Juan Arias

Sobre el autor

es periodista y escritor traducido en diez idiomas. Fue corresponsal de EL PAIS 18 años en Italia y en el Vaticano, director de BABELIA y Ombudsman del diario. Recibió en Italia el premio a la Cultura del Gobierno. En España fue condecorado con la Cruz al Mérito Civil por el rey Juan Carlos por el conjunto de su obra. Desde hace 12 años informa desde Brasil para este diario donde colabora tambien en la sección de Opinión.

Eskup

¿Debería la Presidenta Dilma volver a los estadios?

Por: | 26 de junio de 2014

 

Dilma abucheada (2)
Algunos periodistas extranjeros amigos míos no entienden por qué la presidenta Dilma, a pesar de los abucheos recibidos en São Paulo con motivo de la inauguración del Mundial de Fútbol brasileño, no ha vuelto a los estadios.

En respuesta a los insultos de mal gusto recibidos  en la inauguración de la Copa, Dilma afirmó con fiereza: “No odio pero no me doblo”. Hubo quién interpretó aquellas palabras como un desafío que la habría llevado el lunes pasado a estar presente en el simbólico estadio de Brasilia donde la selección nacional decidía su clasificación en este Mundial y en el que tenían puestos los ojos y el corazón la gran mayoría del pais y medio mundo.

Dilma no apareció ¿Por miedo? Imposible creérselo. ¿Quizás por consejo de la Fifa? Sería imaginable que la dura exguerrillera pudiera doblegarse a las consignas de una Fifa tan  desprestigiada internacionalmente.

Dado que la presidenta, considerada una de las mujeres más poderosas del mundo, que guía los destinos de la sexta potencia económica del Planeta ya demostró desde joven que nunca fue el miedo lo que guió sus pasos, el único motivo que pudo impedirle dar la cara y no doblarse ante otros posibles abucheos, tuvo que ser el político. ¿Culpa de los creadores de imagen?

Dilma presentándose esta vez en el estadio de Garrincha en Brasilia, corazón del mundo político, habría podido recibir un desagravio de la mayoría del estadio ya que ha quedado ampliamente documentado que Brasil condenó el lenguaje soez usado contra ella en São Paulo.

En el peor de los casos, aún a falta de dicho desagravio público y aún si se hubiesen repetido los actos de protesta contra ella, su desafio de enfrentar a sus contestadores, fueran ellos de chapa blanca o rojiza, el coraje de haberse presentado para animar a la selección, hubiese sido con gran probabilidad más eficaz que su ausencia.

Queda  pues sólo una hipótesis plausible que podría justificar que la Presidenta de 200 millones de brasileños, un país que se honra de ser una democracia, que tiene por ahora más consenso popular en todos los sondeos que sus adversarios, que fue legítimamente elegida en las urnas, que no está manchada con la corrupción y que gobierna en plena legalidad, tenga que esconderse de sus gentes en actos tan significativos para la nación.

La razón de su ausencia en los estadios o su estancia en ellos de hurtadillas, podría ser  que haya tenido que someterse a la tiranía de sus asesores de imagen preocupados de que su presencia y las posibles contestaciones, puedan dañarla en las urnas.

He usado conscientemente la palabra tiranía porque es algo que sufren y ante lo que se arrodillan hasta los mejores políticos de este país sin que siempre sean conscientes.

Son esos esos publicitarios los que construyen las máscaras y a veces hasta las caricaturas de los candidatos a las elecciones. ¿No son esos asesores los que impiden tantas veces a la gente conocer el verdadero corazón de los aspirantes a gobernarnos? Disfrazan su personalidad, los presentan como lo que no son, dejando a oscuras  lo que tienen de mejor, de genuino,  su naturalidad, su verdadera personalidad

Dilma abucheada
Sin esos gurús de la metamorfosis de los políticos
podríamos saber mejor cómo son realmente, con sus miedos y sus valentías, lo que piensan de verdad y no el rosario de falsas promesas y falsas sonrisas que colocan en sus labios.

Llegan a veces a llevarles al borde del ridículo como ocurrió con un candidato que lo condujeron a un mercado de verduras y le hicieron hacer la apología de un repollo para dar a entender a los electores agricultores que amaba las hortalizas.

