Berlusconi es un consumado actor. Sus bromas y sus enfados, incluso sus desvanecimientos recientes en el estrado, parecen auténticos, pero --salvo error o excepción— forman parte del producto que el líder político italiano quiere transmitir en cada momento. Desde hace 20 años justos –fue el 26 de enero de 1994 cuando el ya entonces empresario famoso anunció su entrada en política--, Silvio Berlusconi ha hecho partícipes a los italianos, y no solo a ellos, de cada capítulo de su vida. Tal vez un día se descubra que incluso las filtraciones periodístico-judiciales que lo presentaban como un seductor de ventaja –la ventaja que le daba su cartera y su inmenso poder— o un defraudador contumaz del fisco –ayudado, de nuevo, por el poder manejado a su antojo—no eran más que tretas suyas para conectar con la admiración de muchos italianos. Como suele decir el escritor Andrea Camilleri, “los italianos se reconocen en él. Cuando veían a un tipo que era imputado tantas veces y no lo condenaban porque el delito prescribía o porque cambiaba la ley a su favor, la gente pensaba: qué listo es, qué grande, yo quiero ser como él. Ahora, en cambio, que lo han empezado a condenar, tal vez dejen de votarlo”.
También Berlusconi, a golpe de derrotas desacostumbradas, se ha dado cuenta de que tiene que cambiar. Que ni las alzas de los zapatos ni el bronceado eterno y artificial ni ese porte de galán caducado engañan ya a nadie. El hombre acostumbrado a pagar para que la infantería enemiga traicionara a sus líderes se ha visto en las últimas semanas vendido por alguno de sus colaboradores más cercanos. Incluso no ha tenido más remedio que soltar lastre para que los jueces del caso Ruby –en el que ya fue condenado por abuso de poder e inducción a la prostitución de menores— no lo condenen además por sobornar a los testigos. Así que ha dejado de pagar los 2.500 euros mensuales que recibían cada una de las 30 jóvenes que participaban en sus “cenas elegantes” en su lujosa mansión de Arcore. Según él, lo hacía para que las muchachas, “que ya no iban a encontrar novio después de haber sido presentadas como putas en los medios de comunicación”, no cayeran en la prostitución. Según los jueces, para todo lo contrario. Para que no se fueran de la lengua y contaran con pelos y señales en qué consistía en realidad aquel pícaro –y a veces delictivo-- juego del bunga bunga.
El caso es que, a sus 77 años, con su ejército demediado, los jueces pisándole los talones y convertido en aliado ocasional de Matteo Renzi, con el que trata de pactar una ley electoral y tal vez el salvoconducto a una jubilación en paz, Silvio Berlusconi ha cambiado de táctica. El primer paso ha sido un reportaje fotográfico del Sunday Times Magazine, portada incluida, en el que Il Cavaliere aparece con la cara lavada y recién peinado, sin mejunjes sobre la piel ni filtros en la cámara, sin falsas sonrisas ni favorables juegos de luz. El rostro de Berlusconi --¿existe alguien con más rostro que Berlusconi?—aparece tal como es, surcado de arrugas, los parpados caídos sobre una mirada entre triste y cansada. Alguien podría pensar que una imagen tan real, tan descarnada del siempre coqueto Berlusconi pudiese deberse a una jugarreta del fotógrafo o de la revista, a un pacto no respetado, a un descuido, a una faena. Pero no. La publicación de la fotografía en la portada de Il Giornale, el diario de su familia, demuestra que ese es el rostro que el líder de Forza Italia busca dar ahora, quizás para despertar la empatía cansada de sus votantes de mayor edad o a modo de cortafuegos ante el deseo de los jueces de apretarle las esposas.
No es prudente, por tanto, dejarse engañar. No se trata de un ejercicio de honestidad, de una caída del caballo provocada por un destello redentor. La portada del Sunday Times solo refleja la última treta del Caimán. El fotógrafo Paul Stuart no ha capturado con maestría el verdadero rostro de Berlusconi, sino su último disfraz. Su disfraz de viejo.