Vano oficio

Sobre el blog

Este blog se plantea hacer comentarios de actualidad sobre libros, autores y lecturas en menos de 1.000 palabras. Se trata de un blog personal, obsesivamente literario, enfermo de literatosis, como diría JC Onetti, según la regla que la literatura es un vano oficio, pero jamás un oficio en vano.

Sobre el autor

Ivan Thays

Ivan Thays. (Lima, 1968) Autor del libro de cuentos Las fotografías de Frances Farmer y las novelas Escena de caza, El viaje interior, La disciplina de la vanidad, Un lugar llamado Oreja de Perro, Un sueño fugaz y El orden de las cosas. Ganó en el 2001 el Premio Principe Claus. Fue finalista del premio Herralde 2008. Fue considerado dentro del grupo Bogotá39 por el Hay Festival. Sus novelas han sido traducidas al francés, italiano y portugués. Dirigió durante siete años el programa televisivo Vano Oficio. Actualmente administra el comentado blog Moleskine Literario.

Los libros que más he regalado en mi vida

Por: | 23 de abril de 2014

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Foto: Ginny

Hoy, 23 de Abril, Día Internacional del Libro, es usual buscar recomendaciones de libros para regalar. Comprar libros se convierte en una tradición que debemos incentivar (aunque deberíamos incentivar más la de leer los libros que compramos o recibimos de regalo). Como me gustan las fechas, y también me gustan las listas, he elaborado una lista que puede titularse "Los libros que más he regalado en mi vida". Son títulos que, por diversos motivos, siempre termino regalando. Incluso podría decir que tengo en mi casa varios de ellos para que la ocasión de regalar un libro (como un 23 de abril) no me agarre con las manos vacías.

Aquí mi lista de los cinco libros que más he regalado en mi vida, y que me encantaría poder regalárselo a cada uno de ustedes este Día Internacional del Libro.

1.- La verdadera vida de Sebastian Knight de Vladimir Nabokov

Un libro hermoso, un libro triste. La historia de un sujeto que busca los detalles de la vida y la muerte de su célebre hermano, escritor genial y hombre caído en picada. Una biografía a retazos y también una novela de intrigas y amores fatales. Por alguna razón, pensé que este libro era una metáfora de mi alma: el alma de un adolescente y luego de un señor bastante melancólico. Cada vez que me enamoraba de una muchacha, le regalaba este libro, con la esperanza de que lo leyese, comprendiese mi alma y me amase de inmediato. Nunca ocurrió. No lo he vuelto a regalar más. Pero da lo mismo que nunca haya cumplido con mis expectativas, me alegra haber regalado tantas veces un libro tan estupendo. Es una novela inicial poco mencionada en la obra de Nabokov, con algunas fallas evidentes en la trama, pero cuya intensidad y pasión amorosa - ingenua y dulce al mismo tiempo- solo en contados pasajes la he visto recuperada en su innegablemente brillante obra posterior. 

2. Otras tardes de Luis Loayza

No existe ningún libro que represente mejor el espíritu de Lima, esa identidad mortecina y lastimera como la garúa, que estos cuentos de Luis Loayza. Son solo cinco cuentos, pero cada uno de ellos es una obra de arte, una pieza de relojería muy fina, que nos conducen a un gran final donde el indeciso clima limeño es el protagonista. Cuentos como "Enredadera" o "La segunda juventud" han quedado impregnados en mí para siempre. Regalar este libro es como arrojar botellas al mar: siempre espero que llegue a manos de alguien que consiga que la obra de Loayza (huraño por naturaleza y, por ello, ajeno al mundo editorial, sus egos revueltos y el autobombo) sea tan leído como se merece.

3. Poemas de Jorge Eduardo Eielson

"¿Has leído a Eielson?" Esa es mi única pregunta, mi solitario truco, cuando me enfrento a alguien que me habla de la extraordinaria poesía peruana. Eielson, junto a José María Eguren, es el poeta peruano que más admiro. Su obra siempre me ha parecido luminosa, inteligente, imprevista, adelantada por décadas a todo. Su vanguardia es impecable, la manera en que interpretó la filosofía zen y condujo sus versos hacia el silencio (su gran motivo literario) es magistral. La poesía de Eielson brilla en los vacíos, en los versos que no escribe o aquellos cuyas palabras se recortan, se hacen invisible, se callan o se agotan. Una sola sílaba en Eielson puede ser un estallido de iluminación tan maravilloso como un poema de versos innumerables. 

4. Mientras escribo de Stephen King

No soy fan de los manuales para escritores, ni de los libros con recomendaciones literarias, ni de las obras que nos enseñan a escribir. Las leo y me aburren casi siempre. Sin embargo, enganché de inmediato con este libro de Stephen King -de quien he leído muy poco- porque me gustó su honestidad de escritor que solo quiere contar historias. Como profesor de talleres, lo suelo regalar a mis alumnos y recomendarlo mucho. Sus consejos, buenos o malos, interesantes u obvios, no son tan importantes como su mensaje detrás del libro: solo te harás escritor escribiendo, amando escribir, buscando que el escribir sea todo el sentido de tu vida. Stephen King se presenta en este libro en aquello que Vargas Llosa llamó "un escribidor", en homenaje a Pedro Camacho. Y quien esté familiarizado con La tía Julia y el escribidor sabrá que uno puede aprender muchísimo de los escribidores, tanto como de los grandes autores, porque su mensaje nunca falla: persiste.

5.- Hijo de Jesús de Denis Johnson

Es un libro de cuentos extraordinario, sin duda, digno de ser regalado. Pero nunca lo he regalado. ¿Qué hace en esta lista? Pues resulta que lo he comprado cinco veces en toda mi vida, y las cinco veces se ha perdido de mi biblioteca. No sé si mi vehemencia al hablar de Johnson, y en especial de esta colección de relatos, hace creer a mis visitantes que pueden llevarse el libro y no devolverlo. Pero sucede. Lo peor es que hasta hace unos meses era inhallable, así que la hazaña de conseguir un ejemplar le daba mayor valor al robo. Y estuve a punto de devolver el golpe, robármelo de la casa de una amiga cuando vi un ejemplar naufragando entre libros que no me apetecían. No me lo robé y el mundo me recompensó: Mondadori sacó hace poco una reedición de Hijo de Jesús y la tengo en mi casa. Escondida, desde luego.

