De todas las flores comestibles, hoy tan de moda, mi favorita es la borraja. Me gusta su sabor especiado, profundo y enigmático, que combina igual de bien con platos dulces como salados; y su color aguamarina que, por cierto, se vuelve rosado al aliñarlas con vinagre o limón. También las hojas y los tallos son comestibles; se toman mucho en Navarra y Aragón donde saben prepararla de mil formas diferentes.
La borraja (Borago officinalis) es una de esas plantas que dan mucho juego y muy poco trabajo. Aunque tiene aspecto arbustivo, se trata de una herbácea de ciclo anual, de unos 60 centímetros de altura, que desarrolla una raíz principal gruesa y profunda, por eso no es fácil de trasplantar. Crece en suelos pobres y secos, al sol o a media sombra, y se resiembra sola, de ahí que si uno no quiere que se extienda más de la cuenta, lo mejor es cultivarla en maceta.
Originaria de Oriente Medio, concretamente de Siria de donde, al parecer, le viene el nombre: Abu rach, se encuentra naturalizada por toda la cuenca mediterránea donde florece de abril a noviembre. En el jardín, se siembra, como casi todas las anuales, a lo largo de la primavera o en otoño.
Además del uso culinario, a la borraja se le atribuyen muchas otras virtudes. Valorada tradicionalmente como un eficaz antidepresivo, –“contra la melancolía” dicen los tratados antiguos–, las hojas frescas, particularmente ricas en mucílago y calcio, se siguen utilizando en medicina y cosmética. Tiene también fama de ser un eficaz fungicida, de hecho, en los huertos, se suele colocar junto a las fresas. Es una lástima no haber encontrado ninguna imagen, porque la combinación de azul y rojo resulta de lo más fotogénica.
Con las flores se pueden preparar licores y aromatizar bebidas. Una buena forma para conservarlas frescas es congelarlas en los cubitos de hielo. Otra posibilidad es caramelizarlas, o incluso secarlas, porque duran mucho y no pierden el color.
Y lo mejor de todo: es una estupenda planta melífera.