Cosas que importan

Cosas que importan

No tan deprisa. Las cosas importantes no están solo en los grandes titulares de portada. A veces se esconden en pequeños repliegues de la realidad. En este espacio habrá mucho de búsqueda, de exploración, de reflexión sobre las cosas, pequeñas y grandes, que nos pasan. Y sobre algo que condiciona, cada vez más, la percepción que tenemos de lo que ocurre, la comunicación.

La violencia que no cesa

Por: | 18 de abril de 2016

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La mató y luego se suicidó. Así ocurrió el jueves en Sant Feliu de Llobregat cuando un mosso d’esquadra disparó contra su compañera sentimental. Y así ocurre también en muchos otros crímenes machistas que se producen en España. En este patrón de asesinato-suicidio radica, incluso cuando por alguna razón no se materializa, uno de los elementos centrales de una incógnita que ocupa y preocupa a quienes trabajan y luchan para reducir la violencia de género. La incógnita es por qué, pese a las muchas medidas que se vienen aplicando desde que entró en vigor la Ley de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género en 2004, las muertes no se han reducido significativamente y en la última década permanecen estancadas en torno a 70 anuales.

Este estancamiento está llevando a ciertos sectores a preguntarse si tal vez la violencia de género es algo consustancial a las relaciones entre hombres y mujeres, y si no ha llegado la hora de resignarse porque ya no se puede hacer más de lo que se está haciendo. Este discurso, aunque minoritario todavía, resulta preocupante. Porque no es cierto no se pueda hacer más. Un análisis pormenorizado de los casos que se producen permite observar que el sistema judicial presenta aún notables carencias y que el sistema habilitado para la protección de las mujeres y la prevención tiene escasa capacidad para calibrar bien las situaciones de riesgo.

De entrada, el hecho de que el 84,3% de las mujeres asesinadas en los últimos diez años no hubieran presentado denuncia previa deja fuera del radar judicial muchos casos que de llegar al juzgado podrían haber activado mecanismos de protección. Pero incluso en los casos en que hay denuncia, no siempre los juzgados aciertan a la hora de valorar el peligro que corren las mujeres.

Hay pues, un largo trecho de mejora en la prevención, con medidas de alerta temprana que deberían activarse desde la propia comunidad. Desde el entorno de las propias mujeres amenazadas. La familia, las amistades, pueden y deben actuar con mayor determinación. La violencia machista no es un asunto privado. Es fruto de unas determinadas estructuras sociales y culturales que conciernen a toda la sociedad. Sabemos que las mujeres sometidas a malos tratos prolongados entran en una situación de bloqueo psicológico que muchas veces les impide incluso solicitar ayuda. Por eso es importante que el entorno actúe ante los primeros indicios.

Esos indicios suelen concentrarse en momentos muy concretos. Las estadísticas de feminicidios indican, por ejemplo, que casi el 35% de las muertes se producen durante los trámites de separación o cuando la mujer toma la decisión de abandonar a la pareja. Ese es un momento de verdadero peligro, porque es cuando se materializa aquello que los hombres maltratadores perciben como un ataque insoportable a su identidad masculina. Y no solo los de mentalidad más tradicional. En sus interesantes libros sobre la violencia machista, y particularmente en Los nuevos hombres nuevos, Miguel Lorente Acosta describe bien las raíces culturales y psicológicas de esta violencia. Muchos varones se han adaptado a las nuevas exigencias de libertad y autonomía de las mujeres haciendo ver que cambian, pero se sienten profundamente heridos y reaccionan violentamente cuando han de renunciar a la posición de poder y dominación en que basan su identidad masculina.

Eso explica uno de los rasgos diferenciales de este tipo de violencia: la escasa capacidad de disuasión que tiene la sanción penal sobre este tipo de hombres, un fenómeno que ha estudiado el catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Oviedo Javier G. Fernández Teruel, en su esclarecedor análisis de los feminicidios ocurridos entre 2000 y 2015. Y explica por qué por altas que sean las penas, los crímenes apenas disminuyen.

