Nunca se ha hablado tanto de que el catolicismo, para salvarse de la
sangría mundial que lo azota, necesita volver a sus raíces, a sus
orígenes, que arrancan en Palestina con las enseñanzas del profeta judío
J
esús de Nazaret.
Ha sido con el papa Francisco, cuando más se ha vuelto a hablar de la
urgencia de la Iglesia de recuperar sus esencias cuando nació como un
ensanchamiento del judaísmo que Jesús imaginó abierto a otros grupos no
judíos en nombre de un Dios que era padre de toda la humanidad.
Cuando se habla de que el cristianismo debe desprenderse de la
influencia que recibió en el siglo IV del imperio romano y de la
contaminación platónica de la filosofía griega con San Agustin, poco se
habla de algo que es fundamental: recuperar la teología del cuerpo, la
idea de que, como defendió siempre el judaísmo que influenció a las
primeras comunidades cristianas, no existe diferencia entre cuerpo y
alma, entre basar y ruaj.
Hasta Pablo de Tarso, la dignidad del cuerpo es inseparable de la del
alma o espíritu. Sólo con la influencia helénica, el cristianismo se
contamina y empieza a ver al cuerpo como “cárcel” del espíritu y por
tanto “territorio de pecado” influenciando fuertemente toda la ética
sexual.
Para San Agustin, influido ya por la filosofía griega, el hombre
es “un alma racional que tiene un cuerpo mortal”. El cuerpo pasa a ser
secundario y peligroso para la santidad.
Al revés, la cultura judía, en la que bebió el primer cristianismo,
fue diametralmente opuesta a la de la Iglesia de hoy. En el judaísmo no
existe la vergüenza por el cuerpo y por tanto de la sexualidad.
Para el judaísmo el pecado original no es el sexo.
Ese divorcio entre el cuerpo y el alma acabó contaminando todo el
mundo de la sexualidad en la Iglesia y acabó cayendo sobre la mujer,
considerada objeto de tentación sexual y por tanto alejada del
sacerdocio que le había sido connatural en las primeras comunidades
cristianas, cuando aún ni el cuerpo ni el sexo eran vistos como
territorio del mal.
Y así la mujer sigue sin poder ser dueña de su cuerpo con todas las consecuencias que ello conclleva.
Ese dualismo entre cuerpo y alma, llegado al cristianismo a partir
del siglo II, cuando se aleja de sus raices judías, ha acabado
condicionando toda la ética sexual de la Iglesia hasta hoy.
Sólo en el Concilio Vaticano II llegó a defenderse, por ejemplo, que
la sexualidad además de un instrumento apto a la procreación puede ser
un nuevo modo de comunicación humana.
El papa Inocencio III llegó a sostener que el Espíritu Santo se
ausentaba de la habitación cuando dos casados mantenían relaciones
sexuales ya que, según él, el acto sexual, aún lícito, “avergüenza a
Dios”.
Se dice que Francisco es el papa “del cuerpo”, que no teme el
contacto físico. En sus cuatro meses de pontificado ha besado más
personas, niños y mayores, que otros papas durante toda su vida.
Quizás sea esa falta de miedo de Francisco al tacto, a la
corporeidad, lo que le hace ser amigo de muchos judíos para los que el
cuerpo no puede ser nunca enemigo del alma sino el gran compañero de las
relaciones verdaderamente humanas y no sólo espirituales o sublimadas.
Si analizamos los sacramentos de la Iglesia, en su originalidad, son
todos ellos sacramentos “del cuerpo”. Son realidades que se transmiten a
través del cuerpo, desde la Eucaristía al bautismo, o la extrema
unción.
La gracia atraviesa siempre el cuerpo que es “obra de Dios” y no
“instrumento del demonio” como han sostenido tantos teólogos
conservadores.
Francisco, a una devota que se jactaba de dar siempre limosna a un
mendigo, le pregunto: “Cuando le entrega la moneda al hermano mendigo,
¿se la arroja o se la coloca en las manos tocándoselas?"
