Le pregunté, aquí donde vivo, cerca de Río de Janeiro, un pueblecito de pescadores, a un señor de media edad que estaba echando la red en la laguna abierta al mar, para ver si tenía suerte de arañar algunos peces para la cena, qué opinaba sobre el gran ruido mundial de los espías
“Mire, soy tan pobre y tan don nadie, que ni si siquiera me espían”, me dijo mientras volvía a lanzar la red vacía.
Es verdad, los pobres ni siquiera tienen el honor de ser espiados, en cuyo caso se sentirían importantes como los jefes de Estado, los directores de empresas, los ministros que ya no saben cómo colocar candados a sus móviles para que no les espíen sus llamadas secretas.
¿Es que usted no tiene secretos que puedan ser espiados? volví a preguntar a mi hombre que me respondió mientras sonreía porque la red parecía moverse como si algún pez hubiese quedado atrapado en ella: “mis secretos pueden interesar al máximo a mi mujer, a pocos más” y añadió: “los pobres no necesitamos ser espiados porque al máximo valemos un voto cada cuatro años”.
Noté que la conversación no le interesaba. Y es cierto que a los pobres les suena a algo muy lejano todo ese zumbar de espías. Al máximo les recuerda alguna película de los 007.
Los pobres tienen otros intereses, otros apuros, otras exigencias inminentes, como tratar de acabar el mes con las menores deudas posibles.
“Eso es cosa de ricos y de gente importante”, suelen decir cuando se les pregunta qué piensan de los países que se espían entre sí.
Hasta hace muy poco eran millones aquí en Brasil los que no tenían ni cuenta en el banco, ni tarjeta de crédito y ni siquiera domicilio oficial porque vivían en la ilegalidad.
Difícil espiar a quien no tiene nada. Hoy el número de esos pobres “sin rostro y sin dirección de correos”, como los apellidó un sociólogo, son muchos menos, pero aún existen. Y los pobres que tienen cuenta en el banco, tarjeta de crédito y viven en una calle con nombre y su casa con un número en la puerta, tienen poco que ocultar a los espías. Al máximo, me recordó el pescador, algún que otro “gato”, como llaman ellos a una instalación clandestina al poste de luz más cercano para no tener que pagar la cuenta de luz.
Y me preguntó: ¿Eso interesa a los espías americanos?
Les cuento todo esto porque un colega brasileño, me confió, días atrás, que a veces los periodistas cuando informamos sobre estos escándalos de espías y de espías que espían a otros espías, podemos correr el peligro de ayudar a que todo ese ruido que los poderosos hacen con sus protestas, al saber que son espiados o que los son más de lo que ellos espían a los otros, les sirva como una “cortina de humo” para ocultar los graves problemas internos de cada uno de esos gobernantes.
Esos problemas de los que preferirían que los periodistas no escribiéramos; esos problemas que serían, si acaso, los que a los pobres les gustaría espiar.
A los pobres y a la gente de a pie, a todos los que no temen ser espiados porque no tienen nada que ocultar y que son la inmensa mayoría del mundo, lo que sí les gustaría conocer es lo que esos poderosos piensan de ellos. Les gustaría poder escuchar ciertas conversaciones para descubrir no grandes secretos mundiales, sino cómo piensan engañarles, gastando para ello millones en publicidad, para convencerles que están haciendo o van a hacer por ellos lo que ya saben de antemano que nunca harán.
“Lo importante es que nos lo creamos a la hora de ir a votarles”, decía irónico mi pescador anónimo.
¿Alguien espiará a este blog? Si lo hiciera me gustaría saber qué ha encontrado de excitante en él.
Quizás, que muchas veces prefiero a mis dos gatas Luna y Nana, a muchos humanos. Tal vez porque ellas tampoco tengan nada merecedor de ser espiado. Hasta cuando cazan un pájaro, que a mi no me gusta, en vez de esconderse, vienen, llenas de inocencia, a traerlo a mis pies como un trofeo.
Sus secretos son otros y no me causan miedo como los de los humanos.