La fiesta de Lima

Por: | 26 de marzo de 2014

  Bienaldiego

Foto: Diego Salazar

"¿Quién va a ganar el Mundial?" La pregunta va paseando de grupo en grupo entre los escritores invitados a la I Bienal de Novela Mario Vargas Llosa. La respuesta es, casi categóricamente, Alemania. "¿Y quién va a ganar el Premio de Novela de la I Bienal?" Ahí sí que no hay una respuesta inmediata. El extraordinario año que ha tenido Rafael Chirbes y En la orilla, considerado por casi todos los suplementos literarios como la mejor novela del 2013, hace pensar que es bolo fijo. Pero la figura de Juan Gabriel Vásquez, probablemente el narrador latinoamericano contemporáneo con mayor proyección, hace soñar a quienes consideran que esta primera vez el premio debe ser para un latinoamericano quien participa, además, con una "nouvelle" impecable: Las reputaciones. Y aunque en las quienielas la figura de Juan Bonilla parece el tercero en discordia, tampoco hay que mirarlo de reojo. Viene de atrás pero luego de su presentación de ayer, su sentido del humor y el atractivo tema de su novela, Prohibido entrar sin pantalones, tiene lo que necesita para dar pelea hasta el final.  

Lima es ahora una fiesta. Alrededor del hotel, de los almuerzos y las cenas, de las presentaciones, los escritores invitados se abrazan, se reencuentran, comparten, sonríen, conversan y discuten mientras Daniel Mordzinski consigue nuevas fotos memorables: "La mayoría de escritores tienen una pose única: la pose de escritor. Les cambias la pose y trasciende el ser humano. Así de sencillo es mi trabajo", se justifica Daniel, pero el resultado no es tan simple. Al contrario, sus imágenes tienen un nivel de profundidad asombrosa. En su presentación en la Universidad Cayetano Heredia, a ritmo de Astor Piazzola, me ha escarapelado el cuerpo con las fotos en blanco y negro de tres grandes poetas peruanos que ya no están: Antonio Cisneros, Blanca Varela y Emilio Adolfo Westphalen.

Juan José Armas Marcelo es el motor de esta fiesta que tiene a Mario Vargas Llosa como la figura central. Ambas personalidades, una extrovertida (la de Juancho) y la otra más bien apacible, son un complemento perfecto. En la combinación de ambos se sostiene una verdad insoslayable: aquí se ha venido a hablar de literatura. Y aunque la reciente venta de Alfaguara y otros sellos a Penguin Random House, la muerte del ex presidente Suárez, el Mundial de fútbol, los nuevos formatos para leer y un largo etcétera pueden distraernos de esa verdad, basta unos minutos para regresar al primer amor que todos los invitados compartimos: el incondicional amor a los libros.

Pero si es estupendo ver caminando por Lima a Mario Vargas Llosa, Sergio Ramírez, Luis Rafael Sánchez, Nélida Piñón, Alonso Cueto, Rosa Montero, Javier Cercas y un largo etcétera que incluye autores peruanos y extranjeros (sin olvidar a los hombres del momento, los finalistas Juan Bonilla y Juan Gabriel Vásquez, a los que se suma Rafael Chirbes, que no pudo estar presente) es aún más extraordinario ver las salas de las universidades -algunas muy distantes- y las mesas redondas en los museos repletas de personas que se han trasladado hasta ahí para escuchar a esos escritores. Es una felicidad que humedece los ojos a quienes, como yo, siempre apostamos por el Perú como una plaza literaria digna a tener en cuenta.

¿Por qué? Porque nuestras carencias pueden convertirse en posibilidades.

El Perú es un país donde la literatura no tiene apoyo sostenido de parte de ninguna institución. Un país donde la palabra "culto" o incluso "lector" se considera en un insulto, un esnobismo, un elitismo. Un país donde no existen bibliotecas públicas y los diarios eliminan sus páginas culturales para privilegiar páginas de espectáculos, gastronomía o moda. Donde los libros son tan caros como en cualquier parte del mundo, pero aquí ganamos menos que en esos países, y aunque las tablets y los smartphones se han masificado, el libro electrónico aún es un sueño de Quijotes. Un país sin librerías en provincias, un país donde el Plan Lector es un buen negocio para algunas editoriales, pero no construye una verdadera consciencia lectora, una educación literaria sólida ni una identidad cultural. Un país donde la posibilidad de leer se complica más a medida que uno se interna en la sierra o la selva. Y en ese país, bombardeado por medios de comunicación de contenidos vacíos, con profesores sin mayores luces para guiar a sus alumnos y con alumnos que egresan del colegio con una mínima comprensión de lectura; en ese país que es el mío, digo, cada vez que se anuncia un evento literario, una feria del libro o un encuentro entre escritores, las personas (no los snobs, no la élite, sino los ciudadanos, los pobladores, todos al fin y al cabo) se llenan de entusiasmo y asisten en masa, hacen colas para entrar, piden fotografías o autógrafos a los escritores, levantan las manos para hacer preguntas. He visitado muchas ferias de libros y he asistido a muchos encuentros, en América, Europa e incluso África. Y puedo decir, sin exagerar el patriotismo, que en ninguno de esos países ni esos eventos he visto la devoción y la necesidad que tiene el público de asistir no solo a las conferencias de los nombres consagrados, sino a todas las conferencias. Y ríen y participan, y se emocionan y aplauden. Eso tiene que ser un indicador. Hay algo que no calza bien entre la cantidad de personas que asisten a eventos literarios y la poca venta de libros o la baja comprensión de lectura. Tenemos que descubrirlo de qué se trata para convertirnos en un verdadero país lector.