El papa que se ha despojado de todos los símbolos de poder de una
Iglesia que se avergüenza del cuerpo y coloca a la virginidad por encima
del matrimonio, busca el contacto corporal con la gente. Ha pedido a
los sacerdotes que desempolven la práctica antigua cristiana de “imponer
las manos” a los fieles, para bendecirles.
Francisco ha entendido que la Iglesia para hacerse creíble y para dar
respuestas a los nuevos desafíos que la ciencia y la ética moderna
plantean, no puede seguir refugiándose en el miedo a la corporeidad, ni
seguir defendiendo que el cuerpo es la fuente del pecado y debe abrir
nuevos caminos de lo que él llama la “teología del encuentro”.
Cuando se refiere al ecumenismo, a las diferencias que separan
incluso a los que se profesan hijos de un mismo Dios, Francisco pone el
ejemplo de que por las venas de creyentes y no creyentes “corre la misma
sangre” y por eso todos debemos sentirnos una misma “familia”. Todo el
resto, para él, es ideología.
Su fuente de inspiración, en realidad es la de Jesús de Nazaret que
llegó a escandalizar a sus mismos apóstoles por el poco miedo que tenía
al tacto, a la corporalidad, como cuando se dejaba lavar los pies por la
prostituta, o curaba a los enfermos “tocándoles” físicamente. Y hasta
usaba su saliva para curar a los ciegos.
El miedo al cuerpo, a la sexualidad, al abrazo físico con el hermano,
llevó a la Iglesia a convertirse en un religión “aséptica”, con
vocación más de ángel que humana. Ahora bien, la esencia del
cristianismo ,?no es la “encarnación” y la “resurrección”- no
sólo de las almas sino también de los cuerpos- ? Y los cuerpos están
atravesados por la sexualidad y el disfrute del encuentro. Juntos,
cuerpo y alma, se salvan o se condenan.
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(Artículo de Juan Arias, publicado el 27 de julio, en el diario O Globo, en su cuaderno literario PROSA-VERSO con el título "A carne não é territorio do pecado")
Versión portuguesa:
A carne não é
território do pecado
Para se reinventar, a
Igreja precisa voltar às suas origens e abandonar o dualismo entre corpo e
espírito, que segrega as mulheres e dita uma ética sexual incompatível com o
presente
Por Juan Arias*
Nunca se disse tanto
que o catolicismo, para se salvar da sangria que o assola, precisa voltar a
suas raízes, a suas origens, que começam na Palestina com os ensinamentos do
profeta judeu Jesus de Nazaré.
Com o Papa Francisco
voltou-se a falar ainda mais sobre a urgente necessidade de a Igreja recuperar
suas essências. Ela nasceu, na visão de Jesus, como uma abertura do judaísmo a
outros grupos não judeus em nome de um Deus que era pai de toda a Humanidade.
Quando se diz que o
cristianismo deve se desprender da influência que recebeu no século IV do
Império Romano e da contaminação platônica da filosofia grega com Santo
Agostinho, pouco se fala de um ponto fundamental: recuperar a teologia do
corpo, a ideia de que, como sempre defendeu o judaísmo que influenciou as
primeiras comunidades cristãs, não existe diferença entre corpo e alma.
Até Paulo de Tarso, a
dignidade do corpo é inseparável da atribuída à alma ou ao espírito. Só com a
influência helênica o cristianismo se contamina e começa a ver o corpo como a
“prisão” do espírito e, portanto, “território do pecado”, influenciando
fortemente toda a ética sexual.
Para Santo Agostinho,
já influenciado pela filosofia grega, o homem é “uma alma racional que tem um
corpo mortal”. O corpo passa a ser secundário e perigoso para a santidade.
Por sua vez, a cultura
judaica, na qual bebeu o primeiro cristianismo, foi diametralmente oposta à da
Igreja de hoje. No judaísmo não existe a vergonha pelo corpo e, em
consequência, pela sexualidade. Para o judaísmo, o pecado original não é o
sexo.
