Son niños. Niños. Como tus hijas o tus hijos. Están ahora durmiendo en unas enormes jaulas para inmigrantes detenidos en la frontera de Estados Unidos con México.
Vienen de atravesarse México, un país que solo comparte nombre con el que vos, que a lo mejor has estado en Los Cabos o Cancún o la Ciudad de México o Guadalajara cuando hay Feria del Libro, conocés. Ellos entraron por Tapachula, en la frontera con Guatemala, una ciudad sórdida y muy peligrosa; y les tomó semanas caminar o montar la bestia por los más de 800 kilómetros que separan, en línea recta, la frontera sur mexicana del Distrito Federal. La Gran Ciudad de México.
Casi nada conocieron esos niños. Ni siquiera un pequeño tour al Museo del Niño ni al Castillo de Chapultepec para que les dijeran que allí se firmaron los Acuerdos de Paz que dieron forma a El Salvador de la posguerrra, ese país del que vienen huyendo.
Del D.F. ellos conocieron unos cuartos oscuros allá arriba (muy arriba) de Santa Mónica, pasando Satélite, donde ni se ve el resto de esa megalópolis, donde ni los taxis chilangos suben; o unos cuartos de azotea por las vías del tren. Esa fue su región más transparente, su albergue después del miedo, su parada de hidratación tras más de 800 kilómetros de un horror al que seguramente ni vos ni yo habríamos sobrevivido. Y caminaron otros 1,500 kilómetros hacia el norte para que apenas allí, pasando el río, comenzaran sus batallas en el desierto que fueron de verdad batallas y de verdad en el desierto.
Ilustraciones: Catalina del Cid. Tomadas del libro Entre Aquí y el Norte (UCA Ed.2012) con autorización de la autora.
Como vos, yo tampoco tengo ni idea de lo que vivió durante las últimas cinco semanas ese niño guatemalteco del que hoy apenas conocemos una foto de sus jeans con el dibujo de los Angry Birds, que fue todo lo que de él quedó fotografiable después de que lo encontraron muerto en el desierto en Texas. Dicen que estaba a poco más de un kilómetro de la casa más cercana. Lo dicen todos como si por mala suerte no encontró esa casa que estaba tan cerca y que le pudo haber salvado la vida. Yo me pregunto si el niño de Guatemala no andaba huyendo de esa casa, de algún ranchero texano con siete perros entrenados para perseguir a cualquier sudoroso, atemorizado y cansado que penetre su propiedad.
Son más de 50 mil los niños centroamericanos detenidos en lo que va del año por entrar indocumentados a Estados Unidos. Hay otros miles que sí entraron y que nadie los vio. Otros miles que han muerto en el camino. Otros que se perdieron. Otros que se desvanecieron. Otros que siguen en los cuartos de azotea en México o se quedaron esclavizados en Tapachula. De esos no hablamos ahora. Solo de los que llegaron y fueron detenidos por el servicio de inmigración de los Estados Unidos.
Los detenidos este año superan las cifras previas, y todos sospechan que hay algo que ha disparado la emigración de menores, algo que ha provocado esta masiva ola. Este tsunami de niños migrantes. Esta “crisis humanitaria”, como la ha llamado el presidente Obama.
Su gobierno la atribuye a que los coyotes están diciendo en las comunidades de Honduras, Guatemala y El Salvador que los gringos no deportan niños. Que los retienen unos días en un albergue y luego los entregan a sus familias. No problem. Es cierto, eso andan diciendo los coyotes por aquí.
El gobierno de Obama, para evitar que sigan llegando, dice que sí los va a deportar. A todos. Que no se vayan para el norte, que no tienen ninguna posibilidad de quedarse.
Coyotes dicen, Obama dice. Y los niños encerrados como delincuentes pero temerosos como liebres que cayeron en una trampa cuando huían del zorro. Cuando creían que ya había terminado la larga noche. Cuando ya estaban del otro lado. Y sus papás no aparecen.
La nación más poderosa del mundo deportará a unos niños que han pasado por caminos de ladrones, asesinos y violadores huyendo de países pobres y violentos e intentando reunirse con sus padres. Es una declaración: No nos haremos cargo de sus problemas. Auque sean menores de edad.
Mañana llegarán otros miles intentando lo mismo.
El vicepresidente estadounidense y el secretario de Estado han sostenido dos reuniones en diez días con los gobernantes de El Salvador y Guatemala y con representantes hondureños para tratar el asunto.¿Para tratar qué? ¿Qué puede hacer el presidente de El Salvador? ¿prohibirles que se vayan mediante un decreto ejecutivo? Ni por decreto se van ni por decreto dejarán de irse. Ni los niños ni sus papás. Los políticos se reúnen para dar la apariencia de que están haciendo algo, pero no están haciendo nada. Porque ninguna de esas reuniones ha aportado nada a solucionar un problema que es estructural.