En todo caso, eso queda para el análisis. Yo solo dejo aquí el testimonio de algo que siempre supe, y que ahora mismo lo vivimos con entusiasmo: el Perú es un país extraordinario para organizar eventos literarios. Es un país agradecido. Hoy la fiesta es en Lima, mañana puede ser en Arequipa, Trujillo o Cuzco. En esta I Bienal Mario Vargas Llosa, las gracias y los aplausos finales, en todas las mesas y presentaciones, no deben ser solo para los grandes escritores participantes sino también para el estupendo público asistente.

Unos y otros no están regalando unos días inolvidables.   

Mi padre ha muerto hoy

Por: | 09 de marzo de 2014

Padre1

Foto: Gianlucca Ruggiero

Pido disculpas a los lectores de este blog literario por el off topic. El 7 de marzo del 2011 murió mi padre. El pasado viernes se cumplieron tres años de su muerte. Uno suele pensar que las relaciones con las personas terminan cuando desaparecen, pero no es así. Durante estos tres años, la relación entre mi padre y yo ha ido madurando, creciendo, con idas y vueltas, con peleas y reconciliaciones, tal como era cuando estaba vivo. Pero desde hace unos meses, al final creo que él y yo encontramos el nudo de todas nuestras confrontaciones y con el amor de padre e hijo, hemos intentado los dos desatar ese nudo. Un trabajo duro, pero al fin creo que el nudo ha dejado de estar ahí, enturbiando todo, impidiendo que el amor que sentimos el uno por el otro fluya. Y ahora fluye naturalmente, como siempre debió ser: un amor incondicional. Por eso, quiero colgar aquí este texto que escribí hace tres años y lo pudieron leer solo mis amigos de Facebook. En homenaje a los tres años de su muerte y a nuestra reconciliación, lo comparto con ustedes. 

MI PADRE HA MUERTO HOY

Y al fin llegó la llamada que estaba esperando desde hace meses. Y fue tal como la había previsto: mi hermana llorando en el teléfono, confundida, desesperada incluso, diciendo que mi padre había fallecido. Me sonó rara, eso sí, curiosa, la elección del verbo “fallecer”. Tan impersonal, tan diferente a lo que ella es y a lo que mi padre era. Tan burocrática. Tan protocolar. 

Mi padre ha muerto. Un lunes 7 de marzo a las dos de la tarde.

No fue una sorpresa. Hace un año y cinco meses mi padre sufrió una isquemia cerebral, la segunda grave en el mismo 2009, que lo fue minando poco a poco. Perdió el habla, le costaba escribir en la pizarra mágica que le conseguimos, perdió poco a poco los gestos, la capacidad de alzar la mano derecha, y al final solo le quedaron los ojos inmensamente abiertos. Mi madre insistía en que era capaz de reconocer al hijo menor que volvió de visita de España, a la hija que había dado a luz su primera nieta, al hijo en muletas que se fracturó la rodilla en un accidente. Yo pienso que no. Y si lo hacía, esa breve iluminación duraba solo unos segundos y luego volvía a su profundidad, aquel mundo subacuático o limbo donde había quedado estacionado.

Todos los días, desde hace meses, rezaba porque pudiese descansar en paz, porque dejase de luchar, porque se dejase ir. Todos los días, pero nunca con tanta vehemencia como este domingo. Y parece que esa fuerza fue el impulso final que necesitaba para partir. Dice Santa Teresa que se llora más por las plegarias atendidas que por la no cumplidas, y tiene razón. Aun así, volvería a pedir lo mismo.

Mi padre no era una persona compleja, pero siempre fue un enigma para mí.

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Los falsos maestros de la felicidad

Por: | 26 de febrero de 2014

Boojk

Foto: Delicate One

Es un lugar común decir que los libros de autoayuda son malos porque entregan sus mensajes “masticados” y listos para digerir al lector. No hay ninguna exigencia, las frases están escritas de manera simple, directa, subrayables. La verdad es que no veo la necesidad de que los libros de autoayuda sean complejos. ¿Por qué tendrían que serlo? Salvo al desatinado y arrogante de Paulo Coelho, quien suele enfrentarse con James Joyce y William Faulkner y acusarlos de haber “corrompido” a los lectores con sus complejidades, dudo mucho que un autor de autoayuda desee compararse con ningún autor, y menos aún con una celebridad literaria muerta. Su público es otro, su razón de escribir es otra, sus editoriales son distintas. Y, claro, sus ventas también son otras, aunque eso no es lo importante en este post.

Confieso que admiro mucho a los autores de autoayuda y su deseo de influir positivamente en la vida de las personas, a través de la lectura. No son los libros que compro ni leo, pero sí los mensajes que busco. Y lo más interesante es reconocer que esos mensajes de “autoayuda” (me permitirán las comillas, que no significan en este caso ironía ni burla) pueden estar dentro de obras de mayor calado literario. 

Hace unos años me encontré en un libro sobre la Enciclopedia Francesa y los enciclopedistas (nadie puede considerar un libro así como autoayuda, supongo) con una anécdota sobre Diderot y un ciego. Había entrevistado a un ciego de nacimiento y la última pregunta fue si le pediría a Dios, en caso pudiese hablar con este, que le diera el don de la vista. El ciego, quien reconocía los objetos palpándolos y con los brazos extendidos, le dijo que no, de ninguna manera. Si pudiera hablar con Dios, aclaró con determinación, le pediría “brazos más largos”.

Las consecuencias del bello mensaje de la respuesta del ciego de Diderot perduran hasta ahora en mí. Introduje el pasaje en mi novela Un lugar llamado Oreja de perro  y empecé a aplicarlo a mi vida. Hay cosas que no nos pertenecen, cosas que creemos que son nuestras pero en realidad no lo son. Una pareja, un hijo, un inmueble, la familia, una joya, un premio, el éxito o el fracaso, el dinero, una bicicleta, un aparato electrónico. Cuando perdemos aquello que consideramos como nuestro, pensamos erróneamente que nos están arrebatando algo, sin deternenos a pensar que en realidad nunca nos perteneció. Si decidimos pedirle algo a Dios, o a cualquier ser superior en el que uno crea, no deberíamos pedirle que nos dé lo que no podrá ser nuestro, sino que nos ayude a comprender y disfrutar lo que sí nos pertenece.

