Rebeca Grynspan, Secretaria General Iberoamericana.
El pasado lunes tuve oportunidad de participar en la celebración de los 25 años de las cumbres iberoamericanas, organizada por la Secretaría General Iberoamericana (SEGIB) en colaboración con los gobiernos que la componen. Como muchos de ustedes, tengo una tendencia natural a desinteresarme por un proceso que peca a menudo de exceso de formalidad y rigidez institucional, un proceso que la opinión pública conoce más por las anécdotas picantes ("¡Porqué no te callas!") que por su contribución al progreso de la región, sus políticas públicas y sus instituciones.
Pero mi tendencia natural se equivoca. No es que haya descubierto de repente que las cumbres iberoamericanas y el proceso que las rodean han trasmutado de casino diplomático de provincias a start up californiana, pero sin duda ofrecen al futuro de la cooperación regional un valor añadido único. Estas son tres de las reflexiones que compartimos el lunes y que explican porqué:
· La paradoja de las cumbres y la SEGIB es que un proceso definido hace un cuarto de siglo adquiere de repente un carácter modernísimo en el contexto de la agenda del desarrollo hacia 2030. Si algo define a los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) es la transversalidad de sus aspiraciones: temática (una agenda comprehensiva y profundamente imbricada entre sus 17 objetivos), geográfica (en un mundo marcado por la desigualdad y la insostenibilidad desaparecen las artificiales distinciones entre la agenda de los países en desarrollo y la de los países ricos) e institucional (solo la cooperación activa entre gobiernos e instituciones de muy diferente pelaje nos permitirá acercarnos siquiera a los retos que se han planteado). Pues bien, la cooperación iberoamericana ofrece ya todo eso y aparece sorprendentemente bien preparada para hacer frente a la agenda 2030.