“La vida es breve, el arte es larga, la ocasión fugaz, la experiencia resbaladiza y el juicio difícil”. El conocido aforismo de Hipócrates nos previene de algunas precipitaciones. Y de ciertas euforias. Y nos sitúa adecuadamente en estos tiempos tan propicios a perseguir convencer, o, más exactamente, a buscar adhesiones. Vuelven las palabras, proliferan los discursos. Como siempre, como nunca. Y en ocasiones con una pretensión de ser remedio incontestable y con la voluntad de concebir el sanar como un “cortar por lo sano” a los concebidos como enfermos y de enterrar a los considerados como muertos. Sin duda precisamos de discursos consistentes, decididos y dispuestos. Precisamente por ello, hemos de participar y de corresponder con nuestra palabra. Lo que no supone necesariamente asentir.
Los discursos activan los humores del alma como los fármacos los del cuerpo. Es cuestión en definitiva de lograr la proporción debida. Gorgias recuerda que se trata de que produzcan deleite, aflicción o, quizá, terror. Son un ensalmo que puede llegar a infundir en el alma placer y evacuar la pena. Ya su maestro Empédocles, un médico singular, considerado el padre de esta retórica prerretórica, curaba por la palabra, remediaba con ella. Se trata, por otra parte, de lograr la persuasión de los ciudadanos, de crear mundos y de encantar, deleitar y cautivar almas. Lo que importaría no sería tanto la verdad cuanto el efecto producido. Pero no es cosa solo de agradar. Es cuestión de ser convincente, de generar sentimientos compartidos, de ganar adeptos, o de marcar distancias, y de producir actos, a través de opiniones verosímiles y aceptadas.
Tal vez por ello Platón, que considera en el Fedro que el orador es un médico de las almas, tiene una diferente consideración de la salud, no acepta el planteamiento de Gorgias y emprende el sinuoso camino del discurso verdadero. Y, más aún, Aristóteles. Brota otra verosimilitud, no ya simplemente la de las creencias u opiniones, sino la de la búsqueda de lo más justo, aceptable y argumentable posible. Eso exige decir de modo distinto, quizá menos altivo. Nos movemos entonces en el terreno de lo probable y de lo admisible. Nada menos, y nada más. Ello induce a ser exigentes incluso para desconsiderar los discursos ajenos. Y a buscar conciliar la palabra ajustada con la palabra justa. Y a cuidarse de ser incontestable.