Vano oficio

Sobre el blog

Este blog se plantea hacer comentarios de actualidad sobre libros, autores y lecturas en menos de 1.000 palabras. Se trata de un blog personal, obsesivamente literario, enfermo de literatosis, como diría JC Onetti, según la regla que la literatura es un vano oficio, pero jamás un oficio en vano.

Sobre el autor

Ivan Thays

Ivan Thays. (Lima, 1968) Autor del libro de cuentos Las fotografías de Frances Farmer y las novelas Escena de caza, El viaje interior, La disciplina de la vanidad, Un lugar llamado Oreja de Perro, Un sueño fugaz y El orden de las cosas. Ganó en el 2001 el Premio Principe Claus. Fue finalista del premio Herralde 2008. Fue considerado dentro del grupo Bogotá39 por el Hay Festival. Sus novelas han sido traducidas al francés, italiano y portugués. Dirigió durante siete años el programa televisivo Vano Oficio. Actualmente administra el comentado blog Moleskine Literario.

Antonio Cisneros, oso hormiguero

Por: | 02 de marzo de 2013

Cosas transparentes: Dice Nabokov que cuando alguien mira un objeto por mucho tiempo, se vuelve transparente y nos cuenta su historia. Con los escritores sucede lo mismo. Los sábados de Vano Oficio están dedicados a aquellos textos y autores que, leídos con insistencia, saben volverse transparentes.

  Osohormiguero

foto: perpetualplum 

ANTONIO CISNEROS, OSO HORMIGUERO

Los osos de circo bailan al sonido de unos platillos y una soga, y luego de la función les dan comida. Los osos hormigueros agitan su larga lengua, como un látigo, de arriba hacia abajo, buscando alimentarse desesperadamente. ¿Cómo es que un poeta pueda identificarse con un oso hormiguero? ¿Es acaso el poeta un oso circense que, además, debe bailar mientras usa su lengua para alimentarse? A Antonio Cisneros le gustaba calificarse a sí mismo como oso hormiguero (su poemario más exitoso se tituló Canto ceremonial contra un oso hormiguero) en una muestra de ironía contra sí mismo y contra el oficio, de falta de respeto pero al mismo tiempo de una enorme ternura y complicidad, pero jamás condescendencia. "Es conmovedor pensar en personas que se han dedicado cincuenta años a escribir poesía como yo. Por un lado, tiene algo de ridículo, pobres señores que escriben poesía todo el tiempo. Pero por el otro, es conmovedor tener fe en la palabra” dijo en una de sus últimas entrevistas.

Su obra se desmarcaba del lirismo, pero no evadía los temas más trascendentales, aquellos que los poetas escriben con mayúsculas (aunque Cisneros prefería escribir con mayúsculas Pic Nic), como la familia, la sociedad, el sexo, el amor o el desamor, la muerte, la poesía, la injusticia social e incluso la religión. Todo lo humano y divino era aspirado por aquella lengua de oso hormiguero y transformado en rebeldía, sarcasmo, irreverencia, escepticismo e incluso broma, donde siempre asomaba (una palabra justa, una metáfora precisa) la profunda preocupación por aquello que él llamó "la inmensas preguntas celestes".  "Siempre he sido, y sigo siendo, fundamentalmente, una persona escéptica, lo que no quiere decir desesperanzada. Creo muy poco en las grandes verdades, en los dogmas, en las afirmaciones a prueba de balas (...)" declaró. Sin embargo, sabemos que en el fondo de su escepticismo habita la sobria esperanza.

Cuatro boleros maroqueros

1.-

Con las últimas lluvias te largaste
y entonces yo creí
que para la casa mas aburrida del suburbio
no habrian primaveras ni otoños ni inviernos ni veranos.
Pero no.
Las estaciones se cumplieran
como estaban previstas en cualquier almanaque
Y la dueña de la casa y el cartero
no me volvieron a preguntar
por ti.

2.-

Para olvidarme de ti y no mirarte
miro el viaje de las moscas por el aire
Gran Estilo
Gran Velocidad
Gran Altura.

3.-

Para olvidarte me agarro al primer tren y salgo al campo
Imposible Y es que tu ausencia
tiene algo de Flora de Fauna de Pic Nic.

4.-

No me aumentaron el sueldo por tu ausencia
sin embargo el frasco de Nescafé me dura el doble
el triple las hojas de afeitar.

La genialidad de Arthur Rimbaud

Por: | 27 de febrero de 2013

Rimbaud

neal..patel

Los blogs, el Facebook y el Twitter han hecho crecer la cantidad de genios de manera exponencial. Nos sobran los genios. Nace uno cada semana, en cada suplemento literario, por cada reseñista entusiasmado. Y cosas geniales, ni se diga, esas brotan en cada tuit con una naturalidad pasmosa. "El escritor X es un genio" "Esta obra es genial" "La genialidad de Y es indiscutible" "¿En serio? ¡Sería genial!" "Lee esto ¡Genio total!" No hay espacio para los artesanos, los alfareros, los que amasan, trenzan, tejen, estiran, moldean palabras y frases. O se es genial o nada. Lo extraordinario no es suficiente. Ya no hay nada espectacular.

Lo más curioso es que incluso tenemos categorías de genios. Hay genios intermitentes ("no me gustan sus textos, pero esa frase suya es genial"), genios ocultos ("X escribe bien, pero Y, que no se conoce mucho, es un genio"), genios en parcelas ("es un genio de la ciencia ficción") y hasta genios probables ("No ha escrito nada, pero si lo hiciese... es que es un genio"). Sin contar con los grandes genios de la humanidad, coronados en su tiempo, librando ahora batallas contra las polillas y el polvo en bibliotecas rurales o en librerías de viejo.  

