Cosas que importan

Cosas que importan

No tan deprisa. Las cosas importantes no están solo en los grandes titulares de portada. A veces se esconden en pequeños repliegues de la realidad. En este espacio habrá mucho de búsqueda, de exploración, de reflexión sobre las cosas, pequeñas y grandes, que nos pasan. Y sobre algo que condiciona, cada vez más, la percepción que tenemos de lo que ocurre, la comunicación.

Sobre el autor

Milagros Pérez Oliva. Me incorporé a la redacción de EL PAÍS en 1982 y como ya hace bastante tiempo de eso, he tenido la oportunidad de hacer de todo: redactora de guardia, reportera todoterreno, periodista especializada en salud y biomedicina, jefe de sección, redactora jefe, editorialista. Durante tres años he sido también Defensora del Lector y desde esa responsabilidad he podido reflexionar sobre la ética y la práctica del oficio. Me encanta escribir entrevistas, reportajes, columnas, informes y ahora también este blog. Gracias por leerme.

La violencia que no cesa

Por: | 18 de abril de 2016

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La mató y luego se suicidó. Así ocurrió el jueves en Sant Feliu de Llobregat cuando un mosso d’esquadra disparó contra su compañera sentimental. Y así ocurre también en muchos otros crímenes machistas que se producen en España. En este patrón de asesinato-suicidio radica, incluso cuando por alguna razón no se materializa, uno de los elementos centrales de una incógnita que ocupa y preocupa a quienes trabajan y luchan para reducir la violencia de género. La incógnita es por qué, pese a las muchas medidas que se vienen aplicando desde que entró en vigor la Ley de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género en 2004, las muertes no se han reducido significativamente y en la última década permanecen estancadas en torno a 70 anuales.

Este estancamiento está llevando a ciertos sectores a preguntarse si tal vez la violencia de género es algo consustancial a las relaciones entre hombres y mujeres, y si no ha llegado la hora de resignarse porque ya no se puede hacer más de lo que se está haciendo. Este discurso, aunque minoritario todavía, resulta preocupante. Porque no es cierto no se pueda hacer más. Un análisis pormenorizado de los casos que se producen permite observar que el sistema judicial presenta aún notables carencias y que el sistema habilitado para la protección de las mujeres y la prevención tiene escasa capacidad para calibrar bien las situaciones de riesgo.

De entrada, el hecho de que el 84,3% de las mujeres asesinadas en los últimos diez años no hubieran presentado denuncia previa deja fuera del radar judicial muchos casos que de llegar al juzgado podrían haber activado mecanismos de protección. Pero incluso en los casos en que hay denuncia, no siempre los juzgados aciertan a la hora de valorar el peligro que corren las mujeres.

Hay pues, un largo trecho de mejora en la prevención, con medidas de alerta temprana que deberían activarse desde la propia comunidad. Desde el entorno de las propias mujeres amenazadas. La familia, las amistades, pueden y deben actuar con mayor determinación. La violencia machista no es un asunto privado. Es fruto de unas determinadas estructuras sociales y culturales que conciernen a toda la sociedad. Sabemos que las mujeres sometidas a malos tratos prolongados entran en una situación de bloqueo psicológico que muchas veces les impide incluso solicitar ayuda. Por eso es importante que el entorno actúe ante los primeros indicios.

Esos indicios suelen concentrarse en momentos muy concretos. Las estadísticas de feminicidios indican, por ejemplo, que casi el 35% de las muertes se producen durante los trámites de separación o cuando la mujer toma la decisión de abandonar a la pareja. Ese es un momento de verdadero peligro, porque es cuando se materializa aquello que los hombres maltratadores perciben como un ataque insoportable a su identidad masculina. Y no solo los de mentalidad más tradicional. En sus interesantes libros sobre la violencia machista, y particularmente en Los nuevos hombres nuevos, Miguel Lorente Acosta describe bien las raíces culturales y psicológicas de esta violencia. Muchos varones se han adaptado a las nuevas exigencias de libertad y autonomía de las mujeres haciendo ver que cambian, pero se sienten profundamente heridos y reaccionan violentamente cuando han de renunciar a la posición de poder y dominación en que basan su identidad masculina.

Eso explica uno de los rasgos diferenciales de este tipo de violencia: la escasa capacidad de disuasión que tiene la sanción penal sobre este tipo de hombres, un fenómeno que ha estudiado el catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Oviedo Javier G. Fernández Teruel, en su esclarecedor análisis de los feminicidios ocurridos entre 2000 y 2015. Y explica por qué por altas que sean las penas, los crímenes apenas disminuyen.

Este es un elemento a tener muy en cuenta por quienes sufren o conocen algún caso de violencia de género. Hay ciertas señales que deben encender todas las alarmas: cuando el hombre comienza a fantasear con la idea de quitarse la vida. Si no se ha hecho antes, es el momento de salir corriendo. Porque cuando empieza a proferir amenazas como “te mato y me mato”, “antes me mato que te dejo marchar” está diciendo que empieza a ser psicológicamente inmune, insensible, a las consecuencias penales, sociales y vitales de matar a su pareja. Este tipo de fantasías, proferidas como amenaza, deben tomarse muy en serio, por mucho que después, como suele ocurrir, exprese arrepentimiento y diga que no hablaba en serio.

