El miércoles 22 de febrero, un tren chocó contra la populosa estación de Once en Buenos Aires. Con 51 muertos y 795 heridos, fue una de las mayores tragedias ferroviarias de la historia argentina. Seguí el rescate, que llevó unas cinco horas, desde mi casa, por sitios de noticias de Internet y por televisión. Las imágenes eran desesperantes, aún cuando no mostraban lo peor. Había personas atrapadas entre las paredes de acero y no lograban sacarlas; debieron abrir el techo, como una lata de sardinas, y embadurnarlas con vaselina para destrabarlas.
Como el país entero, quedé conmocionada y en duelo.
Dos días después del accidente, el viernes por la tarde, los rescatistas descubrieron que se habían olvidado un muerto, Lucas Menghini, de 20 años, en el tren. Su familia había pasado cincuenta y seis horas buscándolo. El hallazgo tardío causó escándalo, indignación, y una sensación colectiva de desprotección ante la tragedia.
Se salía de casa por la mañana, se cumplía el trámite cotidiano de tomar un tren para llegar al trabajo, y se acababa muerto y abandonado.
Ese fin de semana, me encontré con un funcionario judicial. Yo preparaba un libro sobre la justicia, y era una de mis fuentes de información. Durante todo el café, sólo hablamos del choque en Once. El conductor del tren, un hombre sólo cinco años mayor que Lucas llamado Marcos Córdoba, había sido llevado desde el hospital, malherido, al juzgado, donde lo habían sacudido con la noticia: era responsable de matar a 51, de herir a centenares. En shock, sollozando, Córdoba balbuceó que los frenos no habían funcionado.
El lunes me encerré a leer el expediente de una causa anterior, todavía irresuelta. Era la investigación de otro accidente ferroviario, que apenas cinco meses antes había causado conmoción: un colectivo había cruzado una barrera baja en un paso a nivel del mismo ferrocarril que el que se estrelló en Once, el Sarmiento; un tren lo chocó, lo aplastó contra el andén, descarrilló y se incrustó contra otro tren que venía en dirección contaria. Once personas murieron y 228 terminaron en el hospital.
Entre los muertos estaba el chofer del colectivo. Aparecía como único culpable. Los videos de seguridad del cruce, transmitidos por televisión, no dejaban duda: había cruzado la barrera baja, ignorando todas las señales de precaución. Sin embargo, si se conocían todos los detalles de la historia, resultaba evidente que el chofer no había visto la barrera porque la barrera hacía tiempo que se había vuelto invisible.
Los choferes estaban acostumbrados a que la barrera no funcionara, o a que demorara el tránsito hasta 40 minutos en horario pico; a que estuviera permanentemente trabada por un palo a 45 grados de inclinación; a que un guardabarreras de TBA, la empresa concesionaria del ferrocarril (guardabarreras que TBA negaba tener) funcionara como semáforo humano, ordenando a los conductores que olvidaran la barrera y se concentraran en sus señas. Así, los automóviles cruzaban el paso todos los días, a toda hora, con la barrera semibaja y las señales de detención indicando lo contrario. Los choferes, que lidiaban con la doble presión de su empresa, que los obligaba a cumplir horarios de recorrido, y de los pasajeros, que querían llegar a tiempo a sus trabajos, no miraban la barrera sino al guarda. Cuando éste no estaba, pedían a un voluntario que bajara del colectivo y chequeara, mirando hacia un lado y el otro (unos edificios bloqueaban su vista desde el asiento), que no viniera ningún tren, y cruzaban.
De la lectura de este expendiente surgía, para mí, una tesis inquietante: una parte sustancial del transporte público de Buenos Aires, una metrópolis de 13 millones de habitantes, estaba en manos de personas que debían ingeniárselas todos los días para mantener en funcionamiento un sistema plagado de obstáculos.
Me acordé de una historia que me contó un conductor peruano mientras me llevaba en su coche hasta el aeropuerto de Lima. Había habido un fenomenal choque en cadena en una autopista alemana; sólo un automóvil, de decenas, había salido indemne. Lo manejaba un peruano. En declaraciones a la prensa, explicó: es que estaba acostumbrado a manejar en Lima –eludir obstáculos en la ruta era lo normal.
Esta idea –que el transporte público de Buenos Aires está en manos de hombres forzados a hacer magia--me decidió a abandonar el proyecto en que trabajaba e iniciar una investigación sobre el choque de Once.
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El tren que chocó contra la estación de Once era un rejunte de ocho coches eléctricos fabricados en Japón entre 1955 y 1961, que llevaban andados, desde que en 1962 comenzaron a traquetear sobre vías argentinas, unos seis millones seiscientos mil kilómetros: 165 vueltas a la Tierra.
Hacía veinte años que habían cumplido su vida útil. Hacía veinte años que debían haber sido chatarra.
En esos veinte años –desde que pasaron de propiedad estatal a concesión privada (los ferrocarriles argentinos fueron privatizados a comienzos de los noventa)--, no habían recibido las reparaciones profundas necesarias (y obligatorias por contrato) para compensar el desgaste y la antigüedad. Los trenes eran apenas parchados, sus componentes recauchutados hasta el infinito.
El tren que chocó contra la estación de Once tenía cinco frenos de fábrica, construidos como un sistema de respaldos de seguridad, pero tres de ellos estaban anulados y un cuarto funcionaba con capacidad reducida.
Estaba construído para alcanzar 140 kilómetros por hora, pero el estado de las vías era tan dramático (rieles abollados y mal asentados, durmientes podridos, bulones faltantes) que los conductores tenían orden de no superar, durante la mayor parte del recorrido, los 40 kilómetros por hora.
No tenía velocímetro –ninguno de los trenes de TBA tienen velocímetro-- , por lo que el conductor debía adivinar la velocidad a ojo.
Llevaba el triple de pasajeros para los que tenía capacidad, unas 2000 o 2200 personas. Era una manada de viejos elefantes que pesaba unas 560 toneladas.
El amortiguador hidráulico contra el que se estrelló estaba roto hacía años. No amortiguaba.
Desde el 22 de febrero, una pregunta dominó la conciencia nacional –y la investigación judicial, todavía en marcha: ¿por qué chocó el tren en Once?
Creo que la pregunta estaba mal formulada. La verdadera pregunta es otra: ¿por qué no hay más choques?
Cada mañana, cada tarde, cada noche, cuando un tren cargado de pasajeros llega a destino, se produce un milagro.
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Aquí, a quien interese, el primer capítulo de “Once. Viajar y morir como animales”.
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