¿Qué hace a alguien genio? Su capacidad para sintetizar su tiempo,su trascendencia, su perfección, su inalterable capacidad de ser modernos siempre. Pero ante tanta proliferación de genios ahora ya no sé qué pensar. ¿Dante Aligheri es un genio pero J.K.Rowling es genial? ¿De eso se trata? Debemos aceptar como genios a los gastrónomos moleculares, a los cineastas con steadicam, a los futbolistas que consiguen filtrar un pase, a los modistos extravagantes, a los programadores billonarios de software, a los gurús de la industria tecnológica que construyen teléfonos que pueden decir tu nombre, a los grafiteros de cara desconocida, a los artistas que envasan mierda de elefante o ponen diamantes a las calaveras, al chico listo que escribe un libro ambicioso y al escritor mayor que se viste de blanco, al freak, al geek, al hipster, a los ganadores del premio Nobel y la beca MacArthur, a los empresarios exitosos, a los que sacaron un IQ superior a 150, al actor de moda, a la chica desprejuiciada que escribe una comedia televisiva que tiene buenos auspiciadores, al humorista que hace bromas políticamente incorrectas, al músico de garaje, al niño que se sabe las capitales del mundo y aprendió a leer a los tres años. La genialidad se ha convertido en un limbo tan grande que cabe el mismo infierno. La verdadera insolencia es ser mediocre porque incluso desaparecer levanta sospechas de genialidad.

En medio de esas tribulaciones me encontré -como un espejismo en el desierto- con estas frases de Pierre Michon sobre la genialidad de Arhur Rimbaud en Rimbaud el hijo. 

Dice:

"No le bastaban ya los éxitos del día del reparto; ya había cumplido estos su misión; habían nutrido en aquel corazón de ira una ambición brutal al tiempo que nacía en ese mismo corazón el inconcreto talento, pose o denodado empeño, al que se le daba por entonces el apelativo de el genio, ese atributo con visos de sobrenatural que nunca se plasma en una manifestación propiamente dicha, coronando la cabeza del hombre, ni en su cuerpo vivo y visible, y no es ni nimbo, ni vigor, ni belleza ni mocedad, y no obstante sí se manifiesta en resultados mínimos, y se evidencia en la perfección de breves fragmentos de lengua codificada y de longitud variable, en letras negras sobre fondo blanco. Sabido es que esos fragmentos suelen ser mínimos. Quienes los leemos no sabemos nunca si son perfectos o si durante la infancia nos soplaron al oído que eran perfectos, y también se los soplamos al oído a los demás, y así hasta el infinito; y quien lo escribe tampoco lo sabe, incluso lo sabe en menor grado, solo lo sabe en el momento en que empareja las varillas, en el momento en que estas, al encajar a la perfección igual que la espiga en la muesca, manifiestan una desabrida exultación, se cierran con un triunfante chasquido de mandíbulas, y se acabó. Y cada vez que se acaba el poeta, el poeta tiembla, a él están apresando las mandíbulas, la varilla lo ha dejado plantado y no sabe ya escribir, ni sabría aunque se hubiera pasado la vida, como el mariscal Hugo, alineando varillas, una debajo de otra, ni aunque fuese, lo mismo que lo era él, la mandíbula jubilosa del tiburón y el verso en persona. Así que tiembla como una rata, sentado ante su mesa; pero, cuando sale a la calle, pretende que los demás vean en torno a su cabeza algo así como un nimbo, y que se lo comenten: pues él no puede verlo personalmente. Y volviendo a la genialidad de Rimbaud, a esa concretísima ambición furibunda en un rincón perdido de las Ardenas, en lo hondo de un proyecto de hombre enfurruñado que era también y al tiempo amor puro - pues todo se mezcla y resulta bizantino y profuso como una teología antigua-, volviendo a esa genialidad, que del conflicto y el nudo bizantino es como si dijéramos emblema, no sabemos si la ambición es anterior a ella y la fomenta, o si la fuerza de denuedo la engendra, o sí, antes bien, la genialidad, desplegando las alas por puro milagro, se percata a posteriori de la sombrea que proyectan, de los hombres que acuden a ese espejismo y, a partir de ese momento, aquel que es juguete de ese atributo fantasmal y proyecta esa sombra se infatúa de ello, ansía acrecentarlo y se condena."

¿Puede acaso decirse algo más sobre ese atributo fantasmal o condena? ¿Puede decirse mejor? ¿Significa entonces que Michon es un genio o que ese párrafo es genial? No, nada de eso. Guardemos silencio ante el verdadero genio y reconozcamos con admiración al orfebre. 

¿Para qué leer?

Por: | 20 de febrero de 2013

Luzlibro

por Frank Za'atar

En el libro El encantador: Nabokov y la felicidad, Lila Azam Zanganeh titula su prólogo con contundente franqueza: "¿Por qué leer este libro o cualquier otro?" Así contesta a su propia pregunta: "La respuesta, a mi juicio, siempre ha sido meridianamente clara: leemos para renovar el encanto del mundo. Desde luego, hay un precio, incluso para el más diestro de los lectores. Descifrar sentidos, internarse trabajosamente en regiones desconocidas, abrirse paso entre un intrincado laberinto de frases, tinieblas inquietantes, plantas y animales desconocidos. No obstante, si persistimos con obstinada curiosidad y espíritu de conquista, de vez en cuando surge un panorama magnífico, un paisaje bañado por el sol, rutilantes criaturas marinas¨.

Reconozco que me gustaría sentir que cada vez que leo se renueva mi encanto por el mundo. No voy a negar que he sido feliz leyendo, ni tampoco que esa curiosidad y espíritu de conquista se ha apropiado de mí otras veces, pero lamentablemente mi experiencia como lector está muy lejos de esos hallazgos fabulosos de Zanganeh. La respuesta para qué o por qué leer siempre ha sido, para mí, tan complicada de responder como a aquella "por qué escribes". Tengo la impresión de que, en principio, ambas respuestas son parecidas. Aquella profunda decepción ante el orden del mundo, el descubrimiento del caos y de aquello que no funciona, el motor de la escritura según Vargas Llosa, moviliza también al lector. Lectores y escritores comparten las mismas fracturas. Leemos para encontrarnos con un mundo, si no mejor, al menos capaz de responder a un orden y cuyo dios o demiurgo, por más genial que sea, es un ser más cercano a nosotros que cualquier divinidad mística: el autor.  