Algo parecido me sucedió leyendo la biografía de Charles Schulz, el creador de Peanuts. Su biógrafo David Michaelis comentó que la filosofía de Schulz, cuando era un joven sin éxito que quería encajar algunas de sus caricaturas de soldados o de niños, era enviar sus trabajos a muchas partes, desde las revistas más célebres hasta las provincianas y pequeñas. Por consiguiente, cuando recibía una nota de rechazo, sabía que había diez o más oportunidades más  por ahí de que le acepten otra. Nunca se desanimaba. Y si esas diez eran rechazadas, para entonces ya había enviado nuevas caricaturas, nuevas oportunidades. Me pareció un hermoso consejo de vida. La acción  antes que el deseo, el sueño o la planificación. La vida no es un camino de una sola vía, sino un camino lleno de oportunidades, un tablero donde los jugadores no están obligados a apostar a un color o a un número concreto, sino que pueden hacerlo a todos, absolutamente a todos, todo el tiempo. 

El lema más repetido de John Lennon, el que se escribe en paredes y memes de Facebook, es la estrofa final de una tierna canción dedicada a su hijo Sean (una canción de cuna y, al mismo tiempo, una despedida). Es un consejo que un padre le da a su niño antes de dormir, y también una de las frases más ciertas –y expresada con brillante estilo y perfecta concisión- que pueda decirse sobre qué significa vivir, ser feliz, o por el contrario tener miedo a la vida, y no permitirse el simplemente fluir: “La vida es aquello que sucede mientras haces planes”. 

La gran literatura, como cuaquier arte, está llena de mensajes positivos, de una alta vibración espiritual y de ejemplos de vida, tanto como cualquier libro de autoayuda. Entonces ¿por qué despreciamos a estos?

Probablemente porque sus autores pretende imponerse como maestros o gurús de la felicidad. Algunos son complejos, como Jodorowski, otros más bien triviales como Paulo Coelho, y también hay  espirituales como Osho, pero cada uno de ellos, de alguna manera, insisten en considerarse maestros que nos conducirán a la felicidad. Eso es mentira, cuando no una estafa.

Krishnamurti –el gurú que nunca aceptó serlo- dijo algo muy cierto: hay que estar muy extraviado en la vida para buscar un gurú, y aún mucho más perdido para aceptar convertirse en uno. 

No debemos confundir felicidad con bienestar. El bienestar se puede adquirir. La felicidad no se puede enseñar, ni hacer nacer ni provocar. No es algo que se conseguirá pensando positivamente y menos aun invocando al Universo para que active su Ley de la Atracción. No hay posibilidad de ser feliz aferrándose a la vida con voracidad. No se puede conseguir la felicidad sin el desapego. Y el desapego, el verdadero desapego, salvo que seas un Iluminado, solo se consigue con el tránsito a la muerte, como nos lo enseñó esa obra maestra de León Tolstoi llamada “La muerte de Iván Ilich”.

Los falsos maestros de la felicidad, entonces, son doblemente falsos. Son falsos porque la felicidad no se puede enseñar con frases ingeniosas o historias alegóricas o mágicas, y falsos porque resulta absurdo considerarse a sí mismo maestro. No necesito de un profesor de Yoga certificado, ni de un coach espiritual ni de un guía de meditación. Si observo el comportamiento de los animales, si miro atentamente a un barrendero que aparece frente a mi casa todos los días a las seis de la mañana a hacer su trabajo sin mayores pretensiones, podré aprender todo lo que necesito saber. 

No existe ningún arte en ser maestro, el verdadero arte consiste en ser discípulo.

La literatura como carrera de caballos

Por: | 21 de enero de 2014

Caballos

Foto:Krzysztof Duda

¿Cómo evitar que la literatura se convierte en una carrera de caballos? Leo las listas de fin de año en diversos países, incluyendo la mía, y no puedo dejar de sentir la mala conciencia de que estoy contribuyendo (con mi lista y con mis lecturas) a que la literatura sea una actividad de hipódromo. ¿Quiénes son los mejores? ¿Cuáles han llegado a la meta? ¿Quién le ganó a quién? 

No me malinterpreten. Me encantan las listas. Por eso las hago, las leo y las posteo en mi blog Moleskine Literario. Pero es inevitable coincidir con Julio Ortega quien, antes de hacer su lista de Lo mejor del 2013, expone el siguiente reparo: "las listas que hacemos no proponen un canon ni disputan la posteridad. Más bien, testimonian el gusto literario, esto es, nuestra propia fugacidad." Aquello de la fugacidad me parece atinado. Me doy cuenta de que mi lista de "lo mejor de fin de año" cambia a menudo, con los días, con cada lectura pendiente. No se puede redactar dos veces la misma lista. Por ello, las listas son, en efecto, fugaces como el éxito literario (o la vida misma: un sueño fugaz). La actitud de Ernest Hemingway ante las reseñas de sus obras me parece la correcta: "No hagas caso a las críticas buenas, porque entonces tendrás que creerte también las malas". Ojalá Hemingway hubiera seguido su propia receta. Siempre quiso ser el mejor.

Sin embargo, el tema de este post no es la veleidad de las listas, sino de la literatura misma. ¿Cómo evitar que se convierta, pregunté al inicio, en una carrera de caballos? Es natural que para los críticos literarios, para los agentes, para los editores, para los lectores, cualquier actividad humana se reduzca a ganadores y perderores, el que está arriba, el que está abajo. Pero los artesanos, es decir los que están escribiendo los textos, ¿cómo pueden sacudirse la idea de estar metidos en una loca carrera sin meta posible?

