Luis Escobar decía que ella era la única actriz española que podía pedir un gin-fizz en escena sin que sonara falso. La frase aludía también, con un punto malévolo, a su delicioso ceceo, una marca de fábrica tan característica como el acento húngaro de Lilí Murati o los agudos de Gracita Morales.
Pero Conchita Montes, de la que el pasado marzo se cumplió el centenario de su nacimiento, era bastante más que una tonalidad de alta comedia. María de la Concepción Carro Alcaraz fue actriz, traductora, empresaria y directora de escena; fue una de las primeras universitarias españolas (licenciada en Derecho y estudiante de Hispánicas en el Vassar College de Poughkeepsie, en Nueva York, en los años treinta); tradujo al inglés y representó en Londres El baile, la millonaria comedia de su compañero Edgar Neville, y fue, en definitiva, según palabras de Haro Tecglen, “la cabeza más lúcida entre las mujeres del teatro y el cine español de la posguerra”. Y una de las más atractivas, por cierto. Con el permiso de Haro, a la hora de juntar lucidez, inteligencia y belleza en esa época, añadiría aquí el nombre de Amparo Rivelles.
Por cierto también que en Nueva York, donde la conoció Neville, se aficionó Conchita Montes a los acrósticos dobles que había popularizado la profesora Elizabeth Kingsley en la Saturday Review. La actriz, que en 1941 llevaba en La Codorniz una original sección de crítica de traducciones, recibió de su director, Miguel Mihura, el encargo de crear un pasatiempo semanal, y así nació, en noviembre de aquel año e inspirado en el doble acróstico de la señora Kingsley, el pronto famosísimo “Damero maldito”, que duraría tres décadas. El éxito fue tal, leo en la antología de la revista, que en 1944 Biblioteca Nueva editó un libro con cincuenta dameros inéditos, prologado nada menos que por Gregorio Marañón.
Añadía Haro Tecglen en su necrológica que “Conchita Montes interpretaba siempre el mismo papel, pero cuando estaba en escena borraba a todos los demás”. Es cierto que en las tablas y en la pantalla encarnaba una cristalización (o una idealización) de su propia figura: una mujer elegante, ingeniosa, seductora, alegre, sentimental, con un punto de disparate, y esencialmente libre, todo lo libre que se podía ser en aquellos años. No costaba imaginarla convirtiendo la mesa de cualquier café en una sucursal del Algonquin, o tratando de vivir su propia vida como si fuera la versión portátil de una obra de Coward (al que, por supuesto, también tradujo e interpretó). O del propio Neville, claro, que en cine y teatro le cortó varios trajes a la medida: ahí quedan, atrapados en celuloide, sus espléndidos trabajos en La vida en un hilo, Domingo de carnaval, Mi calle y, por supuesto, El baile, entre otros.
Sin embargo, su último papel en escena, retorno y despedida al mismo tiempo, fue el de doña Justa, una abuela de barrio, huraña, socarrona, y con el previsible corazón de oro, en La Estanquera de Vallecas, de Alonso de Santos, repuesta en el Teatro Martín en el verano de 1985. En 1992, Gerardo Vera la convenció para interpretar el breve rol de la tía Amparitxu en Una mujer bajo la lluvia, versión libre de La vida en un hilo. En 1993, cuenta Haro, aún tuvo humor y arrestos para asistir a los ensayos y supervisar una reposición de El baile que protagonizó Cristina Higueras.
Murió al año siguiente, recién cumplidos los ochenta, y con aquella brillante cabeza un tanto desballestada.
Bonus track: Aventura en Rusia
(Un recuerdo de Lluís Pasqual)
A modo de homenaje, voy a transcribir aquí una historia que me contó Lluís Pasqual el pasado verano.
“Conchita Montes era una mujer divertidísima e inteligentísima, que me abrió las puertas a un mundo que ignoraba. Yo sabía quién era Neville porque El baile era una obra que se representaba con frecuencia en Reus, en el teatro de aficionados de mi infancia, pero no tenía idea de quien era ella ni lo que representaba: vivíamos en mundos muy distintos.