El francés Charles Dantzig, editor, traductor de Francis Scott Fitzgerald y Oscar Wilde, además de narrador, poeta y ensayista, organiza un extraordinario libro calidoscópico en torno a la pregunta “¿Por qué leer?”, que responde con inteligencia y buen gusto pero también con bromas, ironía o provocación. Algunos de los títulos de los capítulos bastan para mostrar a qué nos enfrentamos: “Leer para encontrarse (sin haberse buscado)”, “Leer para estar articulado”, “Leer para no dejar que los cadáveres descansen en paz”. “Leer por amor”. “Leer por odio”, “Leer para pasar la mitad del libro”, “Leer por títulos”, “Leer para dejar de ser la reina de Inglaterra”, “Leer para masturbarse”, “Leer para contradecirse”, “Leer para guardar las formas”, “Leer para aprender”, “Leer por consolarse”, “Leer para descubrir lo que el autor no ha dicho” o mi favorito: “Leer para saber que con leer no se mejora”.

Existen grandes lectores que son, además, personas muy cultas, inteligentes, sensibles y tienen excelente ortografía y redacción. Pero es un error pensar que, por consiguiente, la lectura te hace más culto, inteligente, sensible o mejora tus tildes. Leer con un fin utilitario, ya sea gramatical o espiritual, es una pérdida de tiempo. Puedo imaginarme a Hitler leyendo una novela de Knut Hamsum con placer, pero me resulta difícil pensar en la madre Teresa leyendo algo que no sea la Biblia o un libro didáctico. Si leer no nos hace mejores personas, insisto, ¿para qué leer?

En uno de los capítulos Dantzig anuncia que el lector es un egoísta.“Se lee para comprender el mundo, se lee para comprenderse uno mismo. Y si se es un poco generoso, ocurre que también se lee para comprender al autor. Creo que eso solo les ocurre a los más grandes lectores, una vez que se han saciado las dos primeras necesidades, la comprensión del mundo y la comprensión de sí mismos. Leer hace cantar a las momias, pero no se lee para eso. No se lee para el libro, se lee para uno mismo. No hay nada más egoísta que un lector”.

Estoy de acuerdo. Para eso leo, para apropiarme de las palabras de los demás. Leo porque esas palabras me pertenecen. Los libros que han dejado más huella en mí no son necesariamente las obras cumbres, sino aquellos cuya piel he logrado traspasar hasta hacerla mía. Leo para mi placer, mi gozo, para apartarme del mundo y sumergirme en mí mismo. Leo para mí. En un mundo donde todo es esperanza de futuro, o donde el pasado asoma y me atormenta constantemente, el único momento donde estoy en el presente es cuando leo. Leer es meditar con palabras de otras personas, dije en un post anterior. Por eso leo. Leo para saber qué pienso, qué opino, qué sé o debería saber, qué he olvidado. No leo para identificarme con un autor sino para permitir que sus palabras se identifiquen conmigo, adquieran sentido gracias a mí. Cada lector reconstruye, o mejor dicho inventa, la literatura universal.

Recuerdo que, hace años, leí un texto de mitología celta escrito por W.B. Yeats donde encontré la frase "tan sosegado que parece triste". De inmediato la inserté en un cuento de veinte páginas que había escrito y que le di a leer a un amigo. Este amigo dijo que el cuento era infumable, pero subrayó la frase robada diciéndome con, cierta condescendencia, "sin embargo, en esta frase es se nota que tienes talento". Nunca le dije que esa frase la había escrito Yeats, no era necesario. Es natural que en el estado de meditación en que nos introduce la lectura aparezcan frases o escenas que nos remitan a nosotros mismos y resulta natural apropiarnos de ellas. En realidad, nos pertenecen tan igual como si las hubiésemos escrito, porque nuestra existencia es la que les da sentido: sin nosotros solo serían líneas negras sobre blanco. Por ello, jamás leo por curiosidad hacia mundos o épocas distintas a las mías, sino por curiosidad por mí mismo. Leo para saber quién soy. 

Los buenos y los malos lectores

Por: | 06 de febrero de 2013

Lectores
Foto: Mikey Angels

Sabemos que existen bueno y malos escritores, pero ¿existen buenos y malos lectores? Para Vladímir Nabokov, sí. En el prólogo a Lecciones de Literatura Europea (aquel que inicia célebremente pidiendo a los lectores que "acaricien los detalles") redacta el siguiente test: 

"Selecciona cuatro respuestas a la pregunta: ¿qué cualidades debe tener uno para ser un buen lector:

1) Debe pertenecer a un club de lectores.

2) Debe identificarse con el héroe o la heroína.

3) Debe concentrarse en el aspecto socioeconómico.

4) Debe preferir un relato con acción y diálogo a uno sin ellos.

5) Debe haber visto la novela en película.

6) Debe ser un autor embrionario.

7)  Debe tener imaginación.

8)  Debe tener memoria.

9)  Debe tener un diccionario.

10) Debe tener cierto sentido artístico."

Obviamente, los cuatro últimos ítems son los correctos para Nabokov: imaginación, memoria, diccionario y cierto sentido artístico. No así aquellos lectores que se identifican con los personajes (cada obra crea personalidades únicas, imposibles de ser comparadas con algún ser vivo), y tampoco es necesario pretender escribir -o hacerlo profesionalmente- para graduarse como buen lector. Aquellos que prefieren novelas de acción y diálogos (la "agilidad" debería ser un requisito solo en las clases de gimnasia) tampoco serían buenos lectores. Y los que buscan en las novelas aspectos socio-económico, esos lectores antropológicos carentes de imaginación e incapaces de reconocer la autonomía de la ficción, están irremediablemente perdidos para Nabokov. 

