“Claramente, hay liquidez y va a ser ilimitada; y hay posibilidades de compraventa porque muchos fondos con dinero están ansiosos de comprar y muchos propietarios con activos listos para la venta, además hay mucha demanda embalsada y los bancos están empezando a dar créditos”. El primer ejecutivo de una inmobiliaria se expresaba esta semana con ese optimismo sobre la situación actual del sector. Reflejaba lo que a su juicio es la situación actual, en la que las empresas empiezan a ver la luz cada vez más nítida al final del largo túnel que han tenido que atravesar durante prácticamente un lustro.
De las afirmaciones se deriva que en muy poco tiempo está llegando dinero fresco, sobre todo de fondos internacionales, y cerrándose operaciones que hace solo unos meses eran inimaginables. La última ha sido la adquisición por parte de la firma estadounidense Castlelake de suelo por 80 millones de euros a la Sareb, cuya presidenta (Belén Romana) afirmaba esta misma semana en un desayuno informativo de la sociedad, constituida con activos provenientes de la banca y participada por entidades financieras.
Pero, pese a la esperanza justificada por esos datos, no hay que echar las campanas al vuelo. Es verdad que hay liquidez y oportunidades; pero es difícil cruzar operaciones. La razón es que los fondos ofrecen cantidades a la baja para quedarse con buenos activos. Inevitablemente se producen contradicciones, porque las inmobiliarias no quieren vender barato y exigen mejorar la oferta y el tira y afloja no siempre acaba bien.
A eso hay que añadir que la deflación de salarios no hace previsible que se puedan cerrar muchas operaciones entre los particualres y los bancos, con miedo permanente. Siendo verdad que las entidades financieras se muestran más flexibles, han salido muy escaldadas de la crisis y no quieren repetir. Es decir, aunque se están dando créditos, no va a haber financiación para cualquier cosa.
Esos son los retos con que se enfrenta ahora el sector, que está ante la oportunidad de comenzar desde cero después de una reconversión forzada y lograr un crecimiento sostenido en el futuro, que según algunas previsiones será del entorno del 2% en los próximos años. Las predicciones del mercado es que este renacer que se ha producido en las capitales más activas se va a extender pronto como una mancha de aceite por el resto del país.
En el sector, los restos de la batalla son todavía muy evidentes, con muchas empresas en concurso de acreedores o en liquidación, en el caso de que no lo hayan sido ya, por lo que ya no volverá a ser lo que era en mucho tiempo. Muchos de sus directivos han rebasado o están cerca de alcanzar la edad de jubilación, por lo que lo único que hacen ahora es gestionar el enterramiento de sus empresas.
El consenso generalizado es que ya se ha tocado fondo y que las empresas vivas —es decir, aquellas que han conseguido superar la crisis— son las que van a protagonizar la nueva etapa. En ese sentido, los inmobiliarios se sienten curados de espanto y están seguros de que no van a caer en una burbuja como la que les explotó por su propia ambición.
En ese esquema hay dos grupos de inmobiliarias, las patrimoniales y las promotoras. Entre las primeras figuran Colonial (revitalizada tras la entrada del grupo de Juan Miguel Villar Mir), Testa (de Sacyr), Metrovacesa (controlada por los bancos y que está en venta), que han sufrido un proceso de reestructuración y, en algunos casos, de jibarización. Entre los promotores sobresale la antigua clase media que ha sobrevivido mejor como Pryconsa, Hercesa, Ferrocarril Inmobiliaria, Amenabar o Inmobiliaria del Sur. Este es un sector muy atomizado y con sociedades cuyos propietarios son poco conocidos, con radio de acción muchas veces circunscrito a una comarca.
Una gran parte de esas empresas forman parte del G-14 (Grupo Ferrocarril, Hercesa, Level, Martinsa, Metrovacesa, Montebalito, Nozar, Quabit, Realia, Restaura, Reyal Urbis, Vallehermoso), que constituyeron como un lobby en los tiempos de gloria (es decir, no hace muchos años).