Algunos periodistas extranjeros amigos míos no entienden por qué la presidenta Dilma, a pesar de los abucheos recibidos en São Paulo con motivo de la inauguración del Mundial de Fútbol brasileño, no ha vuelto a los estadios.
En respuesta a los insultos de mal gusto recibidos en la inauguración de la Copa, Dilma afirmó con fiereza: “No odio pero no me doblo”. Hubo quién interpretó aquellas palabras como un desafío que la habría llevado el lunes pasado a estar presente en el simbólico estadio de Brasilia donde la selección nacional decidía su clasificación en este Mundial y en el que tenían puestos los ojos y el corazón la gran mayoría del pais y medio mundo.
Dilma no apareció ¿Por miedo? Imposible creérselo. ¿Quizás por consejo de la Fifa? Sería imaginable que la dura exguerrillera pudiera doblegarse a las consignas de una Fifa tan desprestigiada internacionalmente.
Dado que la presidenta, considerada una de las mujeres más poderosas del mundo, que guía los destinos de la sexta potencia económica del Planeta ya demostró desde joven que nunca fue el miedo lo que guió sus pasos, el único motivo que pudo impedirle dar la cara y no doblarse ante otros posibles abucheos, tuvo que ser el político. ¿Culpa de los creadores de imagen?
Dilma presentándose esta vez en el estadio de Garrincha en Brasilia, corazón del mundo político, habría podido recibir un desagravio de la mayoría del estadio ya que ha quedado ampliamente documentado que Brasil condenó el lenguaje soez usado contra ella en São Paulo.
En el peor de los casos, aún a falta de dicho desagravio público y aún si se hubiesen repetido los actos de protesta contra ella, su desafio de enfrentar a sus contestadores, fueran ellos de chapa blanca o rojiza, el coraje de haberse presentado para animar a la selección, hubiese sido con gran probabilidad más eficaz que su ausencia.
Queda pues sólo una hipótesis plausible que podría justificar que la Presidenta de 200 millones de brasileños, un país que se honra de ser una democracia, que tiene por ahora más consenso popular en todos los sondeos que sus adversarios, que fue legítimamente elegida en las urnas, que no está manchada con la corrupción y que gobierna en plena legalidad, tenga que esconderse de sus gentes en actos tan significativos para la nación.
La razón de su ausencia en los estadios o su estancia en ellos de hurtadillas, podría ser que haya tenido que someterse a la tiranía de sus asesores de imagen preocupados de que su presencia y las posibles contestaciones, puedan dañarla en las urnas.
He usado conscientemente la palabra tiranía porque es algo que sufren y ante lo que se arrodillan hasta los mejores políticos de este país sin que siempre sean conscientes.
Son esos esos publicitarios los que construyen las máscaras y a veces hasta las caricaturas de los candidatos a las elecciones. ¿No son esos asesores los que impiden tantas veces a la gente conocer el verdadero corazón de los aspirantes a gobernarnos? Disfrazan su personalidad, los presentan como lo que no son, dejando a oscuras lo que tienen de mejor, de genuino, su naturalidad, su verdadera personalidad
Sin esos gurús de la metamorfosis de los políticos podríamos saber mejor cómo son realmente, con sus miedos y sus valentías, lo que piensan de verdad y no el rosario de falsas promesas y falsas sonrisas que colocan en sus labios.
Llegan a veces a llevarles al borde del ridículo como ocurrió con un candidato que lo condujeron a un mercado de verduras y le hicieron hacer la apología de un repollo para dar a entender a los electores agricultores que amaba las hortalizas.
¿Alguien se cree que vamos a votar por un candidato porque le guste o no una zanahoria, o porque sea obligado, para aparecer tierno, a tomar sin gracias bebés en sus brazos; o cuando les obligan en sus peregrinaciones de campaña a entrar en bares y tragarse bocadillos grasientos que nunca tocarían en sus casas?
Si fueron, pues, sus creadores de imagen, los que condujeron a Dilma a la conclusión que era mejor esconderse que afrontar con coraje los abucheos y demostrar que de verdad es alguien que por historia y por carácter no se arrodilla ni atemoriza ante nadie, mucho me temo que se se hayan equivocado jugándole un mal papel.
Me gustaría, hasta por curiosidad, conocer el efecto que haría en los electores un político que se negara a usar la máscara fabricada por los marqueteros y que se presentara a cara descubierta, como realmente es, para decirnos lo que piensa, en lo que cree y en lo que no cree, a lo que se compromete a llevar a cabo si elegido y lo que ya desde ahora asegura que “no hará”, o porque no cree en ello o porque su conciencia- no los cálculos puramente políticos- le impiden prometer.
¿Mejor camufarse ante a los electores, arropados por los maquillajes de sus consejeros que presentarse desnudos y desarmados pero con su personalidad intacta?
En la Edad Media, existían los llamados bufones de la Corte, encargados de cantarles las verdades a reyes y príncipes. Como eran tenidos por bobos y graciosos se les permitía hacer las críticas con crudeza aunque revestidas de humor, algo que sus asesores jamás se permitirían. A los asesores áulicos se les paga para adular no para contar la verdad.
Junto con los bufones de la Corte, los mismos reyes se disfrazaban a veces para salir de incógnito a la calle y escuchar lo que la gente decía de ellos y que sus consejeros no le contaban.
Aquí días atrás bastó que el minsitro Gilberto Carvalho fuera en metro durante uno de los partidos de la Copa para que escuchara lo que su partido no sabía. Y creó un avispero político. Escuchó que los descontentos con el gobierno no eran sólo los de la élite rica de São Paulo sino también gentes de la famosa Clase C, del pueblo sencillo.
¿Qué tal si hoy nuestros políticos y gobernantes, o los aspirantes a serlo, cambiaran sus sabios y millonarios consejeros de imagen por los viejos bufones de las Cortes medievales?
A lo mejor les dirían lo que la gente piensa, desea y espera de ellos. O lo que no les gusta de lo que hacen.
Y además se lo dirían con humor, sin revestirles de esa seriedad que acaba levantando una muralla entre la calle y el palacio.
La publicidad, en nuestra era de la comunición global puede ser importante para vender mejor un producto aunque no valga, pero no para vender a las personas, cuya mejor riqueza y propaganda debería ser su autenticidad.
(Publicado en la Edición Brasil)