¿Y la memoria? Actualmente, fomentar el uso de la memoria es un insulto. "El profesor X usa un método memorístico" es, quizá, el peor de los ataques que puede recibir el pobre X, con los hombros llenos de polvo de tiza y a punto de jubilarse. Sin embargo, ejercitar la memoria es fundamental para capturar y acariciar esos "deliciosos detalles" de los que, dice Nabokov, los buenos libros están cargados. Sostiene también que la relectura es mejor que la lectura. La buena memoria ayuda a sobrellevar los defectos naturales de una primera lectura. Leer bien implicaría no solo recordar el nombre del protagonista, sino también de qué tamaño era el escarabajo Samsa, cuántos años le llevaba su esposo a Anna Karenina y el color de la corbata que Gatsby llevaba cuando se reencontró con Daisy.

También hay que prestar atención a aquel "sentido artístico", pues para Nabokov un buen lector solo puede leer buenos libros (solía calificar a los autores como si estuviesen en un salón de clase;Tolstoi tenía sobresaliente, Dostoievski lo esperaba en la puerta del salón para preguntar por qué no había aprobado). Quien sabe leer busca siempre libros exigentes, no puede limitarse a tragar sin masticar las papillas precocidas de Paulo Coelho o a soplarse el merchandising soft porno empaquetado de novela de E.L.James. Necesita retos. 

Existen algunos mitos sobre lo que es un buen lector que deben desestimarse. El primero de ellos: que un crítico literario es necesariamente un buen lector. Puede que no lo sea, incluso puede ser uno pésimo, sin capacidad de análisis, de un galopante mal gusto. Miles de reseñas dan fe de ello. Otro mito es aquel que indica que un buen lector es pausado, lento, sin prisa. Recuerdo un chiste al respecto de Woody Allen: "Hice un curso sobre lectura rápida y leí Guerra y paz en veinte minutos. Trata de Rusia". El chiste es bueno y la idea de que el lector lento es mejor que el veloz parece correcta pero pienso que la velocidad de lectura la escoge cada lector y se acomoda a su momento, a su ritmo personal, al libro en particular que está leyendo. Desde luego, el caso contrario también es un mito: un buen lector es el que lee más y más rápido. Bah. ¿Cuántas palabras por minuto debe leer un buen lector? No creo que una medición así sea posible. También es discutible la idea de que leer algo de moda, aunque sea malo, es beneficioso pues genera una costumbre lectora. No creo que los adolescentes que leyeron la saga Harry Potter o Crepúsculo, los aventureros de sofá que disfrutaron de El código Da VinciMillenium o quienes actualmente vibran con E.L.James se conviertan en mejores lectores. Sin duda, leerán todo lo que les ofrezcan de ese autor en concreto, y luego seguirán su predecible vida sin libros.

También debe derribarse el mito de que un buen lector solo un lee clásicos. Es cierto que leer clásicos es apuntar a seguro, pues el tiempo ha hecho una depuración, pero leer contemporáneos no es un acto contrario sino complementario. ¿Por qué escoger entre uno y otro si se pueden tener los dos? Las novedades, en especial las que dialogan con su tradición, nos ayudan a revalorizar a los clásicos. Y aunque a algunos descreídos les cueste aceptarlo, algunas de esas novedades serán luego clásicos. El tiempo hace lo suyo.  

Se me ocurre que la razón por la que definir qué es un buen lector resulta complicada es porque la lectura es un acto de absolutamente solitario, uno de aquellos placeres que no se pueden compartir. Me refiero al acto de leer, no a la interpretación o el análisis posterior. Hablo de ese momento en que un lector abre el libro y encalla su nariz sobre las páginas y las horas van pasando, aquel instante de meditación a través de las palabras de otros que no puede ser comparado ni cuantificado ni calificado.

Por ello, quizá no debemos preguntarnos si somos buenos o malos lectores sin antes preguntarnos "¿por qué leer?". Será el tema de mi siguiente post.

Respuestas: 90 centímentros. 20 años (26-46). Dorada.

Oliverio Girondo, llave maestra

Por: | 02 de febrero de 2013

Cosas transparentes: Dice Nabokov que cuando alguien mira un objeto por mucho tiempo, se vuelve transparente y nos cuenta su historia. Con los escritores sucede lo mismo. Los sábados de Vano Oficio están dedicados a aquellos textos y autores que, leídos con insistencia, saben volverse transparentes.

Llavamaestra
Foto: German Pics

OLIVERIO GIRONDO, LLAVE MAESTRA

Oliverio Girondo es una llave que abre todas las puertas del lenguaje. De ahí escapan las palabras lúdicas, las irreverentes, las palabras extravagantes, las palabras que no existen, las palabras líricas y las pedestres. Girondo libera las palabras y deja también en libertad la poesía, que con él ingresa en un territorio maravilloso, entre la emotiva sensibilidad y el franco sentido del humor. Con Girondo, nuestra boca se llena de palabras. Es un festín. Pero Girondo es, antes que nada, un dandy, un hombre refinado y misterioso con sombrero alto y capa. Por ello, la ilustración de José Bonomi para la edición de Espantapájaros (1932) es extraordinaria. Retrata no solo al autor sino a su poesía. El hombre de paja se ha convertido en un poeta y los cuervos de la poesía y la realidad, a diferencia de lo que ocurre en el poema de aquel barco hundido que era Poe, antes que espantarse parecen volar a su lado como conmovidos discípulos.

 

Bonomi2

Poema 12
Se miran, se presienten, se desean,
se acarician, se besan, se desnudan,
se respiran, se acuestan, se olfatean,
se penetran, se chupan, se demudan,
se adormecen, despiertan, se iluminan,
se codician, se palpan, se fascinan,
se mastican, se gustan, se babean,
se confunden, se acoplan, se disgregan,
se aletargan, fallecen, se reintegran,
se distienden, se enarcan, se menean,
se retuercen, se estiran, se caldean,
se estrangulan, se aprietan, se estremecen,
se tantean, se juntan, desfallecen,
se repelen, se enervan, se apetecen,
se acometen, se enlazan, se entrechocan,
se agazapan, se apresan, se dislocan,
se perforan, se incrustan, se acribillan,
se remachan, se injertan, se atornillan,
se desmayan, reviven, resplandecen,
se contemplan, se inflaman, se enloquecen,
se derriten, se sueldan, se calcinan,
se desgarran, se muerden, se asesinan,
resucitan, se buscan, se refriegan,
se rehúyen, se evaden y se entregan.