Este es un elemento a tener muy en cuenta por quienes sufren o conocen algún caso de violencia de género. Hay ciertas señales que deben encender todas las alarmas: cuando el hombre comienza a fantasear con la idea de quitarse la vida. Si no se ha hecho antes, es el momento de salir corriendo. Porque cuando empieza a proferir amenazas como “te mato y me mato”, “antes me mato que te dejo marchar” está diciendo que empieza a ser psicológicamente inmune, insensible, a las consecuencias penales, sociales y vitales de matar a su pareja. Este tipo de fantasías, proferidas como amenaza, deben tomarse muy en serio, por mucho que después, como suele ocurrir, exprese arrepentimiento y diga que no hablaba en serio.

 

Imagen: Flores en el lugar donde fue asesinada por su pareja una mujer de 30 años en Salt (Girona). / EFE. 

Ada Colau y los estereotipos

Por: | 18 de abril de 2016

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En La opinión pública, un clásico del periodismo y la política en muchos aspectos superado pero en otros aún vigente, el periodista y filósofo norteamericano Walter Lippmann se refería en 1922 a los estereotipos como “una imagen ordenada y más o menos coherente del mundo, a la que se han adaptado nuestros hábitos, gustos, capacidades, consuelos y esperanzas. (…) En ese mundo las personas y las cosas ocupan un lugar inequívoco y su comportamiento responde a lo que esperamos de ellos. (…) Ningún estereotipo es neutral. Son la garantía de nuestro amor propio y la proyección del sentido del mundo que cada uno tiene. Por tanto, los estereotipos arrastran la carga de los sentimientos que llevan asociados”.

Cuando Félix de Azúa, un intelectual que acaba de ingresar en la Real Academia Española, se refiere a la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, como una ignorante que debería estar vendiendo en una pescadería, no solo está catalogando a la persona a la que se refiere. También se cataloga a sí mismo. En esa valoración está implícita toda una exhibición de sus referentes mentales, de su personal sentido del orden de las cosas. El mismo orden que unos días antes había expresado un concejal del PP de Palafolls al afirmar que “en una sociedad seria y sana” Ada Colau no sería alcaldesa sino que “estaría fregando suelos”.

Los estereotipos implícitos en estas frases expresan la concepción del mundo que esas personas tienen. Una visión que parece muy antigua, pero ya sabemos que todo vuelve. Podría pensarse que, en la persistente campaña de acoso y derribo que sufre la alcaldesa, estas manifestaciones no pasan de ser anécdotas estrafalarias. Pero no es así. Tanto el concejal como el académico expresan en realidad algo que muchos de los adversarios políticos de Colau piensan pero esconden porque saben que eso les define y definirse en términos tan clasistas tiene hoy consecuencias. Afortunadamente, las tiene.

El clasismo entraña un sentimiento de superioridad de casta. Los que no pertenecen a la casta no son dignos de ocupar el lugar reservado a ella. Las que friegan suelos o venden en una pescadería, no son casta, ergo no merecen ocupar las posiciones que “en una sociedad seria y sana” corresponden a ciertas élites y que en el espacio público, es el poder, concebido como un instrumento para perpetuar la estratificación social.

En la visión clasista del mundo, nadie que no pertenezca a la casta o esté bendecido por ella, merece ejercer el poder. En ese orden mental, ejercer la alcaldía exige una dignidad de clase de la que carecen las limpiadoras y las vendedoras. Se establece así una jerarquía de personas y de dignidades. Hay una jerarquía de dignidad vinculada a la jerarquía de clase. Cualquiera que se salte el orden natural de esa jerarquía, es un usurpador. Y si es una mujer, doblemente usurpadora. Porque también hay una jerarquía de géneros. Colau, evidentemente, no es hombre y no imagino a ninguno de quienes le han faltado al respeto diciendo algo similar del alcalde de Valencia, de Cádiz o de Santiago, aun cuando por posición e ideología, representen lo mismo que Colau.