Lo que te voy a contar sucedió en 1981. No sé si por iniciativa rusa o del ministerio de Cultura español me invitaron a San Petersburgo. Éramos, nunca mejor dicho, una troika: Conchita, Miguel Narros y yo, y el motivo del viaje era lo que llamaron “nuestra vinculación con el teatro ruso”. Vinculación muy peculiar, porque yo solo había montado Las tres hermanas, Miguel había hecho su Tio Vania casi por las mismas fechas, y Conchita… no logro recordar qué traducción o montaje había podido hacer ella. El único que me viene a la cabeza era su trabajo como protagonista en Un mes en el campo, de Turgueniev, que dirigió José Luis Alonso en el Valle-Inclán, pero de aquello hacía mucho tiempo.
El caso es que para Rusia nos fuimos los tres, y entre Moscú y San Petersburgo estuvimos casi dos semanas. Miguel Narros se nos despistó pronto, porque era, como es sabido, militante del Partido Comunista y tenía que establecer contactos, mitad por obligación y mitad por devoción, así que pasé muchas horas en compañía de Conchita, como si yo fuera Alec McGowen y ella Maggie Smith en una versión española de Viajes con mi tía. Bueno, Maggie Smith cruzada con Rosalind Russell en Aunt Mame.
Lo primero que me sorprendió de ella fue que hablaba un inglés perfecto y que llevaba joyas de Boucheron, porque era muy amiga “de la casa” y le enviaban un regalo cada año. Hicimos escala en Viena y allí le escribió una postal a otro amigo que no le imaginaba: el psicoanalista Jacques Lacan. A aquellas alturas del viaje ya me había contado muchas historias de su vida y de su visión del mundo, así que pensé que de ella ya no podía pasmarme nada, pero las sorpresas eran continuas.
Me contó que detestaba las cosas que solían enseñarles a las niñas de su época, “tocar el piano y todo eso”, y que lo único que le gustaba en su infancia era montar a caballo. Y montaba extraordinariamente bien, por lo visto. Me contó también que no era su primera visita a Moscú, y que por eso llevaba varios pares de medias de Chanel para regalárselas a las camareras de los hoteles, que, lógicamente, la adoraban.
Era difícil no adorarla. Siempre que entraba en las habitaciones alzaba la voz y decía “Buenos días, saludo al espía que nos estará escuchando”.
El plan de aquellos días era disparatado. A las once de la mañana nos llevaban a dar unas conferencias tripartitas ante cuatro gatos, gente que no sabías ni quienes eran ni qué hacían allí, porque nunca dijeron ni palabra. Y al acabar, me acordaré siempre, te daban un caramelo, una copa de coñac y una manzana. Conchita alzaba un poco la nariz y le decía a nuestro traductor:
“Igor, dígale a estos señores que no acostumbramos”.
Luego, lo dicho: hablábamos, hablábamos, hablábamos. Aunque recuerdo más bien que hablaba ella y escuchaba yo, porque contaba las cosas maravillosamente. Yo había conocido a Luis Escobar y me di cuenta de que eran de la misma casta: gente que utilizó la frivolidad y la ironía como una suerte de coraza para sobrevivir en un mundo muy oscuro y muy casposo. Desde lejos podías creer que eran superficiales, pero cuando te enterabas, por ejemplo, de que aquella mujer había creado el Damero Maldito, te dabas cuenta en el acto de que no era una persona corriente.
Recuerdo el año de ese viaje porque cuando volvimos a Madrid - febrero del 81 - la acompañé a su casa y al entrar la llamaron por teléfono y corrió a atenderlo en su despacho. Salió un momento, con el rostro demudado, y me dijo: “Ha pasado una tragedia. Si esperas un momento te lo cuento todo”. Y me contó, con todo lujo de detalles, que se había muerto la reina Federica, la madre de la reina Sofía, en el quirófano, en el transcurso de una operación de un párpado, sencillísima, pero en la que al anestesista se le había ido la mano. Lo sabía todo, estaba informadísima de todo: era una terminal de datos.
Fui a visitarla muchas veces, porque hablar con Conchita, estar con Conchita, era un regalo”.
Para Victoria Bermejo y Ramon Tornasol
Conchita Montes y Rafael Durán, en el más puro estilo de la comedia americana,
en la escena del encuentro de La vida en un hilo.