 

¿Qué haces con ese libro aquí?

Por: | 30 de enero de 2013

Read
Foto: Rupert Ganzer

- ¿Qué haces con ese libro aquí?

No era la primera vez que oía esa pregunta, pero sí la primera que me percaté de una conducta compulsiva: simplemente no podía dejar de leer. Tampoco podía dejar de llevar un libro a donde quiera que fuese. Era la boda de una prima mía, yo aún era un adolescente universitario y como el libro que estaba leyendo en ese momento no entraba en el bolsillo de mi saco, lo llevaba en la mano. Lo traía conmigo para leerlo en el taxi o microbús que me llevó hasta la iglesia. Pero no descartaba abrirlo en algún momento de la ceremonia o de la fiesta y avanzar una o dos páginas. El francés Charles Danzig dice en su libro ¿Por qué leer?: "Más de un parquímetro de París se ha conmovido al oír que le pedía educadamente perdón después de haberme chocado con él, leyendo algún libro". En Lima no hay parquímetros, pero sí me he disculpado con algunos postes.

El origen fue la biblioteca de mi padre. Mi padre no fue un gran lector, era ingeniero y economista y prefería ver televisión o películas en vhs, pero sí fue un coleccionista. No podía evitar coleccionar todo aquello que estuviese numerado y lo vendiesen en supermercados o kioskos. Antes de que yo naciera, logró hacerse de una colección de libros de Ariel, una editorial ecuatoriana, que se dividía en dos: libros serios para adultos y libros clásicos condensados para jóvenes, con ilustraciones. Esas colecciones de Ariel me convirtieron en un lector compulsivo: leía, en estricto orden, las resumidas aventuras del Capitán Nemo, Robinson Crusoe o el Quijote y disfrutaba de los dibujos. Tenía 8 años.

Una noche, descubrí que mi abuela, que vivía con nosotros, todas las noches sacaba uno de los libros y al dia siguiente lo dejaba en su sitio. Sentí envidia de que pudiese leer en una noche lo que yo demoraba semanas. Me dediqué entonces a competir con ella silenciosamente, como libraba todas mis batallas en esos años. Al principio, por más que insistía en quedarme largas horas por la noche despierto, no podía alcanzar la velocidad lectora de mi abuela. Nunca le mencioné a ella, ni a nadie, esa competencia, pero sí celebré cuando conseguí leer un libro al día: una biografía de Napoleón que tenía exactamente cien páginas. Hace unos años comenté esta anécdota por primera vez en público. Mi madre se rió y me dijo que mi abuela, fallecida hace años, solo leía las ilustraciones y pasaba las páginas. Es probable, pero de todos modos le debo a ella mi oficio y los momentos más extraordinarios de mi vida.

Por cierto, la página 100 de cualquier libro se ha convertido en un mito. Cuando llego a ella, por más páginas que tenga el libro, me detengo un rato a descansar y siento que he conquistado un Everest; lo demás es coser y cantar.

Cuando entré a la secundaria empecé a leer las colecciones de la editorial colombiana Oveja Negra, que incluía Obras Maestras del siglo XX (con la seriedad de sus tapas marrones que imitaban el cuero) y Grandes Bestsellers en las que podía aparecer cualquier libro que hubiese sido llevado al cine, por lo tanto una semana tocaba Graham Green, Herman Melville o Lampedusa y la otra Margaret Mitchel o León Uris. No discriminaba. De esas colecciones, el único libro que confieso que no pude pasar de la página 100 (y siento aún hoy algo de culpa) es la investigación Todos los hombres del presidente, enfangado en detalles de la política norteamericana tan específicos y una lista de funcionarios del gobierno de Nixon que me hizo sufrir más que la genealogía de los Buendía.  

Después de leer un extraordinario post en el blog The Million de Michael Bourne, titulado "My New Year’s Resolution: Read Fewer Books", me pregunté cuánto habían cambiado mis hábitos de lector en estas décadas. La respuesta fue dura. A diferencia de mis años universitarios, ahora puedo comprar más libros pero tengo menos tiempo para leerlos. Calculo que entre los 20 y 30 años leía un promedio de tres libros a la semana. Esa medida bajó muchísimo, como le sucedió a Bourne, cuando tuve un hijo y un empleo a tiempo completo (además de mi afición a ver series de TV). Actualmente, algo más de un libro por semana es mi promedio y también creo, como dice el artículo, que una meta de sesenta libros al año es realista.

Con esa convicción, empecé 2013 en una casa de playa y pude leer tres libros en cuatro días. Me sentí feliz, radiante, rejuvenecido. Fue una ilusión, pues en la ciudad mi ritmo ha vuelto a ser el de los últimos años pero confío que llegaré a los sesenta libros, incluso proponiéndome algunas lecturas largas (la biografía de John Cheever me espera en el próximo feriado largo, y quisiera releer este año los dos tomos de la biografía de Nabokov). Desde luego, sé que la velocidad no implica una mejor lectura, y probablemente alguien pueda argumentar sólidamente que leer un solo libro durante todo el año puede ser una experiencia más enriquecedora que mi meta de sesenta libros en un año. Da igual. Existen muchas maneras de leer y muchos tipos de lectores. Yo soy de los que leen en el ascensor y se golpean con los postes. Repasando mi vida, veo que han sido realmente pocas las ocasiones en las que he salido de mi casa sin un libro en la mano. Y la sola posibilidad de encontrarme atrapado en un sitio sin nada que leer me crea una angustia anticipada. 

