
Nunca habían sido incendiados tantos autobuses en Brasil: 43 en lo que va de año, con un pérdida de 14 millones de reales. ¿Por qué los queman? ¿Qué simbolismo esconde esa violencia? ¿Existirá algo de freudiano en esos incendios?
Aparentemente, los queman por rabia las personas airadas de los suburbios y favelas que nunca acaban de ser pacificadas del todo, ya que en ellas sigue vivo el rescoldo de la violencia del narcotráfico. Incendian los autobuses cuando en ellas muere a tiros alguien de la comunidad.
Los queman también en el asfalto de la ciudad por otros motivos, como protesta. Lo hace la gente de a pie, la que cada día pasa horas dentro de esas cajas de lata, apiñados, sudados, cansados, camino de un trabajo generalmente duro y monótono.
Los trabajadores brasileños sufren un plus de cansancio y degradación al no poder viajar, como en los países desarrollados, con un mínimo de comodidad
Alguien podría preguntarse por qué justamente son esos trabajadores y estudiantes que usan diariamente el transporte público quienes atentan contra ellos.
Quizás, en su subconsciente, los destruyan porque los medios de transporte, autobuses o metro, constituyen para ellos una especie de calvario, una pesadilla cotidiana, un peso añadido a la fatiga del trabajo.
No fue casualidad que las manifestaciones de junio pasado, que dividieron a Brasil entre un antes de resignación y un después de irritación colectiva, comenzaron por el tema del aumento de los precios de los transportes, sin que las mejoras de los mismos justificase el aumento de sus costes.

Los trabajadores brasileños -sobre todo de las grandes urbes, donde las distancias para ir al trabajo son mayores- sufren un plus de cansancio y degradación humana al no poder viajar, como en los países desarrollados, con un mínimo de comodidad. Sentados, en autobuses limpios, que se muevan con fluidez en el tráfico, que lleguen y salgan con puntualidad.
He leído en la prensa brasileña que los trabajadores, especialmente de los suburbios distantes del centro, son tratados en los transportes colectivos “peor que ganado”, ya que los dueños de vacas y corderos se preocupan de que los animales no se hieran, no enfermen o incluso que no se mareen al viajar. Son preciosos.
En los autobuses públicos, dado que la gente que en ellos viaja no es propiedad de nadie, a pocos les preocupa, por ejemplo, que los ancianos vayan de pie, que madres con hijos pequeños se vean aplastadas, que el calor les haga a veces desmayarse o que no consigan bajarse al llegar a su parada porque viajan como en una caja de sardinas y ni a empujones consiguen salir.
Yo, que viajo con frecuencia en autobús para poder escuchar y observar de cerca a la gente como periodista, he oído de todo, tanto haciendo filas para subir como dentro de ellos: desde el desespero por los atrasos hasta los insultos al conductor por sus frenazos o por no dar tiempo para que los mayores puedan bajarse sin miedo a caerse. He oído hasta decir: “Tendríamos que prenderles fuego a estos autobuses para que los políticos aprendieran de una vez”.

Y no eran marginales los que lo decían. Era gente que iba a trabajar nueve horas y aún tenía que afrontar al acabar, cansados, la vuelta en otros autobuses a veces aún más abarrotados.
¿Será quizás por eso que los ciudadanos no pierden el sueño cuando leen en los periódicos que en una noche han sido quemados 30 autobuses, o cuando los ven arder en las pantallas de la televisión?
Por eso y porque hasta los menos informados saben o intuyen que si los medios públicos de transporte son lo que son, y además caros, es porque detrás de esas empresas se esconden mafias varias, connivencias inconfesables con los poderes públicos
¿Por qué si no ese rechazo a instaurar una Comisión Parlamentar de Investigación (CPI) sobre la corrupción de las empresas de autobuses? Quizás porque la temen políticos de todos los colores acostumbrados a que los dueños de esas empresas les echen una mano generosa para sufragar sus campañas electorales.

He notado hasta ahora sin embargo, entre los precandidatos a la presidencia de la República, poco entusiasmo y énfasis en prometer mejoras claras en los transportes públicos para hacerlos más modernos, más cómodos y más baratos en un país rico y en algunos aspectos moderno y avanzado. Que tengan cuidado dichos candidatos, porque los mismos que incendian autobuses podrían acabar apagando sus nombres en las urnas.