 ¿Alguien se cree que vamos a votar por un candidato porque le guste o no una zanahoria, o porque sea obligado, para aparecer tierno, a tomar sin gracias bebés en sus brazos;  o cuando les obligan en sus peregrinaciones de campaña a entrar en bares y tragarse bocadillos grasientos que nunca tocarían en sus casas?

Si fueron, pues, sus creadores de imagen, los que condujeron a Dilma a la conclusión que era mejor esconderse que afrontar con coraje los abucheos y demostrar que de verdad es alguien que por historia y por carácter no se arrodilla ni atemoriza ante nadie, mucho me temo que se se hayan equivocado jugándole un mal papel.

Me gustaría, hasta por curiosidad, conocer el efecto que haría en los electores un político que se negara a usar la máscara fabricada por los marqueteros y que se presentara a cara descubierta, como realmente es, para decirnos lo que piensa, en lo que cree y en lo que no cree, a lo que se compromete a llevar a cabo si elegido y lo que ya desde ahora asegura que “no hará”, o porque no cree en ello o porque su conciencia- no los cálculos puramente políticos- le impiden prometer.

¿Mejor camufarse ante a los electores, arropados por los maquillajes de sus consejeros que presentarse desnudos y desarmados pero con su personalidad intacta?

En la Edad Media, existían los llamados bufones de la Corte, encargados de cantarles las verdades a reyes y príncipes. Como eran tenidos por bobos y graciosos se les permitía hacer las críticas con crudeza aunque revestidas de humor, algo que sus asesores jamás se permitirían. A los asesores áulicos  se les paga para adular no para contar la verdad.

Junto con los bufones de la Corte, los mismos reyes se disfrazaban a veces para salir de incógnito a la calle y escuchar lo que la gente decía de ellos y que sus consejeros no le contaban.

Aquí días atrás bastó que el minsitro Gilberto Carvalho fuera en metro durante uno de los partidos de la Copa para que escuchara lo que su partido no sabía. Y creó un avispero político. Escuchó que los descontentos con el gobierno no eran sólo los de la élite rica de São Paulo sino también gentes de la famosa Clase C, del pueblo sencillo.

¿Qué tal si hoy nuestros políticos y gobernantes, o los aspirantes a serlo, cambiaran sus sabios y millonarios consejeros de imagen por los viejos bufones de las Cortes medievales? 

A lo mejor les dirían lo que la gente piensa, desea y espera de ellos. O lo que no les gusta de lo que hacen.

Y además se lo dirían con humor, sin revestirles de esa seriedad  que acaba levantando una muralla entre la calle y el palacio.

La publicidad, en nuestra era de la comunición global puede ser importante para vender mejor un producto aunque no valga, pero no para vender a las personas, cuya mejor riqueza y propaganda debería ser su autenticidad.

(Publicado en la Edición Brasil)

Abucheos contra Dilma


 

 

El otro mundial de Brasil

Por: | 19 de junio de 2014

Discriminacion racial
Mientras ya no dudamos que en el fútbol los negros y de color pueden ser igual o mejores jugadores que los blancos- aunque a veces sigan siendo expuestos a burlas racistas - seguimos aún sin aceptar, que lo mismo debería acontecer en todos los otros campos porque las brasas de la esclavitud siguen aún vivas. Apagarlas del todo, será el gran desafío del Brasil moderno. El nuevo Mundial que deberá conquistar cuanto antes.

¿Cuándo este país eligirá, por ejemplo, a un presidente negro como lo hizo ya con un obrero y una mujer? A pesar de que la Copa se ha teñido de política más que otras veces con las críticas a su organización y con los abucheos de mal gusto a la presidenta Dilma, sólo un pequeño número preferiría otro maracanazo.

Brasil quiere ganar esta competición aunque ya no es la estrella que un día hizo vibrar al mundo. Es probable que acabe  ganando el Mundial y que la fiesta inunde de nuevo las calles, pero existen, en verdad, otras Copas que le esperen al país del fútbol cuando se apaguen las luces del Mundial. Y serán esas nuevas victorias,  las que empezarán a cimentar un país nuevo, moderno, capaz de crecer económica y socialmente.

