Mm
Hay libros en los que está la vida de quienes los han escrito detrás de la vida de lo que parecen contar. Pasa en El gran Gatsby, de Francis Scott Fitzgerald. Y sucede en tantos libros. El pez en el agua, de Mario Vargas Llosa, divide en dos la experiencia del Nobel, su adolescencia y su ingreso en la batalla política, como si tuviera miedo de quedarse solo en la historia desamparada del muchacho que luego lo ha acompañado toda la vida, hasta ahora mismo.

Una vez, en 1990, Vargas Llosa explicó que escribía para escapar de la pena, y esa sombra que parece resuelta en aquella obra tan autobiográfica, resurge siempre, sea lo que sea lo que cuente el chiquillo de Arequipa. A veces uno entra en los libros para saber qué pasó y termina sabiendo qué le pasó a uno mismo.

En otras ocasiones uno entra como si fuera a leer una historia ajena, por ejemplo sobre el asesino de Martin Luther King, y sale sabiendo tanto del autor que no le queda más remedio que pensar que éste quiso en realidad contar lo que le sucedió a él y que ocultó su intención indagando en alguien tan mundial pero también tan ajeno como el hombre que huyó de su culpa haciéndose pasar por otro.

Eso sucede precisamente con Como la sombra que se va, de Antonio Muñoz Molina (Seix Barral). Se lee como una historia, real, milimétrica, casi obsesiva en todos los detalles que alberga, y resulta otra, conmovedora e igualmente real, tan autobiográfica como el pudor propio de lo que no se cuenta nunca. Es, en efecto, la indagación sobre la fuga de James Earl Ray, que huía con otro nombre y se refugió en Lisboa huyendo de la pesquisa internacional que lo perseguía; pero es, sobre todo, la historia del encuentro de Muñoz Molina consigo mismo y con el amor.

Para llegar a esa situación en la que vierte su propia memoria mientras indaga en la vida de otro se produce un proceso de alto contenido personal; Muñoz Molina va muy atrás en el tiempo para encontrarse en Lisboa con las huellas de aquel asesino, y en el transcurso de su búsqueda se halla a sí mismo, como uno puede encontrar a Scott Fitzgerald en la figura dubitativa del hombre que describe la historia del gran Gatsby.

Esa persona que va a Lisboa en busca del final, o de la continuación de la novela que titularía El invierno en Lisboa, halla aquí, en Como la sombra que se va, el ámbito acabado de un autorretrato en el que caben todos los afectos, todos los desafectos y todas las culpas; mientras reconstruye (o construye) la personalidad de aquel asesino obsesivo, Muñoz Molina se encuentra consigo mismo en un espejo que le devuelve en momentos dramáticos a los que no les ahorra ni descripciones ni autoinculpaciones.

Hay rubor pero no hay pudor ni en la descripción de lo que pasa por fuera ni de lo que pasa por dentro; es el autorretrato del escritor como persona; huye de la autocontemplación de la página porque en realidad está contándose mientras escribe, o más bien cuando no escribe; toda historia, y esta es una historia muy íntima, se traza en función de lo que sabemos, de lo que se nos explica; en Como la sombra que se va el que se va, el que escapa, es James Earl Ray, pero en esa otra historia a la que nos asoma Muñoz Molina con todas sus consecuencias está un hombre que se busca, que conoce, como aquella mujer de Hemingway, la angustia y el dolor, y además en un momento determinado de su propia vida vislumbra que la muerte está más cerca de lo que dice nuestra propia idea oscura de la fatalidad.

Están, por tanto, el alcohol, las huidas propias, la noche como un monstruo que nos ayuda a precipitarnos, están las premoniciones que a veces parecen literatura y que muchas veces nos llevan a abismos reales, y hay, como en la vida misma, advertencias que nos llegan de otros o de nosotros mismos: si no controlas el desvarío un día no habrá ni desvaríos. Acaso todos hemos sentido esas revelaciones de madrugada, o de noche oscura del alma, pero es probable que nunca las hayamos leído (o las hayamos dicho) con la crudeza (y la ternura) con que ha relatado Muñoz Molina sus propios abismos. Hasta que, y este es el centro mismo de su narración, el sentido de su propia búsqueda, halla el amor; y tiene que ser de noche, en este caso en Madrid, hablando o escuchando hablar de literatura, mientras de alguna manera lo llama su maestro Onetti y al tiempo lo espera la mujer que inadvertidamente se ha colado en su sentimiento para resolverle la alegría y la vida. A ella la llama en el libro; y sólo en la última palabra de Como la sombra que se va sabremos que se llama Elvira.

