Es de sobra conocida la opinión de un clásico de la gastronomía como fue Grimod de la Reyniere, que previene que las trufas deben recogerse y consumirse después de enero, ya que es el momento en el que están en sazón y han adquirido en forma máxima todas las virtudes que las caracterizan, tanto en su olor como en su sabor.
Comerlas antes de esas fechas sería tanto como calificarse -según los criterios del inmortal gastrónomo- de maestrillo ignorante, de glotón imberbe, de paladar sin experiencia o de algunas otras lindezas semejantes.
Esto, como parece lógico, debe ser matizado, ya que hay espacios geográficos en los que por sus especiales características las trufas maduran antes de el tiempo previsto, y otros en los que lo hacen más tarde, aunque justo es señalar que el comerlas verdes, sin apenas madurar y con los defectos que ello conlleva, es práctica habitual, ya que el afán de primacía en su degustación supera las limitaciones antes señaladas, e incluso justifica pagar un precio superior al que es normal en plena temporada.
Estamos tratando de la tuber melanosporum, la trufa negra que es habitual en nuestros espacios -ya sea en Soria, ya en Teruel o en Castellón, provincias que gozan de un reconocido prestigio entre los comedores del hongo por la cantidad y calidad de sus productos- y que ha sido reconocida como la más sabrosa frente a su rival en los mercados, la blanca de Alba, que surge en el Piamonte, y que goza de insuperable perfume pero nulo sabor. Nada diré de la llamada trufa de verano –tuber aestivium- que no participa de ninguna de las virtudes de sus mayores, ya que carece de olor y de sabor, y cuyo consumo se debe sin duda a su forma y a su nombre, que no a sus carnes.
Pero la corta temporada de cada año en que la trufa alcanza la perfección aumenta su precio y limita la posibilidad de satisfacción para los gastrónomos, que deben decidir entre comerla en los momentos oportunos o buscar alternativas que las conserven de forma adecuada. Se pueden congelar, o guardar en aceite, o en coñac, buscando que los perfumes se transfieran al líquido que las contiene y así mantener la esperanza de reconocerlas en cada momento futuro, perfumando una sopa o un ave cocinada según las regias y antiguas fórmulas. Pero todo es en vano, la perfección alcanzada se perdió en el tiempo.
En Portell, en el Maestrazgo castellonense, el alcalde Álvaro Ferrer ha decidido buscar remedio técnico a ese sufrimiento, y ha contratado especialistas que apliquen un sistema –la liofilización- a las trufas que recogen sus convecinos –como Luis Camials- y los perros que los acompañan –que maravilla admirar el olfato imposible de Oliva-, que permita que las trufas que se recogen en los meses adecuados mantengan sus propiedades a lo largo del tiempo y del espacio, y de este modo la riqueza gastronómica perviva entre los amantes del fruto y la económica se consolide y reparta en las tierras que la vieron nacer. En poco tiempo deberemos salir de dudas.