La primera y quizás más importante de todas,  más incluso que la lucha contra la inflación  o contra la precariedad de los servicios públicos, es la de acabar con las cenizas aún calientes de los restos de esclavitud que anidan entre los pliegues del alma de muchos de los blancos.

Brasil tiene hoy, según los expertos en nuevas tecnologías, un potencial de creatividad como pocos en el  mundo, hasta el punto que los gurús de la comnunicación global de Silicon Valley en California, aseguran que los nuevos Jobs o Bill Gate saldrán esta vez de Brasil.

Se trata de un potencial de los brasileños en el ámbito de la innovación,  que por mucho tiempo ha estado mortificado y del que han estado al margen sobretodo las gentes de color. Hoy la mitad de Brasil, el de color y pobre, no tiene posibilidades de superarse y triunfar fuera del mundo del balón.

El círculo del poder, enredado en sus viejos vicios de política con minúscula, dejó de aprovechar miles de posibles talentos que, como en el fútbol, hubiesen contribuido a que este país fuera hoy no sólo el del petroleo o la soja, sino el de la creatividad tecnologica, que es donde se conquistan hoy los verdaderos Mundiales de la economía.

Para ello, Brasil necesitaría revisar a fondo, su política de educación introduciendo en ella elementos de innovación ya presentes en tantos otros países y que, gracias a ello, han conseguido entrar de pleno en la modernidad. Necesita acabar con la resignación de que la escuela pública es fundamentalmente para negros o de color, es decir, pobres, y la privada para blancos y ricos. Brasil necesita una escuela pública moderna a tiempo integral.

A Brasil le urge sobretodo la conquista definitiva de algo que quizás esté a la base de todos sus retrasos políticos y educacionales: necesita desafiar esa discriminación latente, difícil a morir, heredada de la esclavitud y que condiciona buena parte de su vida social.

Con una población en la que los negros o pardos ya son mayoría (52%) y seguirán siéndolo cada vez más, no se puede esperar para dar la batalla definitiva contra el prejuicio del color de la piel que es también el del color del alma. Los blancos, a pesar de ser minoría, siguen siendo los predestinados a ser  de primera división, cada día más ricos.

De los 14 millones de analfabetos que aún humillan a este país, sexta economía del mundo; de ese 60% de adultos analfabetos funcionales entre los que figuran un tercio de los estudiantes universitarios, estoy convencido que un 90 % son negros o de color, descendientes aún de los esclavos a los que se les concedió la libertad pero no el derecho a la educación.

Todo ello sigue alimentado por los rescoldos aún vivos de aquella esclavitud, una de las últimas a ser abolidas en el mundo (1888) y que sigue condicionando tristemente a esta sociedad al mismo tiempo rica en humanidad, solidariedad y creatividad.

Sólo cuando Brasil disipe las últimas sombras de la esclavitud habrá conquistado la Copa de las Copas y entrado en la modernidad para convertirse en el motor de este continente americano, que debería ser su verdadera vocación.

Y no bastan para poder conquistar la Copa contra esos restos de mentalidad esclavista, hacer proclamas o concesiones que suelen tener más de retórica y de interés político que de voluntad de acabar con esa lepra.

Esas brasas de la esclavitud seguirán vivas mientras un policía al ver correr en medio de un asalto a un negro y a un blanco, se sienta tentado a pensar que el bandido es el negro;  o mientras en la Universidad se piense que al alumno negro o de color o también al indígena, le será más difícil estar a la altura del blanco, lo que llevará fatalmente a calificarle según la profecía que se autorealiza.

Seguirán vivas esas brasas mientras el Congreso Nacional, el Gobierno, la Justicia y demás instituciones en un país de mayoría de color, sigan siendo aplastantemente blancos.