Hace un tiempo se me ocurrió un método. Un método infantil, si quieren, aunque yo prefiero calificarlo como desesperado. Decidí escribir un libro infinito, un libro que no pueda terminarse de escribir jamás. Un libro compuesto por frases o ideas, nunca de más de cinco párrafos, en torno a un tema (en este caso es la aviación comercial, mi bestia negra), que no guarde coherencia entre párrafos ni tenga límites. Un libro que sea, al mismo tiempo, crónica social y diario íntimo. He ido escribiendo ese libro desde hace años, alimentándolo, sin intención de publicarlo. Aunque tampoco me niego ante la posibilidad de publicar algunos fragmentos. Da lo mismo. Se trata de no pensar. Simplemente, ejercitar el delicioso oficio de escribir sin saber a dónde se llega, sin metas, sin carrera de caballos, sin deseos de cambiar nada ni de cumplir con nadie.

Paralelamente, escribo mis novelas más convencionales. Pero la escritura de ese otro libro un poco absurdo (que ni siquiera es original: puedo citar a Braillard, Perec, Markson como antecedentes) me salva y me devuelve al origen de la escritura. Cuando estoy escribiendo una nueva novela y empiezo a considerar que podría publicarse, y entonces la cara del lector aparece diciéndome qué hacer o qué espera leer, y luego me imagino las futuras reseñas y qué dirán, detengo de inmediato su escritura y me arrojo a los brazos de mi libro improbable. Tomo oxígeno para volver a comenzar. Es entonces que recupero la fe en la literatura que suelo perder, por ejemplo, cuando reviso las listas de lo mejor del año mientras me pregunto en qué momento el placer enorme de hacer lo que nos da la gana se transforma en una densa, aburrida y burocrática carrera de caballos.  

Esto no es para ti

Por: | 08 de enero de 2014

Simonscott

Foto: Simon Scott

Le debo a los hermanos Sanseviero, de la librería "Sur", el descubrimiento de La casa de hojas de Mark Z. Danielewski, publicado en una coedición de Alpha Decay y Pálido Fuego. Uno pensaría que un libro como este, cuya traducción y edición debió ser un trabajo complicadísimo, nunca se traduciría al castellano. Y menos aún que, de traducirse (finalmente el reto lo asumió Javier Calvo), llegaría alguna vez al Perú (y tan pronto). Pero todo eso ha sucedido. Todo ello le suma un aura casi mágica al maravilloso acontecimiento literario de poder leer esta novela voraz y ambiciosa.

A diferencia del año pasado, que me convertí en una máquina de leer y para esta fecha tenía cuatro o cinco libros terminados, el 2014 me ha cogido disperso. Leo un libro, lo cierro, abro otro, y así ando con diez libros que avanzo paralelamente (en Kindle e impresos) sin animarme a terminar ninguno. Esa es la única razón por la que no he concluido Casa de hojas, que leo a cucharadas y la disfruto con paciencia y el placer de quien sabe que la experiencia no podrá repetirse, porque ya nadie escribe cosas así. Desde hace años no leía un libro que conjugase con tanto acierto el talento literario con la necesidad de innovar formalmente. 

El libro me ha conducido a discusiones literarias de principios de la década de los 90. Entonces, Mario Bellatin me hacía notar cómo los críticos peruanos calificaban unánimemente de "experimental" o de "vanguardista" sus primeras novelas. Eran adjetivos justos para su obra, pero estos reseñistas se las amañaban para convertirlos en insultos o menosprecios. "Es una novela experimental" significaba que estábamos ante una novela menor, interesante pero lejos de esa Gran Novela Peruana de la que apenas sabíamos algunas características: realista, lineal, política, con referencias explícitas al país, con un argumento sólido; es decir, que contase una experiencia tangible y, de ser posible, transferible. Nada de eso eran las novelas de Bellatin. Experimental, pues. Luego se puso de moda el término "metaliterario" para juzgar -con el mismo menosprecio- las obras literarias que no cumpliesen con el deber antes expuesto.

(No solo en Perú fue recibida con esa frialdad la obra de Bellatin. Recuerdo un crítico español -ya fallecido- quien solía denunciar en los diarios españoles la estafa detrás de esas novelas brevísimas, todas ellas muy parecidas entre sí, que cometían el pecado de no continuar la estela de don Benito Pérez Galdós).

¿En qué momento calificar algo de "experimental" fue un insulto?

Leo el libro de Danielewski y no dejo de aplaudir cada uno de sus experimentos formales que conducen la novela a lugares insospechados. "El Moby Dick del género de terror" la ha calificado Stephen King y pienso en lo trivial que podría ser esta novela contada sin asumir las rupturas formales (es decir, contada por King). Sin embargo, esa hipótesis es imposible, porque La casa de hojas solo puede existir con la forma en que está escrita. Un "laberinto" o "puzzle posmoderno" lo ha calificado Javier Blánquez, quien ha enumerado algunas de las huellas explícitas que ha dejado dispersas Danielewski

"Una novela no es lo que nos han dicho que era, no es un objeto tan limitado como nos quieren hacer creer" dice Danielewski en una entrevista con Xavi Ayen, donde también declara: "Quise capturar la entera experiencia de leer, de vivir. No quise limitarme a la poesía, al ensayo, a la pintura... quise que estuviera todo eso en una sola obra."

Insisto: ¿En qué momento ser experimental se convirtió en una falta?

La respuesta está en la existencia de aquel "objeto limitado" que algunos editores y críticos literarios nos quieren vender como "novela", como lo ha aclarado el autor de La casa de hojas. La novela siempre ha sido un género ambicioso, una aspiradora de conocimientos y de historias, y por ello mismo es una forma literaria que se construye lejos de cualquier idea previa. Nadie puede prever qué va a resultar al meter tantas cosas en un saco. Es comprensible que la industria editorial necesite novelas en rediles, fáciles de vender y de éxito testeado entre los lectores, para seguir siendo un negocio. Menos entendible es que algunos críticos aplaudan esas novelas homogéneas, pero quizá también son parte del negocio. Sin embargo, todos deberíamos coincidir en que una novela extraordinaria no es aquella que los lectores quieren leer, sino un animal (a veces monstruoso, como visiblemente lo es La casa de hojas) que busca sus propios lectores.

