a mi papá era distinto. Era al revés. Era como el beso cuidadoso y dulce que un padre le da a su hijo. Se había convertido en mi hijo y yo quería protegerlo. 

Sin embargo, a medida que pasan las horas y no puedo dormir pensando en él, mi padre deja de ser el cadáver con una venda alrededor de la cabeza y algodones en la nariz que vi en la clínica; el hombre esquelético de ojos grandes que miraba televisión en su cama; el gordo bonachón y en bata que nos recibía con alegría en el hospital; y va convirtiéndose en el señor de corbata que regresaba del trabajo y se preocupaba por el bienestar de su familia y por cumplir el compromiso que asumió cuando se enamoró de su prima hermana. 

Desde hoy, mi padre ha vuelto a ser mi padre.      

Hay 11 Comentarios

A MI PADRE LO PERDI HACE UNAS SEMANAS ES ALGO MUY TRISTE ALGO QUE NO SE PUEDE DESCRIBIR PORQUE ESTU PADRE Y LO QUIERE CON TODAS TUS FUERZAS Y DICES PADRE NO MEDEJES SOLO QUIERO TENERTE VIVO AUN CONMIGO DE VERDAD QUE ME SIENTO TRISTE MUY APENADO INO TENGO PALABRAS, MUCHAS VECES, PERO SIEMPRE RECORDARE ESTO...... EL SIEMPRE ESTARA VIVO CONMIGO PORQUE SOY PARTE DE EL ;QUIZAS NO SEA COMO MI PADRE LO FUE, TAN SEGURO DE SI, RESOLVIENDO PROBLEMAS CUANDO LO HABIA TAN QUERIDO MUY ESTIMADO POR LA GENTE PERO SABES QUE PADRE, VOY A SER CASI COMO TU FUISTES PADRE LO MEJOR POSIBLE EN TU NOMBRE HARE LAS COSAS LO MMEJOR QUE PUEDA SIEMPRE JUSTO HONESTO TRABAJADOR LUCHADOR ES LO UNICO PADRE QUE SIGAMOS CON TU RECUERDO HACIENDO LAS COSAS QUE TU HACIAS DE LA MEJOR MANERA

Venga tío, no me gustan tus opiniones pero con esto demuestras que eres un gran ser humano y que sangras como todos y demuestras que escribes como siempre: mejor de lo que opinas.

Gracias Iván,

Hace ya varios años que te leo y hoy es la primera vez que comento, me ha parecido hermoso lo que has escrito, esta Carta/Escrito/Testamento de la relación con tu padre, tantas cosas me parecen tan comunes en la relación con el mío.

Gracias Iván,

Te leo desde hace unos años y hoy es la primera vez que te escribo. Gracias por este relato/Carta/testamento de la relación con tu padre, tantas cosas encuentro tan similares.

Me desplomó.

...triste pero hermoso!

gracias

Hola, amigos. Me parece muy hermoso todo el cuadro de la relación con el padre; cada detalle revela mucho amor, mucha sensibilidad, mucha capacidad para valorar como buen hijo cada rasgo del padre. Una pregunta: ¿su papá hizo testamento? ¿Tenía también un monton de cláusulas como buen testamento de moqueguano?

muy bonito. y me parece una forma original de mantener en memoria a una persona que se ido. Me ha gustado mucho.

Gracias, bello y emotivo ajuste de cuentas con un padre.

Gracias por compartir este escrito. Mi padre murió hace tres meses y lo extraño muchísimo.

Afortunadamente, tuve una maravillosa relación con él y creo que aprendí de su temperamento esa inusual vocación de, al igual que su padre, sentirme cómodo en situaciones imprevistas.

Saludos desde Caracas.

ER

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Este blog se plantea hacer comentarios de actualidad sobre libros, autores y lecturas en menos de 1.000 palabras. Se trata de un blog personal, obsesivamente literario, enfermo de literatosis, como diría JC Onetti, según la regla que la literatura es un vano oficio, pero jamás un oficio en vano.

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Ivan Thays

Ivan Thays. (Lima, 1968) Autor del libro de cuentos Las fotografías de Frances Farmer y las novelas Escena de caza, El viaje interior, La disciplina de la vanidad, Un lugar llamado Oreja de Perro, Un sueño fugaz y El orden de las cosas. Ganó en el 2001 el Premio Principe Claus. Fue finalista del premio Herralde 2008. Fue considerado dentro del grupo Bogotá39 por el Hay Festival. Sus novelas han sido traducidas al francés, italiano y portugués. Dirigió durante siete años el programa televisivo Vano Oficio. Actualmente administra el comentado blog Moleskine Literario.

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