O cuando la policía al entrar a registrar a los pasajeros, inicie a hacerlo por los negros. Hace sólo dos días, a un joven que yo conozco, un trabajador de color, que vuelve de Río a su pequeña ciudad cada semana, un agente entró en el autobús y le pidió autoritariamente que abriese su mochila. El joven, con pocos estudios pero con conciencia cívica, le entregó la mochila y le dijo educadamente: “Puede abrirla”. El agente quería que la abriera el joven. “Si usted tiene alguna sospecha, usted debe abrirla”, le respondió el trabajador. Se cruzaron las miradas. La del policía sorprendido por la firmeza del negro y la del joven consciente de su dignidad como ciudadano.

Al contármelo, el joven me comentó: “Todo eso porque mi piel es negra, a un blanco lo hubiese tratado diferentemente”. ¿Creen que le faltaba razón? Son esas brasas aún sin apagar.

Peor quizás que aquel policía fue el señor, dueño de un perro mezcla de callejero y de raza, que mientras yo paseaba días atrás frente a su casa, vino por detrás y apretó con su boca mi muñeca mientras iba clavando sus dientes hasta hacerme sangrar.

Yo tengo pasión por los perros y no les temo. Le miré a los ojos y le pedí que me soltara. Obedeció.

Busqué al dueño, que tiene casa también en Río, para asegurarme que el perro estaba vacunado antes de ir al hospital.

Estaba aún durmiendo. Salió y muy educado me explicó que el perro estaba con todas las vacunas al día y que lo que pasa es que a veces no le gustan algunas personas. Me explicó, que hay  por ejemplo, un señor que se emperra en pasear por la calle donde está ubicada su casa y el perro lo odia. Y bajando la voz, me confió: “Es que ese hombre es negro”.

No necesité hablar más con él. Entendí que a quién no le gustaba el hombre negro era a él. Basta dar un vistazo a un libro de zoología para saber que los perros absorben y asimilan los gustos y sentimientos de sus dueños. Los perros, como los niños, pueden ser caprichosos y hasta violentos, pero nunca racistas. Que lo digan toda esa caravana de mendigos que en cualquier parte del mundo, conviven con sus perros, los cuales, como los niños, no distinguen entre reyes y miserables y menos entre negros y blancos. Saben sólo quién les ofrece más cariño.

Mientras siga habiendo quienes lleguen a pensar que los negros no gustan ni a los perros, seguiremos perdiendo el más precioso de los trofeos: el que nos hace victoriosos frente a nuestra conciencia. Todo el resto, como diría el escritor argentino, Martin Caparrós, “son pamplinas”. Tristes pamplinas.

¿Será capaz Brasil de emocionar un día al mundo ganando además de la del fútbol, esa Copa de las Copas?

Quizás sea ese el mayor desafío de este país, cuya sociedad forcejea con coraje, pero aún con graves retrasos, por librarse de los últimos malditos escombros heredados de la vieja esclavitud.

Chaplin


 

Blatter
Existe un racismo del color de la piel y otro del color del alma: el de los que admiten que no todos los seres humanos tienen el mismo derecho a la felicidad. ¿Cuál de los dos es más peligroso y atroz?

En el fondo, ambos afectan al mismo sujeto: a los que disponen de menos recursos, siempre los más machacados. Quizás porque, a fin de cuentas, consideramos que se trata de humanos inferiores, a los que el poder les tiene menos miedo, hasta que un día se cansan de ser humillados, se despiertan y lo ponen todo patas arriba.

Digo esto porque me he sentido tocado con unas declaraciones de Joseph Blatter, presidente de la FIFA, con motivo de las manifestaciones de protesta contra los despilfarros de la Copa del Mundo que empieza a disputarse en Brasil. “Es imposible hacer a todos felices”, dijo, y añadió: “El mundo ha cambiado y hay siempre alguien que no está feliz”.

¿Qué quiso decir Blatter? ¿Que hay quienes tienen derecho a ser felices y quienes no? ¿Y cuáles son esos a los que según él “es imposible hacer felices”? Ciertamente no se refería a los privilegiados que podrán disfrutar en vivo de los partidos y con derecho a una pasarela de lujo, como en Río de Janeiro, que ha costado más de cien millones de reales y que podrán usar solo ellos.

Los que, según el dirigente de la FIFA, deberían abandonar la idea de hacer manifestaciones durante la Copa para pedir mejoras de vida son, claro, los más desposeídos, los que necesitan luchar para que aumenten sus salarios porque se los está comiendo la inflación. O los que pretenden tener unos servicios públicos dignos de humanos.

