No me causa ninguna tristeza que Dunga se largue a casa.
Para empezar, porque me parece perfectamente prescindible este tipo de seleccionador-macarra que le pega diez patadas al banquillo por una falta en contra, que aporrea la cubierta de plexiglás por un fuera de juego dudoso y que no deja de abroncar al cuarto árbitro. Las reglas de comportamiento que rigen para los futbolistas deberían regir también para el técnico.
Y para seguir, porque Brasil empezó a dejar de gustarme, hace ya años, cuando el Dunga jugador asumió el mando del equipo y la “canarinha”, que, igual que el boxeador Cassius Clay-Muhammad Ali, era célebre por volar como una mariposa y picar como una avispa, adoptó el trote del rinoceronte. Sólo el formidable dúo Romario-Bebeto hizo soportable aquella selección brasileña de 1994.