Cuando a William Faulkner le pidieron un consejo para aquellos que leían tres veces sus libros y no podían comprenderlo, dijo: "que lo lean por cuarta vez". Ser "experimental" (ahora me escudo en las comillas para no definir lo indefinible) no debería ser una cualidad y tampoco un demérito en ningún autor; debería ser una exigencia que nace dentro suyo (y que muchas veces lo sobrepasa) desde el momento en que asume el reto de escribir una novela. Uno escribe con todo lo que tiene y, si es honesto consigo mismo, el resultado será una obra que, al mismo tiempo, incluye y desborda lo que ha leído antes o lo que consideraba que debía ser una novela. El primer sorprendido siempre es el autor.

¿Saben cuál es la frase con que empieza La casa de hojas? "Esto no es para ti". Exacto. De eso se trata, de saber que uno no escribe para ningún lector concreto, sino para lectores que empezarán a existir solo cuando se publique el libro. El día que escribes algo que es para ese "tú" que lo está esperando, la novela nace muerta.  

Mi balance literario del 2013

Por: | 30 de diciembre de 2013

Balanza

Foto: El Bibliomata

No he alcanzado a leer ni un centenar de libros este año, por lo que este balance es obviamente incompleto y no pretende tener esa naturaleza de “carrera de caballos” que comparten las listas de Lo Mejor del Año. De todos modos, quería decir algo sobre mi 2013 literario, un año lleno de descubrimientos y de mucho trabajo.

Los mejores libros publicados 2013

1.- Canadá de Richard Ford (Anagrama)

2.- Así es como la pierdes de Junot Díaz (Mondadori)

3.- Gallinas de madera de Mario Bellatin (Sexto Piso)

4.- Esto no es una novela de David Markson (La Bestia Equilátera)

5.- Esquirlas de Ismel Prcic (Blackie Books)

La revelación del año: Nostalgia, de Mircea Cărtărescu, publicado en el 2012 y que leí en enero de este año. Su lectura me devolvió la fe en la capacidad de la ficción para insertarse en el mundo y convertirlo en un lugar diferente. Dejé constancia de mi admiración en este enlace y en esta reseña.

La decepción del año: Aunque hace años dejé de ser un fan de Murakami, el cariño que le tengo a Tokyo Blues siempre me lleva a darle una nueva oportunidad. Los años de peregrinación del chico sin color (Tusquets) no es una novela pretenciosa ni fallida, como otras suyas, sino una novela sin fuerza, sin exigencia, absolutamente innecesaria incluso en el irregular conjunto de su obra.

El evento del año: Este año asistí al Congreso de las Academias de la Lengua en Panamá y fui blogger de este evento. Escuché conferencias interesantes, discusiones que pensé que a nadie le interesaba, no solo sobre el futuro de la lengua sino también sobre su pasado. Fue una experiencia impresionante para un no académico como yo, que agradezco.

Lo feo del año: La muerte del editor Gonzalo Canedo precipitó la desaparición de la editorial Libros del Silencio y cerró una puerta maravillosa para publicar autores desconocidos, y rescatar autores extraviados. Hará falta.

La editorial del año: Este año me he puesto al día con el catálogo de la editorial Blackie Books, que empecé a conocer gracias a La pesca de la trucha en América de Richard Brautigan. Un catálogo estupendo, repleto de riesgos, la mayoría de ellos exitosos. Y el buen gusto de la edición es impecable.

El escritor del año:  Alice Munro. Este año el premio Nobel no solo devuelve el estatus al cuento sino que reconoce a una autora retirada de la celebridad literaria, que había anunciado su retiro, dedicada al ejercicio literario como una misión de vida. Una decisión inapelable que alegró a la mayoría (a diferencia de la discusión que ocurrió con el Nobel 2012 a Mo Yan).

La pérdida del año: Aunque todas las muertes son lamentables, la muerte del exquisito Álvaro Mutis ha calado en el mundo literario de nuestro idioma. Irremplazable.

El blog literario del año: Desde hace años considero a Ricardo Baduell como el mejor lector que conozco. Su análisis literario es penetrante y puede desarmar y reconstruir una obra desde sus cimientos, con inteligencia y buen gusto. Este año me hice adicto de su blog "Refinería literaria" donde las reflexiones literarias, sobre el arte o culturales, se entrelazan con las personales. 

Finalmente: Como en el 2013, este año también quiero agradecer a todos los lectores de "Vano Oficio", y a la gente del diario "El País" digital, que sigue confiando en mí pese a que el blog estuvo varios meses congelado. Un abrazo y feliz 2014. 

21 libros para el 2014

Por: | 23 de diciembre de 2013

BookTower

Foto: Loozrboy                    

Se terminó el año, un año lleno de trabajo (no necesariamente literario) para mí, razón por la cual tuve que dejar este blog por un tiempo. Espero retomarlo el próximo año con la misma frecuencia. A un día de la Nochebuena, en plena euforia de los regalos navideños, envío esta lista de deseos: los 21 libros que espero leer en el 2014. La mayoría de ellos están esperándome en mi biblioteca. Otros los iré consiguiendo poco a poco (por cierto, la lista que hice el año pasado la cumplí en un 90%).

1) Las Bellas Extranjeras de Mircea Cărtărescu (Impedimenta)

2) Bloody Miami de Tom Wolfe (Anagrama)

3) El hombre dinero de Mario Bellatin (Sexto Piso)

4) El libro de mis vidas de Aleksandr Hemon (Duomo)

5) El amante de A.B. Yehoshua (Duomo)

6) Muerte súbita de Álvaro Enrigue (Anagrama)

7) La historia de mis dientes de Valeria Luiselli (Sexto Piso)

8) La calle Great Jones de Don Delillo (Seix Barral)

9) The Wanderers de Richard Price (Mondadori)

10) La hora violeta de Sergio Molino (Mondadori)

11) El escritor comido de Sergio Bizzio (Mansalva)

12) Mapa dibujado por un espía de Guillermo Cabrera Infante (Galaxia Gutemberg)

13) Servicio completo. La secreta vida sexual de las estrellas de Hollywood de Scotty Bowers (Anagrama)

14) La piedra de moler de Margaret Drabble (Alba)

15) La casa de hojas de Mark Danielewski (Pálido fuego/Alpha Decay)

16) Diez de diciembre de George Saunders (Alfabia)

17) Coral Glynn de Peter Cameron (Acantilado)

18) Stone Junction de Jim Dodge (Alpha Decay)

19) La benévola de Laird Hunt (Blackie Books)

20) La canción de amor de Johny Valentine de Teddy Wayne (Blackie Books)

21) Imitación de Guatemala de Rodrigo Rey Rosas (Alfaguara)

Estos son mis 21 libros no leídos, pero impostergables, para el 2014. Desde luego, la lista se queda corta y se irán sumando los libros que aparezcan los próximos meses. Los invito a hacer su propia lista y compartirla con nosotros.