Pero en esta lógica, aún hay más: las que friegan suelos o venden pescado en el mercado están donde tienen que estar y no en las alcaldías porque carecen de cultura para comprender la complejidad del mundo. Una vendedora de pescado no puede ser alcaldesa. Y si una mujer que debería vender pescado a pesar de todo consigue ser alcaldesa, es porque la gente que la ha votado se ha equivocado. Un error de la democracia. De ahí a decir que la democracia es un error porque no garantiza la buena elección de quienes han de ocupar el poder, hay un paso muy corto. Peligrosamente corto.

El propio Lippmann, que profundizó en el papel de los estereotipos y la conformación de la opinión pública, pensó que podía ser mejor dejar el poder en manos de élites bien formadas y preparadas para ejercerlo. En la misma entrevista en la que menosprecia a Colau, el académico y fundador de Ciudadanos muestra su contrariedad con los resultados del 20-D y afirma que la gente que apoyó a ciertos partidos debía “votar borracha”. Que es lo mismo que decir que no sabían lo que votaban. Tampoco debían saberlo, cabe deducir, los que con su voto hicieron posible que Ada Colau, que debía estar vendiendo pescado, gobierne “una ciudad como Barcelona”.

La visión clasista del mundo es posible que considere preferible que las alcaldías se adjudiquen por el mismo procedimiento que los sillones de la Real Academia, por cooptación y con discurso de bienvenida. Pero los tiempos, como decía la canción, están cambiando. Si Ada Colau y otras como ella que deberían estar fregando suelos o vendiendo pescado están hoy gobernando las instituciones es porque, en democracia, cada persona vale exactamente lo mismo, un voto. Y aunque la opinión pública puede manipularse, hoy ya no es tan fácil construir estereotipos de base clasista. Al contrario. Ada Colau, que puede fregar suelos, vender pescado y ejercer como alcaldesa con la misma dignidad, ha sabido darle la vuelta al discurso. Se ha ido al mercado y se ha hecho una foto con las vendedoras de pescado: “Orgullo de ser mujeres trabajadoras”, ha tuiteado. Harán bien, las élites con clase, de no despreciar a ciertas alcaldesas.

Segregados en el aula

Por: | 14 de marzo de 2016

En el debate educativo ha ocupado siempre un gran espacio la preocupación por el efecto que sobre los alumnos más brillantes tiene el hecho de que en clase haya estudiantes más rezagados. Con la extensión de la escolarización obligatoria hasta los 16 años, ese debate se ha intensificado ante la presencia de de alumnos que no solo no muestran ningún interés por los estudios sino que ni siquiera quieren estar en el aula. Esta nueva realidad, derivada de la reforma educativa, ha resultado especialmente enojosa para muchos profesores de secundaria que estaban acostumbrados a un alumnado más homogéneo, dada la criba social que se producía a los 14 años entre quienes continuaban en Bachiller y los que no. En cualquier caso, es un problema pedagógico nada fácil de abordar. Pasados unos años de desconcierto y descontento docente, se ha encontrado una solución en la posibilidad de hacer grupos de nivel, en los que se agrupa a los alumnos de cada curso en función de sus resultados.

Siempre he albergado dudas sobre los efectos de este modelo. Pensaba cómo hubiera influido en mi autoestima figurar en el grupo C y si eso me hubiera ayudado a remontar o a caer. Pero algunos docentes me decían que si bien no era la solución ideal, era al menos una solución. Pues bien, en un debate sobre fracaso escolar que tuve el honor de moderar en el Palau Macaya, dentro del ciclo Debates de RecerCaixa, pude comprobar que la cuestión no está, ni mucho menos, tan clara como parece.

1245699599_850215_0000000000_sumario_normalEmpecemos por el contexto. Es cierto que hemos dado un gran salto. Hemos pasado de una media de escolarización de la población adulta de 4,6 años en 1960 a 9,6 en 2010. Pero aún tenemos una tasa de fracaso escolar del 21,9% entre 18 y 24 años, la más alta de UE y casi el doble de la media comunitaria, que es del 11,1%. Hay que preguntarse pues qué pasa dentro y fuera del aula para que este indicador siga siendo tan negativo.

