Tendemos a pensar que el propio pensar es un cierto incordio. Y a recordar, como Foucault nos dice, que “ni consuela, ni hace feliz”. Tal parecería entonces que lo mejor sería desprenderse de tamaña incomodidad. Y no ya solo por insidiosa. Vendría a ser inoperante y paralizadora. Para quienes tienen una consideración instrumental del pensamiento, la cuestión sería acudir a él en caso de necesidad como medio para resolver situaciones que lo requirieran. Presuponiendo que se trata de una mera actividad mental, el asunto consistiría en activarlo en caso de necesidad.
Sin embargo, el pensamiento nos constituye y, como nuestro propio cuerpo, no acude o deja de hacerlo solo en caso de ser convocado. No es que lo tengamos siempre con nosotros, es que es nosotros. Otros asunto es que lo desconsideremos, lo que, como propio cuidado de un mismo, no deja de tener sus consecuencias.
Más aún, si bien la palabra felicidad parece excesiva, y Emilio Lledó ha hecho un espléndido “Elogio de la infelicidad”, bien es cierto que el fruto de la sabiduría es el gozo y la dicha de vivir, si hemos de atender a Descartes en “Las pasiones del alma”. Semejante sabiduría no es la del mero acopio de saber, sino una vinculación de este con la forma de vida, un proceder, que no sea un mero comportarse. Y en dicho proceder es decisivo el pensar. Incluso para estar en verdad contento, que es la relación adecuada en uno mismo entre el contenido y la forma. Pero no es cuestión simplemente de una actitud interior o de un estado de ánimo. El proceder es una acción, en todos los sentidos de esta palabra. Y pensar no es un acto, es efectivamente el obrar en el que consistimos.