¿Por qué llevé un libro a un matrimonio? Pues porque soy un lector compulsivo, porque siento que cuando no leo estoy perdiendo el tiempo, porque desde niño los libros son parte importantísima de mi vida, porque aprovecho cualquier ocasión que estoy a solas para leer y sobre todo porque, como dice Dantzig, "Leer es mucho más interesante que entretenerse".

La felicidad de recomendar libros

Por: | 15 de enero de 2013

Bookdrop
Foto: mtsofan

Soy de los que viven en departamentos alquilados y cada cierto tiempo debo desprenderme de libros de mi biblioteca para darle espacio a mis muebles. Intento no exceder los tres únicos libreros que me he permitido, con libros a doble fila (la doble fila es lamentable); aunque últimamente reconozco que ando algo desbordado, con decenas de libros en el suelo esperando una ubicación (es decir, toca una nueva venta).

Desde mi adolescencia llevo en mis mudanzas dos centenares de libros ajados, clásicos que he ido arrastrando desde la biblioteca de mi padre y de los que no pienso desprenderme. Tengo, además, mis libros favoritos, una radiografía de mi personalidad sintetizada en títulos y lomos. Y luego están las novedades. Los libros que compro cuando viajo, los libros que pido que me traigan cuando alguien viaja, los libros que encuentro en Lima luego de bucear en sus libreros y encontrarme con sorpresas.

Mi biblioteca personal, como la de todos, está llena de anécdotas. La mejor incluye a San Petersburgo de Andréi Biely. Encontré una lista de cinco libros imprescindibles para Vladímir Nabokov, de la cual yo había leído cuatro. Pero jamás había escuchado hablar del tal Biely. Durante muchos años, con verdadera insistencia, busqué San Petersburgo en librerías de Barcelona, Madrid, Buenos Aires, México, Santiago de Chile, Bogotá. Nada. Un día, bajé a la librería del primer piso del centro cultural donde enseño talleres literarios desde hace más de una década. Es una librería pequeña en la que suelo entrar antes de cada clase para echar una rápida mirada sin expectativas. Entonces, en una mesa de saldos, encontré San Petersburgo. No uno sino cinco ejemplares, y a un precio casi simbólico. Ahora es también uno de mis libros favoritos.

Otra anécdota similar ocurrió con Los desaparecidos de Andrew O'Hagan. Me lo recomendó Marcos Giralt Torrente, que le había hecho una reseña. Estaba en Madrid y luego iría a Barcelona. Lo busqué sin éxito en las librerías de ambas ciudades. Finalmente, me convencieron de que no encontraría un libro de relativo éxito, publicado un par de años antes, ni en saldos. Tuve que olvidarme de su existencia. Una semana después, de regreso en Lima, por aquella inercia que me hace meterme siempre en librerías a ver qué pasa, visité al antiguo local de la calle Dasso de la librería El Virrey. En la mesa de novedades, como levitando, me esperaba un ejemplar del libro inhallable.

Esto me lleva al tema de las recomendaciones. De manera indirecta, Rodrigo Fresán, sin duda el mejor creador en castellano de blurbs para los libros que reseña (y que las editoriales suelen coger para sus contratapas o sus tiras), es el principal culpable de que mi biblioteca exceda su continente. Gracias a él he leído libros memorables, y también por culpa de su entusiasmo contagioso he gastado mucho dinero. Dos amigos escritores, el mencionado Marcos Giralt Torrente y Edmundo Paz Soldán, son estupendos recomendando libros. Recuerdo la noche en Lima cuando, visitando una librería, con la aparente indiferencia de un pase en primera, Edmundo me recomendó que compre Amanece la muerte de Jim Crace. Era caro, excedía mi presupuesto, pero igual lo compré. Instantáneamente, se volvió uno de mis favoritos, un libro que solía releer cada año hasta que terminó desapareciendo de mi biblioteca (debo añadir que, más allá de mis ventas organizadas, de vez en cuando los libros se evaporan de mis libreros misteriosamente). Otra recomendación espectacular: en una cena en México, visitando a unos amigos de Mario Bellatin, uno de ellos -director de teatro- me dijo: "Anda a una librería y cómprate un libro que nadie más te va a recomendar: La obediencia nocturna de Juan Vicente Melo". Le hice caso y compré el libro. Fabuloso. Lo he recomendado desde entonces a muchas personas (en una librería de viejo en Medellín encontré varias ediciones y se las hice comprar a todos los presentes. Nunca supe si les había gustado).

¿Cuál es el libro que más he recomendado y regalado en mi vida? Otras tardes, de un escritor peruano casi desconocido llamado Luis Loayza. No dejar pasar oportunidad -como esta- para recomendarlo.

Comprar un libro guiado por el instinto (el título, el dibujo o el color de la carátula, o un blurb preciso como un gancho al mentón) depara más decepciones que sorpresas. Pero las sorpresas se disfrutan el doble. Por ejemplo, en una desangelada feria de libro compré Una princesa en Berlín de Arthur R. G. Solmssen. Eran época de vacas flacas y me lo llevé solo porque era el único que podía pagar y me gustó el dibujo de la carátula. La felicidad que me deparó dura hasta hoy. Extraordinario. El más reciente libro que conseguí por recomendación (esta vez de un lector de Moleskine Literario) es Noches insomnes de Elizabeth Hardwick. Apenas lo mencionó, mi memoria me condujo a un libro pequeño que meses atrás había visto, y pasado por alto, en Sur, una bella librería recién inaugurada en Lima. Demoré varias semanas en comprobar si era ese el libro y sí, era ese, y desde ayer lo tengo conmigo.

Mientras tuve mi programa de TV y desde que creé el blog Moleskine Literario mi objetivo principal ha sido siempre recomendar libros (incluso los que no he leído pero me atraen compulsivamente). Desde el 1 de enero del 2013 inicié un proyecto personal: un blog llamado 365 días de libros. No sé si cumpliré aquello de recomendar un libro al día (me está costando mucho, lo reconozco, y quizá más adelante deba recurrir a amigos) pero sí sé que cuando alguien dice que le gustó un libro que le recomendé, un orgullo mal disimulado aparece en mi cara, lo más parecido que hay a la felicidad.    