Obviamente influyen en primer lugar los factores sociales. Y entre ellos, uno de los más determinantes es el nivel de estudios de los padres, según ha podido comprobar el profesor Xavier Raurich en su investigación sobre Desigualdad, movilidad social, esfuerzo y educación. El hecho de que en España el 57% de la población de 16 a 65 años no tenga más estudios que los obligatorios —en Alemania es el 16%— tiene mucho que ver. En las familias en las que al menos uno de los padres tiene estudios postobligatorios, la tasa de abandono escolar es del 15%. En las que ninguno de dos los tiene —suelen ser también las familias con menos renta— la tasa sube al 45%.

Esta es la realidad de partida, en la que se puede y debe intervenir, según enfatizó Miquel Angel Essomba, comisionado de Educación del Ayuntamiento de Barcelona, con ayuda social. Y sobre esa realidad incidirá lo que ocurra dentro del aula. Tanto Pilar Ugidos, directora de la escuela pública Miquel Bleach de Barcelona desde su dilatada experiencia pedagógica, como Javier Díaz-Palomar desde la investigación académica en la Universidad de Barcelona, han constatado que la segregación por niveles dentro del aula no conduce en la mayoría de los casos al éxito, como se pretende, sino al fracaso o al abandono temprano de los que están en peores posiciones. En su opinión, la educación compensatoria, basada en la idea de que hay niños con déficits que deben compensarse con ciertos refuerzos en grupo, ha fracasado. Los grupos de nivel solo funcionan para los mejores. La experiencia dice que la segregación que comienza en los primeros cursos, se mantiene en los siguientes. Más que facilitar el éxito, es un sistema que enquista, un camino sin salida para los que tienen más dificultades. No es casualidad que tengamos un 30% de tasa de repetición de curso, la más alta de Europa.

Habría que buscar en las experiencias de éxito, que las hay, una alternativa a este modelo que permita progresar a todos los alumnos. Díaz-Palomar ha investigado más de 200 experiencias de este tipo. Su conclusión es que los mejores resultados se dan en los llamados grupos interactivos, que es lo contrario de estratificar a los alumnos por niveles de competencia. En estas aulas interactivas, los estudiantes trabajan en grupos pequeños y diversos, se ayudan entre ellos bajo la supervisión del docente, utilizan el aprendizaje dialógico y recurren a las tecnologías como instrumento para una comprensión más profunda. En los grupos interactivos desaparecen las etiquetas y los estigmas y, a diferencia de los grupos de nivel, todos mejoran tanto en resultados como en convivencia.

Me pareció un debate apasionante. Y me fui con una convicción: hay que cambiar los entornos de aprendizaje. Más que políticas compensatorias, hace falta políticas transformadoras. También dentro del aula.

La teoría del privilegio

Por: | 14 de marzo de 2016

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Cómo han tenido que cambiar las cosas para que las mismas condiciones salariales o laborales que hace menos de diez años nos parecían normales, ahora sean presentadas como un privilegio inaceptable. Para que lo que entonces era considerado un motivo de agravio, por ejemplo ser mileurista, ahora sea percibido como una posición sumamente afortunada en relación a los muchos jóvenes que no tienen trabajo o lo tienen precario. El rápido tránsito de una percepción a otra es un indicador del verdadero efecto de la crisis, que ha dejado maltrechas y en situación de asedio ideológico conquistas sociales muy básicas.

A estas alturas es evidente que la crisis económica ha servido como coartada para imponer una serie de reformas económicas y legislativas, lesivas para las clases medias y populares, que estaban en la agenda política neoliberal mucho antes de la crisis. Ahora asistimos a una nueva ofensiva para justificar su mantenimiento más allá del periodo de recesión, como una necesidad estructural imprescindible para la recuperación económica. Si a alguien se le ocurre decir que, pasadas las penurias de la crisis, ya no se justifican los sacrificios, se le acusa de poner en riesgo el crecimiento. Culpables antes de la crisis por haber vivido por encima de las posibilidades, y culpables ahora por querer recuperar los derechos perdidos.

