CARLOS CARNERO (*)
Matteo Salvini, en la conferencia de seguridad e inmigración de Viena. / RONALD ZAKAP
Las elecciones al Parlamento Europeo de mayo de 2019 abrirán y, a la vez, deberían abrir un nuevo ciclo en la UE.
Lo digo porque, en términos institucionales, será así por definición, al renovarse la Cámara y, después, teniendo en cuenta el resultado de los comicios, el presidente de la Comisión Europea y el mismo Colegio de Comisarios. Y, además, aunque no dependa ni de las urnas ni del Europarlamento, también cambiará el presidente del Consejo Europeo.
La cuestión es si también comenzará un nuevo ciclo político en un sentido profundo del término. Y no porque vaya a crecer el número y la diversidad de los escaños extremistas –algo que se da por descontado-, sino por el hecho de que los grandes partidos europeístas sean capaces de asumir el objetivo de culminar la unión política.
Seguramente, ese paso sería la mejor respuesta a la pujanza de los populismos de extrema derecha, en vez del apaciguamiento, que no llevaría a otra cosa que a favorecerla. Lo que implicaría que los europeístas vean la compleja coyuntura de la UE como una ventana de oportunidad y no como un momento de pánico.
Sin embargo, la cuestión es si, además de la voluntad, existe la viabilidad para hacerlo, toda vez que es inevitable modificar el Tratado para completar la unión política, y eso solo puede hacerse a través de la unanimidad.
¿La Hungría de Orbán, la Polonia de Kaczynski, la Italia de Conte y Salvini, dirían sí a dar ese paso o, sencillamente, lo impedirán en algún punto del recorrido haciendo uso de su poder de veto?
La imprevisibilidad de esos gobiernos hace difícil preveer su táctica, pero indudablemente será obstruccionista. ¿Cómo evitarla?
Proponiendo un nuevo pacto para que los futuros Estados Unidos de Europa contemplen dos conjuntos dentro del mismo marco institucional: por un lado, una federación de países que hayan decidido culminar su unión política; por otro, un conjunto de naciones que deseen permanecer en el actual nivel de integración comunitaria.
De esa forma, esos Estados Unidos de Europa serían una confederación de dos grupos de estados que actuarían como un conjunto en muchos terrenos (los actuales), pero no lo harían en otros adicionales, reservados a quienes se hayan federado entre sí.
Así, la Convención y la Conferencia Intergubernamental posteriores trabajarían para, por un lado, diseñar la estructura confederal y, por otro, la integración federal en los Estados Unidos de Europa, en los que nadie estaría obligado a dar un paso más allá de lo que ya se ha construido si no lo desea.
En ese marco, la unanimidad sería fácilmente alcanzable si se respetan dos premisas: la primera, que la reforma no contemplaría pasos atrás en lo que ya está en funcionamiento en la UE; la segunda, que la federación de países estaría abierta permanentemente a la incorporación de nuevos estados (procedentes de dentro o de fuera de la UE) que ingresen en los Estados Unidos de Europa, no existiendo una cláusula de abandono de la misma.
Hablo, pues, de un pacto constituyente que evitaría los bloqueos políticos y los legales. Un acuerdo que debería estar basado en una firme voluntad política de los grandes países (Alemania, Francia y España, entre otros) y partidos europeístas (conservadores, socialistas, liberales, verdes) y, al tiempo, en la capacidad de los estados más reticentes a entender que no pueden impedir a otros ir más deprisa, pero manteniendo la capacidad para cambiar de tren en un momento dado.
En la práctica, los Estados Unidos de Europa confederales que podríamos imaginar de esta forma garantizarían tanto un marco institucional único como un nivel de integración ya de por sí muy alto como el existente, sin impedir a quien lo prefiera ir más o mucho más allá, atrayendo en el futuro –con su éxito- a quien se hubiera quedado rezagado.
¿Varias velocidades, grupos diferenciados, escenario 5 de los propuestos al debate por la Comisión Europea? Lo importante es avanzar y hacerlo de forma inteligente en beneficio de la ciudadanía europea.
(*) Carlos Carnero es director gerente de la Fundación Alternativas y ex eurodiputado