Me perdí el “crescendo” emocional y mediático con el que se preparó el gran partido por la enfermedad de un familiar muy cercano. Llegado el día de la final, me entraron fiebres. Mi mujer, apasionada de la selección española (ella precisa que “de esta selección española”), tuvo que ver la final en compañía de un tipo recostado en el sofá, medio sonámbulo, incapaz de otras exclamaciones que un “vaya” o un “uf” apenas susurrados.