Los niños no se van porque piensen que no los van a deportar. Se van porque sus papás no quieren que vivan aquí. Porque no es vivir así como viven aquí.
Los papás de muchos de ellos ya están en territorio estadounidense y han pagado para que un coyote se los lleve. O sus padres en El Salvador, en Honduras o en Guatemala quieren mandarlos lejos de las escuelas en las que no se puede estudiar porque el segundo piso es de la pandilla; lejos de los parques en los que no se puede jugar porque los narcotraficantes se agarran a balazos; lejos de un futuro sin futuro. Para que empiecen una nueva vida sin las privaciones que han enfrentado sus padres, que por eso se fueron, atravesando un camino infernal como es el territorio mexicano para los indocumentados, con la ilusión de limpiar ventanas o reparar techos en Long Island, en el Valle de San Fernando o en Maryland. Es una vida mucho más digna que la que les ha ofrecido América Central.
Un repartidor de pizzas en Nueva York, un lavaplatos en Los Angeles o una mucama de hotel en Washington gana más por hora que un profesor universitario en San Salvador. La diferencia mensual es mayor porque los profesores no tienen ocho horas diarias de clase.
Esos son los menos. Si te hubiera tocado, como a muchos de esos niños, nacer en alguna zona rural de El Salvador, Guatemala u Honduras, tus probabilidades de ser profesor universitario, o siquiera de ser universitario, son tan bajas que ni siquiera superan el error muestral.
En El Salvador apenas la quinta parte de la población económicamente activa tiene lo que Naciones Unidas llama un empleo digno -es decir, que labora bajo contrato y que cuenta con prestaciones sociales como el seguro médico público, aunque sea de pésima calidad; y cotiza en un fondo de pensiones, aunque estos fondos estén a punto de quebrar (y de quebrar al Estado entero).
Gráfico elaborado por Washington Office for Latin America, WOLA
Guatemala, Honduras y El Salvador se encuentran entre los países más violentos del mundo. Una violencia extendida por el narcotráfico y por las pandillas. En Honduras, los políticos ya ni siquiera se toman la molestia de aparentar que están haciendo algo para combatir la violencia. Nada.
Ambos fenómenos, las pandillas y el narcotráfico, tienen relación directa con decisiones tomadas en Washington: la primera fue, desde el fin de los conflictos armados en la región, la de deportar a miles de pandilleros formados en las calles de Los Angeles o Washington que regresaron a países que no conocían, pero que se caracrerizaban por la impunidad, el exceso de armas, falta de institucionalidad y escasez de recursos. Y los siguen deportando.
En sentido contrario, más de la mitad de los profesionales ya emigraron y hoy lavan platos, reparten pizzas o arreglan camas en alguna ciudad estadounidense.
La segunda decisión tiene que ver con la estrategia estadounidense de combate al narcotráfico… en América Latina. Con haber forzado a los cárteles de la droga a abandonar la ruta del Caribe y trasladar el corredor a América Central donde supongo que calcularon que los podrían combatir mejor. Y más lejos de su propio territorio.
Entonces los combaten aquí, donde el narcotráfico ha encontrado un paraíso en estructuras sociales y políticas corruptas; en sociedades con una criminal desigualdad; con algunos de los millonarios más trogloditas, provincianos e incultos de América (un continente de millonarios trogloditas). Aquí, en países sin recursos ni económicos ni institucionales ni humanos, es donde intentan detener el indetenible flujo de las drogas que llega hasta el mayor consumidor del mundo: Allá, donde sí tienen todos esos recursos; pero donde no quieren derramar una sola gota de sangre. Por eso todos salen corriendo para allá.
Los millonarios trogloditas, los políticos corruptos y los gobernantes ingenuos, harían bien en releer las homilías de Monseñor Óscar Romero. La culebra ya no solo muerde al descalzo, se ha crecido tanto que se lo está tragando todo. Y de ella huyen nuestros emigrantes y por eso se van sus niños viajeros.
Los migrantes seguirán subiendo por ese camino al norte. Por más muros, por más riesgos, por más decretos, por más campañas. Seguirán llegando a la frontera y pasarán por los ranchos de esos rancheros del sur de Estados Unidos, racistas y criminales, que los cazan con escopetas y perros.
Los migrantes no saben si llegarán. No saben si sus hijos llegarán. Pero albergan una esperanza: si lo logran, encontrarán la posibilidad de una vida digna. Eso es todo lo que quieren. Una vida digna. ¿Acaso es mucho pedir? Sí. Es mucho.