La tarde del sábado en Toledo se percibía como acontecimiento. Pero no por lo que la gente agolpada en las calles susurrara a las curiosidades de los turistas. Tanta cola espontánea y tanta policía daban qué pensar. “¿Qué ocurre?”, preguntaban. “Que viene la reina”, soltaban a las primeras de cambio.
Y era cierto, sencillamente así. La reina acudía a la catedral. Pero para ser testigo ella del verdadero acontecimiento: que Riccardo Muti dirigía el Réquiem de Verdi en homenaje al Greco. Tardes así han sido y van a ser frecuentes este año del centenario con un apretado y dinámico programa de armonías y diálogos. Música y pintura van de la mano. La conveniente y cada vez más fructífera relación de mundos impone esos maridajes.
Muti, napolitano militante, rendido admirador de la cultura española, un forjador de lazos incansable entre ambos polos de la revelación creativa puramente mediterránea, es el músico indicado para rendir según qué tributos. Repitió ayer en el Teatro Real con los mismos solistas: el tenor Francesco Meli, la soprano Tatjiana Serjan, la mezzo Ekaterina Gubanova y el bajo Ildar Abdrazakov. También con la fusión de su orquesta joven Luigi Cherubini y la del Teatro Real. Además del coro titular del coliseo.
Una experiencia. Curiosa. No por la emoción que transmitiera el escenario y la solemnidad de la iniciativa. No por la siempre certera y excitante aproximación a una obra de vibrante exaltación humanística –pese a ser concebida para un ritual religioso- en la visión de un director exquisito, todo un experto en el universo verdiano. No.
Una experiencia. Curiosa. Pero por otros motivos. Por la lejanía que nos aproximaba a la fuerza hacia un estimulante ejercicio de imaginación. Acostumbrados ya a la cada vez más medida acústica de los auditorios modernos o los teatros adaptados a exprimir el sutil jugo de la interpretación viva, un templo de las dimensiones de la catedral de Toledo obliga a una atención extrema. Las iglesias vuelven a ser lugares de experiencia musical intensa, pero más propicios para repertorios barrocos y renacentistas a escalas reducidas que a obligadas convocatorias con tendencia megalómana. Aun así, resultaba fascinante imaginar como al 100% de las mismas hubiésemos apreciado la deslumbrante emoción imbricada en una autenticidad alejada de todo patetismo que transmitía con un suculento poder de seducción Tatjiana Serjan, quien junto a Meli, fue la sensación de la velada. Por compartir el escalofrío, la cercanía, la bajada a los infiernos y el compasivo calor del consuelo que todo al tiempo transmite esta obra maestra en manos de Muti.
Un esfuerzo de atención extra y la retardada sensación de los golpes de efecto acompasados con la certeza de que se estaban haciendo las cosas mejor que bien, convirtieron el momento en un gozo y una tortura a todas luces diferente. Gozo por alcanzar con los alambres de la imaginación sonora la más que convincente tarea de conjunto. Tortura por no llegar a disfrutarlo en su entera dimensión auditiva. Nos quedaba el consuelo de saber que la sobrecogedora arquitectura de Dios no está a la altura de otros inventos de los hombres más pertinentes para celebrar según qué ritos.