Los señores de la FIFA -alguno de los cuales ha llegado a pedir con descaro que la Copa sea una gran fiesta pues “lo robado, robado está”- deberían tener más memoria histórica.

Los señores de la FIFA cuando arremeten contra las protestas olvidan que, sin esa presión de la calle, muchas dictaduras y muchos tiranos no hubiesen caído nunca del pedestal. Ni hubiese sido derrotada la esclavitud o el apartheid y tendríamos aún hoy autobuses y retretes diferentes para blancos y negros.

Sin las manifestaciones de protesta, las mujeres no habrían conseguido nunca el derecho al trabajo, al voto o al estudio. Ni los sexualmente diferentes serían sujetos de derechos.

Sin la presión de los trabajadores, hoy en el mundo laboral seguirían sin vacaciones, trabajando 20 horas y sin amparo legal.

Todas las grandes conquistas de las minorías y de los desposeídos se llevaron a cabo históricamente con la rebelión contra los que se empeñaban en considerarles humanos de segunda clase.

Alguien podría decir que todo eso ya ha sido conquistado y que, como piensa el dirigente de FIFA, aún así no todos pueden ser felices. O sea, que debemos aceptar que existen quienes deberán ser siempre menos que los otros.

He leído también que el Gobierno de Brasil ha empezado a tasar algunos productos para recaudar más. Prueben a imaginar de qué productos se trata: ¿quizás el lujo de los que más tienen? ¿las grandes fortunas? ¿bebidas y alimentos importados? ¿joyas preciosas?

No, han decidido tasar el “lujo de los pobres”, como la cerveza y los refrescos, es decir una de las pocas satisfacciones que aún pueden permitirse los que ganan unos mil reales (unos 400 dólares).

Los millones de pobres salidos de la miseria, a los que ahora la FIFA les pide que se queden tranquilos en casa viendo los partidos, sin hacer ruido en la calle, habían hasta empezado a soñar con algunos productos generalmente consumidos por los que están bien, como el yogur, un filete de buey y hasta un champú. O una botella de vino de 20 reales .

Hoy el huracán de la inflación les ha devuelto a la realidad y están volviendo al arroz y frijol, a la harina de mandioca con huevo cocido, y alguna carne de tercera o embutidos baratos para la típica parrillada entre amigos donde no pueden faltar la cerveza o un refresco. ¿Y ahora?

Si les tasan la lata de cerveza y la botella de refresco, ¿qué les van a dejar? ¿el agua? Ni siquiera eso, porque también está en la mira de los aumentos próximos.

Los pobres que antes bebían cualquier agua que encontraban para no tener que pagarla, lo que suponía un crecimiento de enfermedades intestinales al estar muchas veces contaminada, habían empezado a comprar, como un lujo (sobre todo para sus niños) garrafones de 20 litros a cuatro reales. Hoy la están ya pagando en el mercado a ocho y aún piensan en aumentarla y tendrán así que volver a beber la que encuentren gratis en el primer pozo artesano, esté o no contaminada. Falta agua en un país que cuenta con el 20% de agua potable del planeta.

Es increíble, para los pobres todo parece mucho. Para la FIFA hasta su felicidad es demasiado.

“¿Para qué quieren comprar yogur si a ellos ni les gusta?”, escuché en un mercado a una señora bien, al ver a una mujer de la limpieza examinando los precios de los yogures.

Igual podrían decir del agua: “¿No la han bebido toda la vida del pozo?”. Y hasta justifican que les aumenten el lujo de la cerveza: “así se emborracharán menos” ¿Es que la borrachera de whisky escocés es más noble?

A veces nos parece un lujo en los pobres lo que en nosotros es visto como normal. He leído que otra señora se escandalizó porque una de sus empleadas había comprado un perfume que ella consideraba exagerado para su categoría. Debía pensar: "¿para qué deben perfumarse los pobres?" Quizás sea por ello que entre lo que piensan tasar productos figuran también los cosméticos en general. Así, los pobres volverán a su “agua y jabón”, que es lo que pensamos que les pertenece. ¿Para qué quieren ellos usar champú?