Esse divórcio entre
corpo e alma contaminou todo o universo da sexualidade na Igreja e acabou
caindo sobre a mulher, considerada objeto de tentação sexual e, por isso,
afastada do sacerdócio que lhe havia sido inato nas primeiras comunidades
cristãs, quando nem o corpo nem o sexo eram vistos como território do mal.
E assim a mulher
continua sem poder ser dona de seu corpo, com todas as consequências que isso
traz.
O dualismo entre corpo
e alma, introduzido no cristianismo a partir do século II, quando se distancia
de suas raízes judaicas, acabou condicionando toda a ética sexual da Igreja até
hoje.
Só no Concílio
Vaticano II defendeu-se, por exemplo, que a sexualidade, além de um instrumento
de procriação, pode ser um novo modo de comunicação humana.
O Papa Inocêncio III
chegou a sustentar que o Espírito Santo se ausentava do quarto quando um casal
mantinha relações sexuais, já que, segundo ele, o ato sexual, ainda que lícito,
“envergonha Deus”.
Diz-se que Francisco é
o Papa “do corpo”, que não teme o contato físico. Em seus quatro meses de
pontificado, beijou mais pessoas, crianças e adultos, do que outros Papas em
toda sua vida.
Talvez seja essa falta
de medo do tato, da corporeidade, que faz Francisco ser amigo de muitos judeus,
para os quais o corpo não é inimigo da alma, e sim o grande companheiro das
relações verdadeiramente humanas e não só espirituais ou sublimadas.
Se analisamos os
sacramentos da Igreja, em sua origem, são todos sacramentos “do corpo”. São
realidades que se transmitem por meio do corpo, desde a eucaristia até o
batismo ou a extrema-unção. A graça sempre atravessa o corpo, que é “obra de
Deus”, e não “instrumento do demônio”, como defenderam tantos teólogos
conservadores. Falando a uma devota que se gabava de dar sempre esmolas a um mendigo,
Francisco perguntou: “Quando entrega a moeda ao irmão mendigo, você a joga ou a
coloca nas mãos dele, tocando nelas?”
O Papa que se despojou
de todos os símbolos de poder de uma Igreja que se envergonha do corpo e coloca
a virgindade acima do matrimônio busca o contato corporal com as pessoas. Ele
pediu aos sacerdotes que tirem a poeira da antiga prática cristã de pousar as
mãos sobre a cabeça dos fiéis para abençoá-los. Francisco entendeu que, para
ter credibilidade e responder aos novos desafios apresentados pela ciência e a
ética modernas, a Igreja não pode continuar a se refugiar no medo da
corporeidade, nem continuar a defender que o corpo é a fonte do pecado. Ela
deve abrir novos caminhos do que ele chama de “teologia do encontro”.
Quando se refere ao
ecumenismo, às diferenças que separam até os que se professam filhos de um
mesmo Deus, Francisco dá o exemplo de que nas veias de crentes e não crentes
“corre o mesmo sangue” e, por isso, devemos nos sentir parte de uma mesma
“família”. Todo o resto, para ele, é ideologia.
Sua fonte de
inspiração, na verdade, é Jesus de Nazaré, que escandalizou os próprios
apóstolos pelo pouco medo que tinha do tato, da corporalidade. Ele se deixava
lavar os pés por uma prostituta e curava os doentes “tocando-os” fisicamente. E
até usava sua saliva para curar os cegos.
O medo do corpo, da
sexualidade, do abraço com o irmão, levou a Igreja a se converter em uma
religião “asséptica”, com vocação mais para anjos do que para humanos. Pois
bem, a essência do cristianismo não é a “encarnação” e a “ressurreição”, esta
última não só das almas mas também dos corpos? E os corpos estão atravessados
pela sexualidade e o prazer do encontro. Juntos,
corpo e alma se salvam ou se condenam.
Juan Arias é jornalista e escritor, correspondente
do “El País” no Brasil, autor de “Jesus, esse grande desconhecido” e “A Bíblia
e seus segredos”.