En las democracias desarrolladas y modernas los ciudadanos ya no aceptan viajar como ganado, y Brasil ya no es un país del tercer mundo aunque a veces sus gentes más humildes sufran el azote de los países aún no desarrollados del Planeta.
¿Es que los políticos brasileños no ven, cuando van a los países desarrollados, a la gente (incluidos los ricos) viajar en medios públicos dignos y no notan la diferencia con los de aquí?
La campaña electoral está a las puertas. Y también junio, aniversario de las manifestaciones de protestas callejeras. Y en un clima de Copa, que no aparece exactamente risueño y pacificador. Los brasileños exigen medios de transporte públicos a la altura del “padrón Fifa”.
¿Por qué, desde ahora hasta las elecciones, los candidatos no viajan en los medios de transportes públicos para ver de primera mano lo maravillosos que son y lo feliz y cómoda que la gente viaja en ellos? ¿Sería una mala idea?
Desde los coches blindados es difícil oír los lamentos de la gente común para quienes viajar para llegar al trabajo supone un martirio mayor a veces que la fatiga de la jornada laboral.
La vida de los no privilegiados, que son la gran mayoría en estos países, gira en torno de ese día a día, tantas veces duro y hasta cruel, de despertarse pensando en afrontar horas de viaje en situaciones que rayan la falta de dignidad humana. Y se acuestan exhaustos de una doble fatiga cotidiana.
¿Que por qué queman los autobuses? Mejor que los políticos no se lo pregunten. Podrían sonrojarles sus respuestas.
¿Qué hacen bien en quemarlos? NO. Toda violencia acaba aplastando aún más la ya dura vida de los más desfavorecidos.
Pero ¿cómo convencer de que la violencia no mejora las cosas a esas personas que desde que abren los ojos, son sujeto y objeto de violencias varias, marcadas cada hora por el reloj del dolor que acumulan de padres a hijos?
(Publicado en la Edición de Brasil de EL PAÍS)

TEXTO EN PORTUGUÉS
Por que os queimam?
Nunca tantos ônibus haviam sido incendiados no Brasil, 43 desde o começo do ano, com um prejuízo de 14 milhões de reais nos últimos tempos. Por que os queimam? Que simbolismo essa violência esconde? Existirá algo de freudiano nesses incêndios?
Aparentemente, são queimados por pessoas enfurecidas, moradores dos subúrbios e favelas que nunca acabam de ser totalmente pacificadas, já que nelas continua vivo o rescaldo da violência do narcotráfico. Incendeiam os ônibus quando alguém da comunidade morre baleado.
Queimam-nos também no asfalto da cidade por outros motivos, como protesto. Quem faz isso é gente comum, que todos os dias passa horas dentro dessas caixas de lata, apinhados, suados, cansados, a caminho de um trabalho geralmente duro e monótono.
Os trabalhadores brasileiros sofrem um adicional de cansaço e degradação ao não poderem viajar, como nos países desenvolvidos, com um mínimo de comodidade
Alguém poderia se perguntar por que são justamente esses trabalhadores e estudantes, usuários diários dos transportes públicos, que atentam contra eles.
Possivelmente, em seu subconsciente, destroem-nos porque os meios de transporte, ônibus e metrô, constituem para eles uma espécie de calvário, um pesadelo cotidiano, um peso agregado à fadiga do trabalho.
Não foi por acaso que as manifestações de junho passado, que dividiram o Brasil entre um antes de resignação e um depois de irritação coletiva, começaram pelo tema do aumento dos preços dos transportes, sem melhorias que justificassem o aumento dos seus preços.
Os trabalhadores brasileiros – sobretudo das grandes cidades, onde as distâncias para ir ao trabalho são maiores – sofrem um adicional de cansaço e degradação humana ao não poderem viajar, como nos países desenvolvidos, com um mínimo de comodidade: sentados, em ônibus limpos, que se desloquem com fluidez no tráfego, que cheguem e saiam com pontualidade.