Una operación como esta requiere hábiles filigranas ideológicas que hagan aparecer como normales e incluso deseables para el interés general propuestas que en absoluto lo son. Una de ellas es lo que podríamos definir como la teoría del privilegio. Consiste en presentar la situación de los que todavía se benefician de las condiciones previas a las reformas como una posición de privilegio. El siguiente paso es presentar ese supuesto privilegio como una injusticia, y el deseo de conservarlo como una actitud ilegítima, egoísta y lesiva para el interés general.

No es la primera vez que se utiliza este tipo de recurso para construir lo que el sociolingüista George Lakoff define como marco conceptual (frame) para encauzar el debate público. Quien logra determinar el marco de la discusión, tiene la batalla ganada. En Gran Bretaña, coincidiendo con la campaña que llevó a los conservadores de David Cameron de vuelta a poder, se produjo un intenso debate sobre lo muy generosos que eran los subsidios del sistema de ayudas sociales y la necesidad de revisarlos. Los conservadores no solo descalificaban el sistema, sino que criminalizaban a quienes se “aprovechaban” de sus “generosas prestaciones”. “No puede ser que salga más a cuenta pedir un subsidio que trabajar”, clamaban. En su enfoque, cobrar tan generosos subsidios constituía un injusto privilegio, frente a quienes se tenían que levantar a las seis de la mañana para ir a trabajar. El frame funcionó, pero la cuestión no era esa. La cuestión era lo mucho que se habían deteriorado el empleo y los salarios, hasta el punto en muchos casos de quedar por debajo unos subsidios considerados hasta entonces como mínimos vitales.

Parecidos argumentos estamos observando aquí en relación a la dualidad de los contratos. Parecería que los afortunados que todavía conservan un contrato indefinido fueran los culpables de que la mayor parte de quienes acceden a un trabajo solo logren empalmar contratos precarios y temporales. Y ya se empiezan a recurrir a la teoría del privilegio en relación a las pensiones, en concreto para proponer un recorte de las más altas. Habiendo salarios de 800 euros al mes, se dice, no es justo que unos cuantos afortunados cobren los 2.000 euros a que asciende en España la pensión máxima.

El siguiente paso será decir que, siendo insostenible el sistema de pensiones, lo justo es recortar más las más altas. Se presentará a quienes cobran la pensión máxima como privilegiados cuya suerte supone un agravio para el resto de pensionistas, ignorando que si cobran la pensión máxima es porque durante muchos años han aportado también la cotización máxima, con lo que han contribuido en mayor medida al sostenimiento del sistema. En realidad esa pensión es un derecho, pero será presentado como un privilegio para justificar el recorte.

La cuestión, como en el caso de los subsidios británicos, no es que la pensión máxima sea excesiva, que no lo es. La cuestión es que las políticas que se aplican son incapaces de crear empleo de calidad y lograr que la cuantía de la cotización media aumente en lugar de disminuir. Eso es lo que realmente garantizaría la sostenibilidad de las pensiones a largo plazo y de eso es de lo que debemos discutir.

Esperanza de vida: el factor código postal

Por: | 26 de enero de 2016

Ancianos
Francia se ha visto alterada esta semana por una noticia que ha puesto en evidencia que el progreso no es siempre una línea ascendente. Por primera vez en 46 años, la esperanza de vida de la población francesa ha retrocedido. Mientras expertos y sociólogos buscaban explicaciones, los franceses han descubierto que el mundo rico occidental no está a salvo de tendencias que antes se creían circunscritas a territorios en desarrollo o aquejados por catástrofes incontrolables. Pero ya hemos visto otras veces que también los cambios sociales pueden derivar en retrocesos. En su momento provocó un fuerte impacto la caída de la esperanza de vida en Rusia tras la disolución de la Unión Soviética.

