La política, en el mundo entero, salvo quizás raras excepciones, está en pecado. Ha perdido desde hace tiempo el estado de gracia.
Quizás por ello no existan ya líderes políticos. No digo profetas, ni mesías, ni mucho menos padres de la Patria, sino líderes de verdad. Y de ahí también el agravarse de las crisis.
Lo que ha llevado a la política a ese estado de pecado es el haberse confundido con la institución familiar. Si hay algo que contamina y empodrece a la política es el hecho de considerar que los responsables de la vida pública, de gestionar los derechos y deberes de la comunidad, tengan que actuar al modo de una familia, donde sobretodo el padre, sea el encargado no sólo de cuidar, según su modelo y sus gustos, del bienestar de los hijos, sino también de saber, como nadie, lo que a ellos les gusta y necesitan.
En este Brasil, donde vivo, la política, a pesar de sus nuevos rasgos de modernidad, arrastra aún el vicio de esa confusión con el modelo familiar o patriarcal. Y hay obras clásicas de literatura que han sacado a la luz ese pecado que persigue en todo el mundo a la política, que es el arte de la “polis”, de la ciudad, de la gente, no de la familia.
En su obra clásica, Os donos do poder, Raymundo Faro descarna ese vicio que Brasil heredó de los portugueses, de la no distinción entre “público y privado”; entre los asuntos de estado y los intereses particulares.
En otro clásico, Raizes do Brasil, Sérgio Buarque de Holanda, aborda
abiertamente el peligro de que el estado se convierta en la continuación
de la familia.
Y para completar la trilogía de clásicos sobre el tema que hoy angustia a la política mundial, desde China a los Estados Unidos pasando por Europa y América Latina, Gilberto Freyre en su obra Casa Grande & Senzala, explica como las relaciones familiares tuvieron una importancia capital sobretodo en el periodo colonial, algo que se perpetúa aún hoy aunque travestido a veces de modernidad.
No es ya sólo el líder político el que se convierte en el padre que sabe lo que es mejor para sus hijos, en la abundancia y en la penuria, sino que puede serlo un partido o una iglesia, el que se arrogue la misión de salvar a la comunidad a cualquier precio, aunque sea a costas de admitir que los fines justifiquen los medios.
Y uno de esos medios puede ser la necesidad de que el partido, como una gran familia, decida por donde debe moverse la sociedad, ya que ese viaje es el mejor para ella aunque no lo entienda. Y su partido el mejor de todos así como cada familia se considera siempre mejor que la del vecino.
Exactamente como cuando el padre le dice al hijo “Yo sé lo que te conviene hacer”. ¿Y quién, dentro de la entraña de la política familiar, mejor puede saber lo que el hijo necesita, que el propio padre?
Y no es preciso
que sea padre y padrón. Puede ser un padre hasta moderno y progre. Más
aún, cuanto más moderno y progre mayor seguridad de que lo que él piensa
y decide es lo mejor para el hijo.
Siguiendo ese esquema antiguo o moderno, conservador o progresista del modelo familiar aplicado a la política, se llega a la parálisis, a la inquietación, al desasosiego, ya que con mayor o menor lucidez, los ciudadanos advierten que no son tratados como como tales sino como hijos o familiares a los que hay que darles no lo que ellos querrían sino lo que les es mejor.
Una buena parte del populismo y paternalismo que reina aún en parte en América Latina, se deriva de ese concepto político familiar. De ahí que la gente acabe votando a la figura del padre o de la madre que les proteja. A veces esos mismos líderes se definen ellos mismos como padres y madres bondadosos que saben como nadie lo que les conviene.
Esa necesidad de líderes paternos o maternos y de colocarlos en los altares, a los que se les perdonan todos los pecados, a la larga supone la
muerte de la política, así como un exceso de protección familiar sobre el
hijo conlleva la castración de la personalidad del mismo.
Leí con atención días atrás el post del blog de mi querido compañero Andrés Ortega sobre la orfandad de la política, agudo como todos sus análisis. Y al mismo tiempo me impresionó el comentario a dicho post de Enrique Bocardo, profesor de Filosofía Moral y Política de la Universidad de Sevilla cuando afirma: “¿Más padres? No creo que sea esa la solución. Cuando las relaciones políticas se entienden en forma paternalista, el padre no tiene responsabilidad y el hijo está sometido a la autoridad del poder”.
Y cuando- añado yo- las relaciones políticas se ven bajo el prisma familiar surgen todas las tentaciones de corrupción e impunidad. Lo público queda sometido a lo privado. Los intereses de la colectividad quedan condicionados a la ayuda a los tuyos, sean familiares, amigos, partido o lo que sea, porque así como en familia todo se perdona por el bien de los hijos, así en política, los intereses del partido, la familia alargada, pasan por encima de los intereses públicos.
Es lo que llevó al novelista, Joâo Ubaldo Ribeiro, autor del clásico, Viva el pueblo brasileño, a decir con fina ironía que es imposible luchar contra la
corrupción cuando el sueño de todo brasileño, es “tener un político
corrupto en familia” para que le resuelva sus problemas y los
saque de apuros.
¿Donde encontrar líderes que no estén contaminados por el prurito
familiar que les haga pensar más en el bien público que en el personal o
de agregación política?
De esos sí, querido Andrés, que seguimos huérfanos y creo que lo seguiremos durante mucho tiempo, ya que hasta desde la calle, se alimentan también personalidades que de alguna forma, aunque enmascarados de protesta, siguen encarnando los ideales del padre poderoso que desde la cuna nos alimentó con su seguridad, sin necesidad de que nos esforzásemos por buscar caminos nuevos, libres y personales.