Tenho lido na imprensa brasileira que os trabalhadores, especialmente dos subúrbios distantes do centro, são tratados nos transportes coletivos “pior que gado”, já que os donos de vacas e cordeiros se preocupam em evitar que os animais se machuquem, adoeçam ou mesmo que fiquem mareados ao viajar. São preciosos.
Nos ônibus públicos, já que os passageiros não são propriedade de ninguém, poucos se preocupam, por exemplo, com o fato de idosos viajarem em pé, que mães com filhos pequenos se vejam esmagadas, que o calor as faça eventualmente desmaiar e não conseguir descer no seu ponto, porque viajam como em uma lata de sardinhas, e nem a empurrões conseguem sair.
Eu, que como jornalista ando com frequência de ônibus para poder escutar e observar de perto as pessoas, já ouvi de tudo, tanto fazendo fila para subir como dentro deles: do desespero pelos atrasos aos insultos ao motorista por suas freadas bruscas ou por não dar tempo para que os mais velhos possam descer sem terem medo de cair. Ouvi até dizerem: “Precisávamos botar fogo nestes ônibus para que os políticos aprendam de uma vez por todas”.
E não eram marginais que diziam isso. Era gente que ia trabalhar durante nove horas e ainda tinha que enfrentar, ao encerrar a jornada, cansados, a volta em outros ônibus às vezes ainda mais abarrotados.
Será talvez por isso que os cidadãos não perdem o sono quando leem nos jornais que em uma noite foram queimados 30 ônibus, ou quando os veem arder nas telas da televisão?
Por isso e porque até os menos informados sabem ou intuem que, se os meios de transporte público são desse jeito, e ainda por cima caros, é porque detrás dessas empresas se escondem várias máfias, em conivências inconfessáveis com os poderes públicos.
Que outro motivo haveria para a recusa em instalar uma comissão parlamentar de inquérito (CPI) sobre a corrupção das empresas de ônibus? Possivelmente porque a temem políticos de todos os matizes, acostumados a que os donos dessas empresas lhes deem uma mão generosa para ajudar as suas campanhas eleitorais.
Entretanto, notei até agora entre os pré-candidatos à presidência da República pouco entusiasmo e ênfase em prometer melhoras claras nos transportes públicos, de modo a torná-los mais modernos, mais cômodos e mais baratos em um país rico e em alguns aspectos moderno e avançado. É bom esses candidatos terem cuidado, porque os mesmos que incendeiam ônibus podem acabar apagando seus nomes nas urnas.
Nas democracias desenvolvidas e modernas, os cidadãos já não aceitam viajar como gado, e o Brasil já não é um país do Terceiro Mundo, embora às vezes suas pessoas mais humildes sofram os flagelos dos países ainda não desenvolvidos do planeta.
Será que os políticos brasileiros não veem, quando vão aos países desenvolvidos, às pessoas (inclusive os ricos) andando em meios de transporte públicos dignos, e não notam a diferença com os daqui?
A campanha eleitoral está às portas. E também junho, aniversário das manifestações das ruas. E em um clima de Copa que não aparece exatamente risonho e pacificador. Os brasileiros exigem meios de transporte público à altura do “padrão FIFA”.
Por que, de agora até as eleições, os candidatos não andam de transporte público para ver de perto como são maravilhosos e como as pessoas viajam felizes e cômodas? Seria uma má ideia?
Dos carros blindados é difícil ouvir os lamentos das pessoas comuns, para quem a ida ao trabalho significa um martírio às vezes maior que a fadiga da jornada trabalhista.
A vida dos não privilegiados, que são a grande maioria nestes países, gira em torno desse dia a dia, tantas vezes duro e até cruel, de acordar pensando em enfrentar horas de viagem em situações que raiam a falta de dignidade humana. E se recolhem exaustos, por uma dupla fadiga cotidiana.
Que por que queimam os ônibus? Melhor que os políticos não perguntem. Poderiam ruborizar com as respostas.
Se fazem bem em queimá-los? Não. Toda violência acaba esmagando ainda mais a já dura vida dos mais desfavorecidos.
Mas como convencer de que a violência não melhora as coisas essas pessoas que, desde que abrem os olhos, são sujeito e objeto de violências várias, marcadas a cada hora pelo relógio da dor que acumulam de pai para filho?