En una reunión de jóvenes, el monitor hizo la siguiente pregunta: ¿preferís las cosas grandes o las pequeñas. Algunos resbalaron enseguida en lo erótico. La pregunta tenía, sin embargo, mayor profundidad.
Al escribir hoy este blog estaba escuchando en la tele que en algún lugar del mundo se estaba construyendo el edificio más alto de la Tierra, y en otro el mayor hotel jamás existido.
Y me hice, de repente, a mi mismo la pregunta que había provocado a los jóvenes: ¿me gusta más lo grande o lo pequeño? Y sentí enseguida que lo demasiado grande me aplasta.
Quizás porque crecí escuchando los tiros de los fusilamientos en frente a mi casa, durante la guerra civil española, lo grande me evoca las guerras que todas ellas, hasta las minúsculas, me parecen inmensas.
Los fusiles de los soldados me parecían casi cañones, a mi que tenía cinco años y nunca había visto un arma. A la violencia la veo siempre grande y a la paz frágil como un cristal.
Vivimos en el culto a lo siempre mayor. Prevalece el gusto por lo vultuoso. En las listas de los más ricos del Planeta, las cifras son cada vez más de galaxias. Los pisos tienen que ser cada vez más mayores. Uno de 300 metros cuadrados casi nos parece ya pequeño. Un banquero en Brasil tiene una casa con ocho ascensores privados: cuatro para cada pierna. Y en las favelas viven y caben hasta diez personas en 30 metros cuadrados. Los reyes de la droga en México ya no se conforman con tener un gato o un mastín a sus pies: quieren un tigre.
Hasta en la corrupción, la buena es la que llega a siete cifras de dólares, menos es sólo corruptela.
Reina hoy la figura de lo hiperbólico, de lo que crece hasta reventar de grande. Hasta la obesidad es cada vez mayor. Hay mujeres que necesitan tener cien pares de zapatos y otros tantos frascos de perfumes y ungüentos, A mi madre, ya viejecita, y que parecía haber vuelto a ser niña, le pregunté un día como podía aún conservar una piel de melocotón, sin una arruga: “Usando agua y jabón toda la vida, hijo”, respondió mirándome con sus ojos ya nublados.
Hay hombres que necesitan tener en el armario doscientas corbatas, pero tenemos sólo un pescuezo.
¿Y lo pequeño? ¿Algo que quepa en una mano, algo que no te aplaste, que sea eso, sólo una cosa, o dos?
No soy minimalista, no me gustan los que predican la sencillez como una religión. Ni me gusta lo pequeño por pequeño, aunque tantas veces me parezca más bello que lo grande.
Me gusta, sí, esa gota de rocío que veo, a veces, al levantarme, pegada como un beso en la flor de una orquídea. Me gusta un puñado de nieve que derrite sus pétalos en la palma de mis manos.
Me gusta más una pequeña botella de vino añejo que un garrafón.
Pero también me gustan algunas cosas grandes, que, curiosamente no son las creadas por las manos del hombre, como las grandes basílicas y catedrales o los shopings gigantescos, nuevos templos de la modernidad, que huelen a poder y siento que me aplastan.
Me gusta la grandeza de la naturaleza. Esa me liberta en vez de encadenarme: las grandes sabanas, los horizontes inalcanzables, las inmensas playas vírgenes. Mejor vacías. Me gusta este Océano Atlántico inmenso que tengo en frente mientras escribo. Me gustan sus olas de cuatro metros cuando se enfurece. Me gustan los arcoiris que no puedo abarcar con mis ojos. Y las montañas que huelen aún a la primera creación. Y los vientos que aúllan.
Me gustan los grandes silencios; los grandes vacíos; los elefantes como templos vivos de la selva; las grandes serpientes capaces de engullir a un buey. Me gusta el colorido de su piel. Me gustan las águilas que se mecen en el cielo y que despiertan en mi alma deseos prohibidos de volar.
Me gusta la amistad, que tiene que ser grande, sin medida, si quiere serlo de verdad, y me gustan más las cosas recién nacidas.
El ser humano me gusta más antes de que lo haya contagiado el gusto por el despilfarro, la avaricia o el derroche . Lo prefiero recién nacido, indefenso, cuando aún no conoce la guerra y aún no ha aprendido a odiar. Recelo de los que se sienten siempre fuertes y seguros.
Me gusta el ser humano cuando el tiempo lo ha esencializado hasta hacerse más fácilmente objeto de pequeños gestos de amor, que más ya no necesita.
Entre las dos esquinas de la vida vamos acumulando demasiado equipaje. Cuando las luces se apagan queda sólo el gran silencio de la nada que no se si es pequeña o grande. ¿Cuanto miden los dioses? Los creados por las religiones me parecen enormes, dan miedo. Me gusta más esa pequeña simiente divina que nace incrustada en la conciencia al nacer y que nos susurra cada noche si podemos o no dormir tranquilos.
¿Es eso grande o pequeño?