* ADVERTENCIA Este post no es recomendado para quienes no hayan visto Amour, de Haneke, porque el autor reflexiona a partir de su final.
Por MANUEL GUTIÉRREZ ARAGÓN

De
pronto, la situación que estamos contemplando en la pantalla, se invierte. De
la dedicación, la generosidad y la comprensión de la pareja, se pasa a un
comportamiento violento, inesperado. El amante coloca una almohada sobre la
cara de la amada, y la asfixia con cuidado, casi con delicadeza. Momento
inesperado, digo, pero no falto de lógica. Me estoy refiriendo a la escena –un
solo plano sostenido, insostenible- en que el protagonista acaba matando
aquello que más quiere: su mujer, enferma incurable y sufriente. Y la película
es Amour, la última entrega del
director Michael Haneke a sus incondicionales espectadores, entre los que me
encuentro.
En
ciertos aspectos, el trabajo cinematográfico de Michael Haneke se parece al
método que los antropólogos llaman “extrañamiento,” al obligar al espectador a
contemplar los hechos que suceden ante él como si fueran las prácticas sociales
de algo lejano, desconocido, como si se tratara de una familia que no fuera de
nuestra tribu – léase civilización. Y sin embargo, su comportamiento es tan habitual,
cotidiano, reconocible, tan parecido al nuestro que diríamos que somos nosotros
mismos.