¡Feliz Navidad!

El verano invencible

Por: | 03 de julio de 2013

Tipasa

por dalbera

Probablemente nunca hubiera tenido la oportunidad de conocer Argelia si no fuera por la afortunada invitación de Yasmina Belkacem y el equipo organizador del Feliv 2013 (Festival de Literatura y literatura juvenil) que cada año se realiza en Argel. En años anteriores, entre escritores africanos, norteamericanos y franceses, siempre hubo espacio para escritores latinoamericanos como Jorge Volpi o Karla Suárez. Esta vez me tocó a mí.

Mi conversatorio fue con un autor de Mali, Ibrahima Aya, y por lo que pude entender (la exposición fue en francés y tuve intérprete), aunque su obra era opuesta a la que yo iba a presentar (la traducción al francés de Un lugar llamado Oreja de perro, en Gallimard, traducida por Laura Alcoba) existían algunos puntos de contacto, como por ejemplo el tema de la memoria. En la obra de Aya el personaje busca recuperar la memoria mientras en mi novela el protagonista la evade (sin éxito). Sin embargo, la preocupación por el pasado colectivo es vigente en ambos libros. Esa coincidencia me llamó la atención, además de otras (como la necesidad de los autores africanos de pasar por Francia para leerse entre ellos, como los latinoamericanos debemos de pasar por España, por ejemplo) pues de Mali solo conozco una lista de jugadores importados al fútbol europeo, en especial a Sissoko (un nombre que repetí muchas veces durante la conferencia, sin darme cuenta de que eso podía incomodar a mi colega tanto como me incordiaría a mí que repitieran "ceviche" cada vez que se menciona mi nacionalidad).

Lo que no me sorprendió es que el autor insignia de la literatura argelina contemporánea, Yasmina Khadra (seudónimo de Mohammed Moulessehoul), no fuera tan bien considerado por los argelinos como lo es en el extranjero. Investigando en internet podemos descubrir algunos de los reparos contra el polémico Khadra que tienen sus compatriotas. Una de ellas es la de haber convertido los problemas de Argelia en un asunto exótico, sin mayor profundidad. "Novelas de exportación" la descalifican. Por otra parte, la sociedad argelina -vista por este turista incidental- me resultó muy hermética y algo de ello puede influir en las críticas a Khadra quien ventila públicamente temas nacionales.

Por ello mismo, tampoco es extraño que Albert Camus, un autor que dedicó muchas páginas extraordinarias a esa tierra, sea menospreciado entre los argelinos. Lo acusan de tibieza, de no haberse comprometido íntegramente con la causa de Argelia, de haberse lavado las manos durante la terrible guerra de independencia contra Francia (que cumple 50 años en este 2013). Sin embargo, una de las razones para entusiasmame con el viaje a Argelia era conocer las ruinas romanas de Tipasa, a las que Camus retrató con palabras memorables y que influyeron en la creación de Busardo (la ciudad imaginaria de mi novela El viaje interior): "Hay también un tiempo para crear, lo que es menos natural. Me basta vivir con todo mi cuerpo y testimoniar con todo mi corazón. Vivir a Tipasa, testimoniar, y la obra de arte vendrá luego. Hay en esto una libertad. Nunca permanecí en Tipasa más de un día. Siempre llega un momento en que se ha visto demasiado un paisaje, lo mismo que se necesita largo tiempo antes de verlo bastante. Las montañas, el cielo, el mar son como rostros cuya aridez y esplendor se descubren a fuerza de mirar en vez de ver. Pero, para ser elocuente, todo rostro debe sufrir cierra renovación. Y se queja uno de fatigarse demasiado pronto, cuando debería admirarse de que el mundo nos parezca nuevo por haber sido solamente olvidado".  

Almorzar con dos amigos peruanos en medio, literalmente, de las ruinas de Tipasa (el restaurante tenía mesas apoyadas en las históricas paredes romanas), rodeados de gatos que esperan las sobras de las sardinas fritas, fue una experiencia maravillosa. También lo fue caminar por aquellos caminos romanos, las piedras, las columnas, los pasadizos, las escaleras, avanzar a través de las rocas ancestrales y los altos árboles rumbo al mar Mediterráneo. Probablemente, la actual Tipasa -rodeada de turistas, muchos de ellos locales- no se parece a la que conoció Camus. Pero es imposible no repetir las bellas frases que el francés le dedicó a Tipasa mientras respiramos ese aire y el espectáculo del pasado como un sello de agua impreso en el presente.

Dice Camus: "Volvía a encontrar allí (en Tipasa) la antigua belleza, un cielo joven, y ponderaba mi suerte, comprendiendo por fin que en los peores años de nuestra locura el recuerdo de este cielo no me había abandonado nunca. Era él quien, para concluir, me había impedido perder la esperanza. Yo había sabido siempre que las ruinas de Tipasa eran más jóvenes que nuestras obras en construcción o nuestros escombros. El mundo empezaba allí cada día con una luz siempre nueva. «¡Oh, luz!», ése es el grito de todos los personajes enfrentados, en el drama antiguo, a su destino. Ese último recurso era también el nuestro y ahora yo lo sabía. En mitad del invierno aprendía por fin que había en mí un verano invencible".

