"Por un par de razones, este guion no se adhiere a la norma de a minuto por página. 1. Aunque muchas de las escenas son increíblemente breves, hay más del doble de lo normal en un guion, obligando a que también haya mucha más descripción y encabezados de escena. 2. Muchos de los objetos de esta historia no tienen un análogo en el mundo real, obligando otra vez a añadir descripción".
Y una cosa más: que durante las primeras 68 páginas volamos a "ritmo de prólogo de show televisivo", a 30 segundos por página de tiempo en pantalla; y que cuando cambiemos a los niños, lo haremos a 40 segundos por página. Total, para 255 páginas de guion, dos horas. Lo normal.
Así, como un prospecto de lo más estrambótico, arranca A topiary, el proyecto soñado (y fallido) de Shane Carruth. El director de Upstream color (de estreno este fin de semana), que se pasó años trabajando en su enorme, bizarra y megalómana superproducción, tuvo que decir basta. El motivo: Hollywood.
"Te diré algo sobre Hollywood. En esta ciudad los que deciden no tienen ni idea de cine. Los técnicos, los directores de fotografía, sí saben. ¿Pero los productores? Solo hay un modelo: contrata a una estrella. Nadie lee guiones. Nadie se preocupa por el público o todas esas cosas por las que dicen preocuparse. Contrata a una estrella. Eso es todo". Pero A topiary no permitía contratar a un hombre de marca: un Brad Pitt, un Tom Cruise o un... Orlando Bloom. Consumido un tercio de la película, el casting de actores cambia a un grupo de chavales : "No pude hacer la película por decir: 'Tal vez tener a Orlando Bloom como chaval de doce años sea un poco forzado'". Carruth se ríe, pero no bromea.
Lo que el espectador se ha perdido con A topiary es a Carruth volando sin motor, sin hacer cálculos del tipo: qué puedo permitirme por nada o casi nada de presupuesto. La película arranca fiel a su estilo. Muy rara. El primer encabezado del libreto dice: “1979 Volkswagen Vanagon”. Una familia de padre, madre y tres chavales en viaje anodino. Y de pronto... Una furgoneta que cambia de carril. Choque. El coche en una vertical sobre el asfalto. Cae, y el espacio en su interior se comprime a la mitad: “Cuando las cosas se calman, Papá es el único que sigue remotamente en el mismo lugar. Están totalmente rígidos”.
Del shock de la tragedia a un primer acto que empieza con una excusa banal. Acre Stowe, funcionario público e ingeniero, tiene que encontrar el emplazamiento ideal para un centro de emergencias cercano al lugar del accidente de la familia, un punto especialmente letal en la autopista. Un minucioso trabajo de recopilar datos comienza. Cuando Acre viaja al punto ideal en cuestión se encuentra con un brillo estelar sobre la fachada de un rascacielos. Y de ese brillo emerge un patrón.
De ahí a una caída libre en un montaje acelerado de escenas que cubren años de obsesiva búsqueda. Acre se une a una especie de culto de científicos que buscan algo, muchos algos. Esos objetos que “no tienen un análogo en el mundo real”. Objetos como el Apólogo: “todo él ángulos abstractos que semeja más un andamio o un esqueleto que algo terminado y funcional”. Y también fósiles; de animales imposibles.
Después de 45 minutos de vivir la historia de Acre Stowe, de funcionario gris a obseso buscador de una tecnología inquietante, cambio de personajes. El grupo de chavales en los que estaría de más Orlando Bloom. Un grupo que descubre una “robusta máquina negra, El Hacedor” capaz de hacer y controlar cualquier cosa. Un dragón, por ejemplo. Lo que sigue es un viaje de cuánto se puede exprimir la imaginación cuando uno no tiene límites.
Pero Carruth no quiere hablar de ello. Le es demasiado doloroso. Especialmente sabiendo que el guion se filtró a Internet, algo que le hace sentirse “increíblemente mal”. “La gente no se da cuenta de que un guion no es ni remotamente una película. Y que alguien haya filtrado mi historia así… No lo sé. Solo un escritor puede entender qué se siente”. El blanco de sus iras es no obstante la meca del cine, los que le robaron su sueño: “Reuniones, y reuniones y reuniones. Y nadie te dice que no. Son todo sonrisas. Te dicen que está en marcha y te dan palmaditas en la espalda. Pero nada ocurría. ¡Nada! Y de pronto me di cuenta de que iban a seguir diciendo que sí indefinidamente. Fue entonces cuando yo dije que no. Gracias, me voy a hacer una película por la que no tenga que pedir permiso. Amo esta historia y sé que algún día la recuperaré con una mirada fresca. Pero ahora mismo simboliza todas las razones por las que nunca haré nada en Hollywood”. Una amenaza que pesará como una losa para que este ambicioso film, con su Apólogo y su dragón, puedan brillar algún día en la gran pantalla. Carruth, sin embargo, sueña: “En cinco o diez años, tal vez”.
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