El fútbol permite que gente de todas las edades, de todas las razas y culturas, de todos los niveles educativos y clases sociales, se siente alrededor de su hoguera. Para verlo solo se necesita encender la tele, caminar hasta la plaza de la esquina o entrar en algún patio de colegio. Para entenderlo solo hace falta elegir un equipo y desear que gane. Para jugarlo solo se requieren un poco de ganas y cualquier objeto que pueda desplazarse con un puntapié.
El fútbol es tan democrático que permite que todos podamos hablar de él y nunca nos cansemos de hacerlo. No digo hablar como hablamos de política, de economía, de regatas o de arte contemporáneo, esas charlas de café en las que hablamos porque el aire es gratis, pero, en el fondo, salvo que seamos expertos en ello, reconocemos que no tenemos ni idea de lo que estamos diciendo.
Lo que quiero decir es que el fútbol no discrimina: todos podemos tener razón; no hacen falta grados, postgrados, doctorados ni masters. El profesional más estudioso puede estar equivocado y el amateur menos informado tener toda la razón y salir el domingo por la tarde a celebrar su sagacidad en Twitter.
El problema del fútbol, al ser tan amplio, tan abierto y plural, es que se torna incapaz de filtrar los conflictos que se generan a su alrededor. Con tanta y tan variada convocatoria y esa poderosa atracción, no solo está condenado a vivir con la carga de nuestras pasiones, que muchas veces exceden límites que no nos atreveríamos a cruzar en nuestra vida cotidiana, sino también con nuestras miserias.
Como en un muestrario condensado de cada población, dentro del fútbol y alrededor de él convive todo lo bueno, pero, lamentablemente, también todo lo malo: desde los políticos que lo utilizan para la autopromoción o para la distracción hasta los aficionados que lo usan como escupidera para vomitar sus frustraciones pasando por los manipuladores, los patrioteros, los ladrones, los exaltados, los violentos... Lo que un pueblo es a nivel emocional, ético, moral, cultural y educativo se ve reflejado en el ámbito de su fútbol: cómo se comporta y se expresa su gente; cómo se respeta entre sí, su respeto por las reglas; cómo se desenvuelven las fuerzas del orden; cómo actúan los representantes de los clubes; cómo funcionan sus leyes y su justicia; cómo funciona su política y sus políticos; cómo retransmiten e informan los medios... En definitiva, con excepción de dos o tres lugares donde no es un deporte popular y prefieren las carreras de caracoles o el Lacrosse, la manera en la que se vive el fútbol como acontecimiento de masas en un país es un termómetro que nos orienta sobre la salud de su sociedad y de su República o Estado.
Cada vez que un acto de violencia ocurre en un estadio de fútbol escuchamos el mismo falso cliché: "La violencia en el fútbol" o "el fútbol promueve la violencia". Culpar al fútbol de promover la violencia es como culpar al fósforo de generar incendios. Son las personas las que determinan, con su grado de civismo, lo que sucede en un estadio o en la calle o en el Congreso de los Diputados.
El fútbol no hace más que abrir sus puertas. ¿Qué culpa tiene si algunos consideran que a las puertas del estadio se termina el contrato social? ¿Y si una horda manipulada elige sus campos para ajustar cuentas pendientes? ¿Qué responsabilidad tiene el fútbol sobre una sociedad disfuncional? ¿Cuál sobre una seguridad ineficiente o cómplice? ¿Cuál sobre una justicia indiferente? ¿Cuál sobre una política corrupta?
El miércoles pasado, en Port Said (Egipto), 75 personas murieron asesinadas, linchadas o aplastadas y más de 1.000 resultaron heridas en uno de los sucesos más tristes que se recuerdan en un estadio de fútbol. Fuimos testigos del comportamiento del ser humano en su estado más salvaje y primitivo, posible consecuencia de la precaria convivencia entre el odio, el rencor y la venganza de un viejo poder que no acepta su derrota y quiere borrar ese esbozo de Estado que intenta hoy Egipto, en una democracia que todavía puja por nacer.
Una vez más, el fútbol es la víctima, no el culpable.