 

Imagen: Flores en el lugar donde fue asesinada por su pareja una mujer de 30 años en Salt (Girona). / EFE. 

Ada Colau y los estereotipos

Por: | 18 de abril de 2016

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En La opinión pública, un clásico del periodismo y la política en muchos aspectos superado pero en otros aún vigente, el periodista y filósofo norteamericano Walter Lippmann se refería en 1922 a los estereotipos como “una imagen ordenada y más o menos coherente del mundo, a la que se han adaptado nuestros hábitos, gustos, capacidades, consuelos y esperanzas. (…) En ese mundo las personas y las cosas ocupan un lugar inequívoco y su comportamiento responde a lo que esperamos de ellos. (…) Ningún estereotipo es neutral. Son la garantía de nuestro amor propio y la proyección del sentido del mundo que cada uno tiene. Por tanto, los estereotipos arrastran la carga de los sentimientos que llevan asociados”.

Cuando Félix de Azúa, un intelectual que acaba de ingresar en la Real Academia Española, se refiere a la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, como una ignorante que debería estar vendiendo en una pescadería, no solo está catalogando a la persona a la que se refiere. También se cataloga a sí mismo. En esa valoración está implícita toda una exhibición de sus referentes mentales, de su personal sentido del orden de las cosas. El mismo orden que unos días antes había expresado un concejal del PP de Palafolls al afirmar que “en una sociedad seria y sana” Ada Colau no sería alcaldesa sino que “estaría fregando suelos”.

Los estereotipos implícitos en estas frases expresan la concepción del mundo que esas personas tienen. Una visión que parece muy antigua, pero ya sabemos que todo vuelve. Podría pensarse que, en la persistente campaña de acoso y derribo que sufre la alcaldesa, estas manifestaciones no pasan de ser anécdotas estrafalarias. Pero no es así. Tanto el concejal como el académico expresan en realidad algo que muchos de los adversarios políticos de Colau piensan pero esconden porque saben que eso les define y definirse en términos tan clasistas tiene hoy consecuencias. Afortunadamente, las tiene.

El clasismo entraña un sentimiento de superioridad de casta. Los que no pertenecen a la casta no son dignos de ocupar el lugar reservado a ella. Las que friegan suelos o venden en una pescadería, no son casta, ergo no merecen ocupar las posiciones que “en una sociedad seria y sana” corresponden a ciertas élites y que en el espacio público, es el poder, concebido como un instrumento para perpetuar la estratificación social.

En la visión clasista del mundo, nadie que no pertenezca a la casta o esté bendecido por ella, merece ejercer el poder. En ese orden mental, ejercer la alcaldía exige una dignidad de clase de la que carecen las limpiadoras y las vendedoras. Se establece así una jerarquía de personas y de dignidades. Hay una jerarquía de dignidad vinculada a la jerarquía de clase. Cualquiera que se salte el orden natural de esa jerarquía, es un usurpador. Y si es una mujer, doblemente usurpadora. Porque también hay una jerarquía de géneros. Colau, evidentemente, no es hombre y no imagino a ninguno de quienes le han faltado al respeto diciendo algo similar del alcalde de Valencia, de Cádiz o de Santiago, aun cuando por posición e ideología, representen lo mismo que Colau.

Pero en esta lógica, aún hay más: las que friegan suelos o venden pescado en el mercado están donde tienen que estar y no en las alcaldías porque carecen de cultura para comprender la complejidad del mundo. Una vendedora de pescado no puede ser alcaldesa. Y si una mujer que debería vender pescado a pesar de todo consigue ser alcaldesa, es porque la gente que la ha votado se ha equivocado. Un error de la democracia. De ahí a decir que la democracia es un error porque no garantiza la buena elección de quienes han de ocupar el poder, hay un paso muy corto. Peligrosamente corto.

El propio Lippmann, que profundizó en el papel de los estereotipos y la conformación de la opinión pública, pensó que podía ser mejor dejar el poder en manos de élites bien formadas y preparadas para ejercerlo. En la misma entrevista en la que menosprecia a Colau, el académico y fundador de Ciudadanos muestra su contrariedad con los resultados del 20-D y afirma que la gente que apoyó a ciertos partidos debía “votar borracha”. Que es lo mismo que decir que no sabían lo que votaban. Tampoco debían saberlo, cabe deducir, los que con su voto hicieron posible que Ada Colau, que debía estar vendiendo pescado, gobierne “una ciudad como Barcelona”.

La visión clasista del mundo es posible que considere preferible que las alcaldías se adjudiquen por el mismo procedimiento que los sillones de la Real Academia, por cooptación y con discurso de bienvenida. Pero los tiempos, como decía la canción, están cambiando. Si Ada Colau y otras como ella que deberían estar fregando suelos o vendiendo pescado están hoy gobernando las instituciones es porque, en democracia, cada persona vale exactamente lo mismo, un voto. Y aunque la opinión pública puede manipularse, hoy ya no es tan fácil construir estereotipos de base clasista. Al contrario. Ada Colau, que puede fregar suelos, vender pescado y ejercer como alcaldesa con la misma dignidad, ha sabido darle la vuelta al discurso. Se ha ido al mercado y se ha hecho una foto con las vendedoras de pescado: “Orgullo de ser mujeres trabajadoras”, ha tuiteado. Harán bien, las élites con clase, de no despreciar a ciertas alcaldesas.

El País

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