Si a los aficionados les tasan la lata de cerveza y la botella de refresco, ¿qué les van a dejar? ¿el agua?

Hoy los gobiernos hacen esfuerzos para ofrecer recetas contra la desigualdad para que los pobres puedan también entrar en la rueda mágica del consumo. Es justo, pero no basta.

Lo que tenemos que ir cambiando es el chip de nuestro cerebro, porque no existen seres humanos considerados de primera y de segunda clase; no es cierto que los que menos han estudiado, por ejemplo, presenten mayor inclinación a la violencia o sean menos sensibles a la belleza o al lujo. O que tengan menor sentido de la honradez y de la dignidad. Las peores violencias y deshonestidades se esconden en los palacios del poder.

Mientras mantengamos abierta esa brecha de desigualdad sentida como algo casi genético entre los de la clase de encima y la de abajo, entre los que tenemos el derecho de saborear ciertos manjares y de apreciar ciertos lujos y los que “no entienden de esas cosas”, seguiremos alimentando el peor de los racismos, que ya no es solo el del color de la piel, sino el del color del alma. Santo Tomás llegó a dudar de que las mujeres tuvieran alma. De igual modo hay quien le gustaría pensar eso de los pobres, que en la práctica, acaban siendo considerados humanos inferiores que no pueden pretender disfrutar y sentir como los que han tenido el privilegio de nacer en mejor cuna.

Y sin embargo, como decía el carnavalesco de Beija Flor, de las favelas de Río, Joâzinho Trinta: “A quienes les gusta la miseria (ajena) es a los intelectuales. A los pobres les gusta el lujo y la riqueza”. Y apostillaba su afirmación recordando que las novelas brasileñas presentan siempre un escenario de riqueza y lujo y son seguidas con fruición por los pobres. Y los disfraces carnavalescos son una exhibición de dorados y de lujo artístico.

Siempre me ha parecido morbosa esa pasión de algunos europeos o norteamericanos por visitar, al llegar a Brasil, una favela que, además, debe ser lo más pobre y violenta posible. Es como si fueran a visitar a las fieras en un zoológico.

Llevamos una vez a unos españoles a visitar una favela pacificada de Río, pero les pareció que tenía poco morbo y se fueron a conocer una de emociones más fuertes.

Nuestro mundo seguirá siendo violento y desgarrado mientras pensemos que nuestra alma de privilegiados es más noble y refinada que la de los desposeídos. Nos duele incluso cuando les vemos ser capaces de disfrutar de una dosis de mayor felicidad que nosotros y con menos recursos.

Nunca olvidaré una escena que observé, desde la calle, por casualidad, en un restaurante de lujo de uno de los cafés de la mítica y fascinante plaza de San Marcos, en Venecia. Una pareja ya entrada en años, con todos los atuendos visibles de a quien le sobra el dinero, estaban pegados a la ventana, cenando con aire de aburrimiento y en silencio en uno de los lugares más especiales, más románticos y más caros del mundo.

Dejaron en seguida el restaurante y el camarero retiró los platos casi intactos de langosta y caviar y los vasos de cristal de Murano aún llenos de champagne, mientras la señora se enfundaba en un abrigo de piel de visón. Era invierno.

En aquel momento me vinieron a la memoria las parrilladas bulliciosas de mis amigos pobres brasileños donde, al final de la fiesta, con derecho a baile, solo quedan los huesos limpios de los muslos de pollo. Y con los huesos, un clima de fiesta y amistad.

Parece, sin embargo, que hasta la alegría y la camaradería -que es el mayor lujo de los pobres- acaba por molestarnos. “¿De qué se reirán tanto?”, he escuchado decir a algunas personas comentando una fiesta alegre de gente sencilla, pero feliz, en la pequeña ciudad de pescadores cerca de Río, donde vivo.

Quizás ignoremos que se ríen y divierten muchas veces con lo poco que tienen también para no llorar. ¿O es que consideramos también un lujo las lágrimas de los pobres derramadas en el silencio anónimo de sus vidas?

(Publicado en la Edición América de EL PAÍS)

El País

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