Lo que se dice con ostentación que no ha de hacerse es lo que con frecuencia se realiza. Precisamente por quienes lo pregonan. Y no deja de ser curioso que no le vean relación. Y no siempre es a los otros a quienes les ocurre. Quizá, a los propios ojos, no la tenga directamente, pero es llamativo hasta qué punto, habiéndola, nos cuesta encontrarla. Que haya quienes necesiten bien poco para establecerla no significa que a veces sorprenda oír hablar, oírnos hablar, de asuntos que nos desconciertan y alarman, y que bastaría con que nos fijáramos mínimamente para hallarlos en nuestro propio proceder.
Mientras continúa la minuciosa consideración y la precisa descripción de lo que no parece adecuado, son los demás quienes advierten que se diría que hablamos de nosotros mismos. Es frecuente verse en la tesitura y quizás un destello nos otorgue el incómodo don de reconocernos en lo que rechazamos. Pero podría ocurrir que, sin que semejante lucidez llegara, el discurso prosiguiera ante el estupor de quienes no tardarían en suponer que cuanto decimos parecería ser autobiográfico. O que, en todo caso, lo es de quien más énfasis pone en encontrarlo improcedente.
Tamaña presuposición convoca a la necesidad de la siempre imprescindible conveniencia de ser cautos, si es que ser sencillos o un tanto razonables resulta demasiado. El ardor que mantenemos podría ser indicio de lo que nos resulta insoportable, pero cabe la posibilidad de que en cierta medida también contribuya a ello el que hay en nosotros mismos, siquiera vestigios, que nos inducirían a pensar que, en ciertas circunstancias, y con los debidos atenuantes razonados, estaríamos a la altura de lo que tanto nos incomoda.
Se dice, con razón, que pensar es relacionar. No solo, por supuesto, pero hay que reconocer que la relación es un accidente de lo más sustancial. Hablamos de conectar, de vincular, de enlazar, de reunir, como acciones determinantes del quehacer del lógos. No ser capaces de ello nos desarticula, nos desmiembra, nos aísla, y tal sería para Hegel la verdadera enfermedad. Sin embargo, es frecuente que aquello que desaprobamos tienda a no parecernos tener relación ni con nosotros, ni con cuanto somos, hacemos o decimos. Como si al proclamarlo nos liberáramos de sus efectos. Entre la autojustificación y la reprobación nos mantendríamos a buen recaudo. En cierta medida, a los demás eso les produciría alguna ternura, pero asimismo evidenciaría por parte del hablante cierta inconsistencia y no poca debilidad argumentativa. Tal vez hasta incoherencia. Uno mismo no le vería la relación. Los otros, quizá, sí.