La pérdida de la protección social que caracterizaba el modelo soviético provocó un fuerte retroceso en los indicadores de salud y de esperanza de vida. A ello se unieron las consecuencias de las duras condiciones de competitividad que tuvo que afrontar para ganarse la vida una población acostumbrada a que el Estado lo decidiera todo. Las drogas y el alcoholismo fueron factores que contribuyeron al aumento de la mortalidad prematura. Así, la esperanza de vida, que en 1988 era de 70 años, cayó en 2007 hasta los 65. Ahora vuelve estar en 71 años, pero aún queda lejos de la media europea.

Del mismo modo, el impacto del sida en algunos países africanos fue tal que echó por tierra gran parte de los progresos que se habían logrado. Para hacerse una idea: en 2006 la esperanza de vida en Botsuana había retrocedido 20 años respecto a finales de los ochenta. En ese momento, un niño que naciera en Gaborone tenía una expectativa media de vida de 34 años, frente a los 82 años de un niño que naciera en Tokio. Aunque lo peor de la crisis del sida ha pasado y la esperanza de vida ha subido a 47 años, la brecha entre Gaborone y Tokio sigue siendo abismal.

Mucha gente creía que el camino de la rica y estable Europa hacia la longevidad era ya imparable. Por eso la noticia del retroceso de la esperanza de vida ha causado inquietud en Francia. No ha sido mucho: 0,4 años para las mujeres, y 0,3 para los hombres. Pero ha sido en un solo año. En España, que había duplicado la esperanza de vida en apenas cuatro generaciones, también retrocedió una décima en 2012. En todo caso, las autoridades francesas se han apresurado a buscar la explicación. Y la han encontrado en la gripe y en el clima.

La gripe del año pasado mutó a medio camino y la vacuna que se había diseñado no ofrecía suficiente protección. Las autoridades francesas atribuyen a este factor 24.000 muertes de más. En julio hubo una ola de calor, a la que atribuyen 2.000 muertes adicionales, y en octubre, una de frío, que causó 4.000 muertes más de las esperadas. ¿Agotan estos datos la explicación del retroceso? No lo parece, puesto que en 2015 se produjeron 41.000 muertes más que en 2014.
En realidad, la gripe es un elemento a tener en cuenta, pero no son factores puntuales los que deben preocupar de cara al futuro sino las tendencias de fondo que pueden estar produciéndose y que la explicación de los factores puntuales puede ayudar a enmascarar. Porque la brecha en la esperanza de vida también existe en el interior de las sociedades ricas. Y esa brecha tiene que ver con las desigualdades sociales. Si aumenta la precariedad social y las desigualdades se ensanchan, no tardaremos en ver las consecuencias en las estadísticas de salud y de esperanza de vida.

En los trabajos sobre desigualdades en salud se utiliza con frecuencia un término que ilustra bien sobre este fenómeno: el factor código postal. Con este concepto se designa al conjunto de circunstancias sociales que determinan las expectativas de salud o de vida de una persona en función del lugar en el que vive. Porque la salud depende de la genética, por supuesto, pero también del estatus social y del entorno. China, por ejemplo, tiene un gran problema de contaminación ambiental que lastra la salud de toda su población. Pero un reciente estudio encontró diferencias de mortalidad relacionadas con la diferente exposición a los contaminantes. Así, los habitantes situados al norte del río Huai viven de promedio 5,5 años menos que los del sur, y la razón es que en el norte se aplicaron medidas que favorecieron el uso intensivo del carbón.

Sobre el autor

Milagros Pérez Oliva. Me incorporé a la redacción de EL PAÍS en 1982 y como ya hace bastante tiempo de eso, he tenido la oportunidad de hacer de todo: redactora de guardia, reportera todoterreno, periodista especializada en salud y biomedicina, jefe de sección, redactora jefe, editorialista. Durante tres años he sido también Defensora del Lector y desde esa responsabilidad he podido reflexionar sobre la ética y la práctica del oficio. Me encanta escribir entrevistas, reportajes, columnas, informes y ahora también este blog. Gracias por leerme.

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