Quizá este viaje a Argelia y el encuentro con Tipasa (que le debo al consejo de mi amigo Marcos Giralt, quien conoce bien las ruinas y los textos de Camus) signifiquen también para mí el nacimiento de un verano invencible en pleno invierno limeño. Quizá.

Hace frío o hace calor

Por: | 12 de junio de 2013

Boyread

Foto Dr John2005

Hace unas semanas, recogí a mi hijo de diez años de la casa de su madre y lo llevé a mi casa. Le pregunté si tenía tarea y me dijo que sí, que debía terminar de leer un libro. Iba por el tercer capítulo y quería jugar un poco de Playstation antes de seguir leyéndolo. El libro -que sucedía en Venecia y tenía como protagonista a un violinista que se negaba a tocar a Mozart- no lo había enganchado. Decidí leerlo para ver si podía ayudarlo. Lo leí en poco tiempo, una lectura ligera para alguien acostumbrado a leer diariamente varias horas. Fui donde mi hijo y le comenté que había terminado de leer el libro. No me creyó. Insistí. Entonces decidió hacerme una prueba.

- Cuando la periodista llega a Venecia ¿hacía frío o hacía calor?

Entonces me acordé de la gelatina de naranja con leche que hacía mi madre cuando era un niño. Era mi favorita. Un día mi padre trajo una colección de libros a mi casa y yo cogí uno. Era una lectura poco estimulante para un niño, la Autobiografía humorística de Mark Twain, pero lo escogí porque su carátula era del color del postre que tanto me gustaba. Mi carrera como lector empezó gracias a una sinestesia. 

Me acordé también de mi padre, que nunca fue un gran lector pero sí un extraordinario coleccionista. Coleccionaba todo lo que estuviese numerado y tuve la suerte de que por aquellos años aparecieran varias colecciones de libros. Grandes Bestsellers, Ariel juvenil y Ariel Universal, Literatura Peruana, Obras Maestras, todas las coleccionó y mi casa se llenó de libros, mientras que en la casa de mis amigos apenas si había una enciclopedia o folletos biográficos sobre los héroes de la Guerra del Pacífico. Mi padre los coleccionaba y yo los leía.

Pero no era el único que los leía. También mi abuela sacaba uno por uno, guiándose por la numeración. Prefería aquellos que no superaban las cien páginas y que tenían viñetas. Antes de irse a dormir sacaba uno del librero y a la mañana siguiente lo devolvía, y así sucesivamente. Sentí una envidia instantánea de mi abuela que podía leer un libro al día y empecé una silenciosa competencia con ella. Luego de esforzarme mucho pude, finalmente, leer un libro al día. Una biografía de Napoleón de menos de cincuenta páginas. Mi alegría fue indescriptible.

(Luego mi abuela me confesaría que no leía esos libros, solo veía las viñetas, pero para entonces yo era un lector en pleno vuelo).

Me acordé de unos libros escritos por un sacerdote llamado Francisco Finn, una saga de niños que compartían un mismo salón de clase. Cada novela tenía el título de uno de los niños, un protagonista que en las demás novelas reaparecía como personaje secundario. Decidí contribuir con la obra de Francisco Finn y en un cuaderno de 150 páginas, rayado, que forré de azul, escribí mi primera novela: Diego Swan (sin saber que luego admiraría a un personaje también apellidado Swann, escrito por un tal Proust).

Recordé las horas que dediqué en mi infancia y adolescencia a leer. Cada uno de los libros que pasaron por mis ojos. Los que leí, los que releí, los que no pude terminar de leer. La edición condensada de El Quijote que llevaba en el bolsillo de mi saco cuando salía a montar skate. Cuando me metía en la tina con un libro y me demoraba en salir, enfriado y tiritando, por estar inmerso en el agua y la lectura. Y claro, también recordé la lectura de Robinson Crusoe que hizo que me ganara mi primer sueldo literario (un borracho, en una peluquería, me dijo que me pagaba un sol si le contaba una historia, y le conté la del libro que acababa de leer). O la vez en que me doblaba de dolor de estómago y mis padres llamaron al doctor, pensando que era apendicitis, y mientras lo esperaba me puse a leer La casa de cartón y sus imágenes tan hermosas, esa sensación de la juventud frágil y florecida, hizo que olvidase el dolor y que cuando el doctor al fin llegase me encontrara hecho un ovillo en torno al libro, con un placer que era síntoma no de haber contraído apendicitis sino literatosis. 

Me acordé de aquellos años en que leía los libros en voz alta, gritando las palabras, sintiendo la música que evocan las frases. ¿Hace cuánto que no leo en voz alta? ¿Por qué he perdido ese placer tan intenso?

Y me acordé de cómo un día, antes de terminar la secundaria, descolgué los póster de jugadores de fútbol que adornaban mi cuarto (recuerdo a Cruyff, a Zico, a Rummennige) y los cambié por póster de escritores. Algunos que había leído y veneraba, como Cortázar o Vargas Llosa; otros que había leído sin entenderlos, como Onetti; y otros que aún no había leído pero cuyos rostros me atraían seductoramente (como luego sus libros) como Nabokov.

Todo eso recordé cuando mi hijo me hizo una simple pregunta sobre un libro que acababa de leer y no supe contestar. De eso y también de algo más: que yo me convertí en lector el día que descubrí que en los libros a veces hace frío y a veces calor. Y me hice después escritor solo para poder inventar un mundo donde a veces hace frío y a veces calor, y que un lector se diese cuenta de ese detalle. 

Pero lo más importante es que entendí que nada hace más daño a la literatura (ni los bestsellers, ni los libros electrónicos, ni los malos autores, ni la inocente vanidad literaria) que los lectores a quienes no les interesa si hace frío o calor en los libros, y los autores a los que tampoco les importa hacernos saber si en sus textos hace calor, frío o un clima más bien templado, como hoy, perfecto para salir a pasear por el malecón con una bufanda ligera y quizá un abrigo para más tarde, si la noche me alcanza.

El País

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