Balance personal del 2012

Por: | 26 de diciembre de 2012

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2012 literario

Desde que llevo mi blog Moleskine Literario hago un balance literario personal de cada año. Ahora sumo a Vano Oficio a esa costumbre. Subrayo que es "personal" porque, como quedó explícito en un post anterior (Los 21 del 2012), hay muchos libros que me quedaron en la mesa del velador por leer.

Aquí dejo, entonces, el balance de lo que me dejó este año tan intenso:

Los cinco libros del 2012

1.- El libro uruguayo de los muertos de Mario Bellatin (Sexto Piso)

2.- El sentido de un final de Julian Barnes (Anagrama)

3.- Más allá del tiempo de David Grossman (Lumen)

4.- La soledad del lector de David Markson (La Bestia Equilátera)

5.- Antigua luz de John Banville (Alfaguara)

La revelación del año: La soledad del lector, de David Markson, un libro fragmentado, híbrido, que presenta atinadamente al lector como un alter ego del escritor.

La decepción del año: Joseph Anton, de Salman Rushdie, las esperadas memorias de los años de la fatwa mostraron a un escritor egocéntrico, rencoroso, vengativo e incapaz de tomar distancia sobre sí mismo y convertir su tragedia en un aprendizaje.

El evento del año: La FIL Guadalajara se ha convertido en la Gran Feria del Libro en castellano y una de las más importantes del Mundo. Autores de calidad en varios idiomas, buena información, muy versátil y diversa en los temas expuestos, estupendas ventas y récord de visitantes. Pero, sobre todo, entrañable. Mejor, imposible. Una mención honrosa para el evento "El canon del boom" que, en plena crisis, se llevó a cabo en diversas sedes de España con gran éxito de público, autores y ponencias extraordinarias.

Lo feo del año: La discusión a favor y en contra del premio FIL Guadalajara a Alfredo Bryce Echenique era previsible y comprensible, pero la decisión de entregarle el premio al autor fuera de la FIL no se justifica y dejó descontento a todos.

La editorial del año: La editorial Sexto Piso ha mostrado la fortaleza que tiene las editoriales alternativas cuando son bien dirigidas. Autores como Bellatin, Glantz, Goldman, Keret, Petrovic, Powers, Rolin son aval de un trabajo bien hecho. Mención honrosa a las premiadas editoriales argentinas Adriana Hidalgo y Eloísa Cartonera.

El escritor del año:  Mo Yan, un premio Nobel que puso en el tapete el tema de la censura y el compromiso del escritor pero cuya calidad literaria es incuestionable y el premio merecidísimo. Mención honrosa a Mario Vargas Llosa, infatigable como ensayista, novelista (su nueva novela se publicará el próximo año) y conferencista, quien mantiene su vigencia como el escritor más importante del idioma.

La pérdida del año: Aunque todas las muertes son lamentables, dos ausencias literarias me han conmovido especialmente, dos autores notables y auténticos animadores culturales: el narrador mexicano Carlos Fuentes y el poeta peruano Antonio Cisneros.

El blog literario del año: "Las cosas de la velocidad", el blog que lleva Rodrigo Fresán en "El Sindicato", es de lectura obligatoria.

Para tener en cuenta: Algo interesante en el 2012 es la consolidación de las escritoras, tanto en súper ventas como el fenómeno 500 sombras de Grey, de E.L.James, como en premios literarios para Hilary Mantel (Booker), Louise Erdrich (National Book Award) o el Premio de los lectores de "El País" a Almudena Grandes como Mejor Libro del año por El lector de Julio Verne. En América Latina, una cantidad de escritoras consagradas (como Hebe Uhart, Margo Glantz, Damiela Eltit, Laura Restrepo) y autoras jóvenes como Mayra Santos Febres, Pilar Quintana, Andrea Jeftanovic, Samantha Schweblin, Valeria Luiselli, Katya Adaui, entre otras, muestran un porvenir muy atractivo para los próximos años.

Finalmente: Quiero agradecer a todos los lectores de "Vano Oficio", y a la gente del diario "El País" digital, que confió en mí a principios de año para la escritura de este blog. Un abrazo y feliz 2013. 

Un poema de Navidad

Por: | 19 de diciembre de 2012

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Foto: elPadawan

 

Navidad. Mi hijo tiene nueve años. No sé exactamente cuándo dejó de creer en Papa Noel. Cuando se lo pregunto contesta con evasivas. Si lo hago directamente prefiere decir que "ya no cree tanto en él" (aunque sé que no cree nada, se lo ha dicho a su primo, a sus amigos del colegio, a los vecinos) quizá para no defraudarme, para no hacerme sentir mal, para que el tiempo no pase para mí. Él ha ido a escoger conmigo los regalos -la famosa lista- que he comprado, sin que me viera, al día siguiente. Los he escondido. Él no los busca y fingirá sorprenderse cuando descubra que la misma caja, con una abolladura en la derecha, que señaló en la tienda, ahora está en sus manos envuelta en papel de regalo. 

 

Existe un bello poema, un poema tremendo, de un poeta norteamericano llamado Charles Harper Webb, de quien no he leído nada más (Google me informa que nació en Filadelfia, que toca guitarra, que vive en California, que tiene una esposa y un hijo cuyo segundo nombre es Byron, y que firma como Charles H. Webb para que no lo confundan con el autor de El graduado). Es un poema de 1997, del poemario Reading the Water. La traducción al castellano es de Juan Hernández-Senter para la editorial mexicana Verdehalago, hecha en el año 2000. No he dejado de leerlo ninguna Navidad desde que lo descubrí. Esta vez no será la excepción, aunque cada año duele más.

 

La muerte de Santa Claus
Ha tenido dolores en el pecho
por varias semanas, pero los doctores
no hacen visitas al hogar en el Polo Norte.

dejó de pagar su seguro médico Blue Cross,
se marea cuando le hacen exámenes de la sangre,
las batas del hospital siempre se le abren, las

salas de espera le causan dolor de estómago, y
de todos modos nada más tiene indigestión, por lo
menos eso pensaba, hasta el día en que al estarles

dando de comer a los renos, sintió como si la mano
de un monstruo le hubiera agarrado el corazón
y no dejara de apretar. No puede respirar, y el

mundo blanco tan hermoso se torna negro,
y cae sobre su panza de gelatina en la nieve
y la Sra. Claus sale corriendo de la fábrica

de juguetes, gritando, y deja a los duendes
frotándose sus manitas nerviosas, y la nariz
de Rudolph se prende y se apaga como una luz de ambulancia

triste, mientras en Houston Texas en una de esas casas en serie,
yo, de 8 años, le digo a mi mamá que los mensos
de la escuela dicen que Santa Claus es pura mentira,

y ella, tomándome la mano, se sienta conmigo en el sofá
de flores moradas, con lágrimas en los ojos,
y con una terrible noticia en la garganta.

Cuando los censurados se convierten en censuradores

Por: | 12 de diciembre de 2012

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Mo Yan en Estocolmo. Foto: Bengt Nyman

"¿Vamos a tener que volver a los tiempos en que se juzgaba la calidad de la obra literaria por la adscripción del autor a una u otra opción política?" se pregunta José María Guelbenzu en un artículo publicado ayer en El País, dedicado al premio Nobel chino Mo Yan y sus detractores. Concluye: "Lo que escribe Mo Yan es gran literatura y como tal acabará siendo apreciado por encima de la coyuntura política y bajo esa luz ha de ser juzgado". 

Todos conocemos los desagradables productos literarios que esa época produjo. Libros absolutamente prescindibles, folletos de propaganda sin ningún interés, libros que no pasaron de ser proyectos ideológicos sin valor literario. Nadie necesita que regresen esos años, nadie necesita dictadores ni censuradores literarios.

Sin embargo, el premio otorgado a Mo Yan ha despertado los fantasmas de la censura, esos espectros que andan rondando donde uno menos lo imagina y que no necesitan demasiados pretextos para aparecer. Es cierto que Mo Yan es un escritor afín al actual régimen chino, vicepresidente de la sociedad de escritores de su país, un autor que ha mostrado su poco o nulo interés en distanciarse de la censura a la que somete China a los pensadores y escritores que no están alineados con ellos. En la poco acertada conferencia de prensa que dio a su llegada a Estocolmo, donde estuvo a la defensiva, exculpó a China declarando que todos los países son censuradores, en mayor o menor grado, e incluso comparó la censura con el control que se hace a los pasajeros en los aeropuertos. Un trámite incómodo pero necesario para protegerse. ¿Protegerse de qué? ¿De los que agreden al régimen, de quienes lo critican o se burlan de ellos?

Quedó mal parado el ciudadano Mo Yan, sin duda, pero no el escritor. Mo Yan es un extraordinario escritor, dueño de una imaginación fabulosa, un narrador que relata en sus novelas -incluso las más fantasiosas o absurdas- la condición humana, el abuso del poder, el machismo imperante que considera a las mujeres como inferiores. Sus novelas son novelas políticas, aunque se cuida de que sus dardos nunca estén dirigidos contra el actual régimen sino contra la época anterior, los años oscuros de Mao.  

Liao Yiwu, escritor chino exiliado en Alemania tras escapar en el 2011, luego de pasar cuatro años en prisión por su poema "Masacre", acusa a Mo Yan de ser un crítico dentro de "los límites autorizados": “(...) hay que reconocer que sus escritos denuncian los males del régimen. Mo Yan ha desvelado algunas sombras del periodo maoísta, en los límites autorizados, pero evitando evocar las que han sido cometidas durante la regencia de los actuales dirigentes”. Yiwu subraya: “Adorno dijo que escribir poesía después de Auschwitz era un acto de barbarie. En China, el equivalente es este: escribir sin dejar testimonio es vergonzoso”.

Lo que Liao Yiwu, ni los demás críticos desencajados, perciben es que frases como "escribir sin dejar testimonio es vergonzoso", los convierten en lo mismo que atacan: dictadores literarios. Son ellos los comisarios que imponen los límites, los censuradores que dictan cuáles son los temas obligatorios que un escritor debe escribir para no caer en "verguenza" ni ser llamado "prostituta", como han calificado a Mo Yan. 

El tema Mo Yan demuestra lo frágiles que son los límites entre la censura y la libertad, lo voluble que son las convicciones, lo ideológico camuflado detrás de cualquier principio que se pretende universal. Que un escritor que ha tenido que estar escondido diez años, como Salman Rushdie, quien en sus memorias se presenta a sí mismo como una víctima del fundamentalismo, un defensor de la libertad de expresión y del acto de escribir artísticamente como un valor superior al de ofender o lastimar a un grupo de personas, califique a Mo Yan como "hombre de paja" del régimen es una lástima. ¿Tan pronto se han olvidado Liao Yiwu o Salman Rushdie que la libertad de expresión que ellos defienden, y que les fue negada por escribir un poema o una novela contra el poder de turno, es la misma que le quitan a Mo Yan de escribir lo que quiera y como quiera? ¿Tan fácilmente los líderes de la libertad y los defensores de la literatura como un objeto que trasciende la ideología y el sometimiento a cualquier idea que no esté en el autor, se convierten en censuradores y quieren obligar a Mo Yan a escribir sobre lo que ellos quieren, creer en lo que ellos creen y opinar como ellos opinan?   

Si festejamos el premio Nobel a Gao Xingjian, negado por el régimen chino, escribiendo lo que su talento le permite desde el exilio, festejemos también el de Mo Yan escribiendo dentro de su país, y cuya obra trascenderá cualquier desafortunada conferencia de prensa, cualquier carnet del partido y, en especial, cualquier crítica de los hombres que hoy levantan las banderas de la censura en nombre de la libertad de expresión.

El País

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