Es un libro conmovedor en el sentido más secreto, más real, del término; no habla de sí mismo, en sentido estricto, porque habla, en primera instancia, de ese fugitivo que se refugia en Lisboa; pero en sentido moral, íntimo, de lo que habla es de sí mismo; la huella de su paso por la vida es la que se pone en primer plano, con su dolor y con su descubrimiento; conozco a Muñoz Molina desde que era el muchacho que se describe a sí mismo, con su timidez aún caliente, con los afectos que describe, y con los desafectos que va narrando, sobre la vida cotidiana, sobre la vida social, sobre la vida literaria; desde muy temprano fui testigo de esas actitudes que narra con la paciencia lírica que distingue su literatura, pero nunca lo imaginé tan desnudo, tan intensamente él mismo como se muestra en este libro. No es sólo eso lo que me ha conmovido de Como la sombra que se va, por supuesto, pero es lo que más me ha conmovido, cómo cuenta su soledad arriscada, cómo explica el lugar que va encontrando en el mundo, hasta que se produce ese resplandor que fue para él la consecuencia de un azar.

Cuando cierras el libro sabes que ha hablado de dos personajes, un americano del que lo sabe todo, y de un muchacho de Úbeda del que él ha querido saber más. Pasaba en El pez en el agua: uno entraba para ver a un hombre en el mundo y se iba habiendo visto a un muchacho al que una mirada lo salva del abismo.    

Foto: Antonio Muñoz Molina, tras serle concedido el Premio Príncipe de Asturias de Las Letras. /GORKA LEJARCEGI

Por Juan Cruz

1410602911_869430_1410602993_noticia_normalCuando le pedían que recomendara un libro Carlos Fuentes tenía una estrategia que era también una táctica para distraer al intruso. Solía responder que en cada estación festiva del año (verano, navidad) se ponía a releer. Sus favoritos eran Balzac, Flaubert, dos escritores del siglo XIX, y Faulkner, que estaba más cerca. No está Fuentes solo en esas preferencias, claro está. Balzac y Flaubert, junto con Faulkner, son autores recurrentes en las recomendaciones, navideñas, veraniegas, de los escritores. Y es raro que se pasen de ese tiempo en que vivieron y escribieron dichos autores, a no ser que haya lazos familiares o editoriales, o de otro tipo, tan fuertes como para hacer que un autor recomiende a uno de su vecindad (de edad, de estilo, incluso de editorial). ¿Por qué sucede esto? ¿Por qué es tan difícil recomendar a un autor vivo o de tu tiempo?

Seguir leyendo »

¿Qué está haciendo Facebook con nuestras mentes?

Por: | 10 de diciembre de 2014

CREATIVE COMMONS

Por Juan Cruz.

¿Por qué me alejé de Facebook? En primer lugar, jamás supe cómo entrar en ninguna de las redes sociales, ni Twitter ni Facebook, y no por falta de ganas, o de comunicabilidad, pues comunicarme con otros fue mi pasión adolescente, y me dura aún hoy.

En primer lugar, contaré por qué me resultó difícil entrar, y tuvieron que hacerlo otros por mí. Porque no es verdad que sea una tarea fácil; esto de las tareas fáciles es una falacia: siempre que te aseguran que algo no es complicado de hacer, surge la primera dificultad. La segunda dificultad entra cuando ya estás dentro: ¿y cuál era mi contraseña? Esta última traba te lleva a redescubrir todo el santoral familiar, hasta que encuentras que quizá a quien pusiste como nombre de tu código secreto era el del futbolista más amado de tus años primerizos.

Una vez dentro, armado de todos los elementos que te hacen navegar (esa palabra) sin problema alguno empieza a actuar sobre ti la mala conciencia: ¿esto que estoy escribiendo lo escribiría yo en mi periódico? ¿Lo diría de veras? ¿Estoy seguro de que lo que digo no es una ocurrencia que, por otra parte, se va a dispersar como el humo y, a veces, como el veneno?

Seguir leyendo »

La luz de Rivas enseña las cartas

Por: | 23 de noviembre de 2014

Manuel rivas
MANUEL RIVAS EN BILBAO

Éramos mejores por carta, dice Alfredo Bryce Echenique en La amigdalitis de Tarzán. Ya no se escriben cartas; han sido sustituidas por la infernal dinámica del “me gusta/no me gusta” y por los 140 caracteres o por los caracteres que quepan en la adormecedora cuna de Twitter. Pero las cartas existen, están guardadas en la maleta de Manuel Rivas, el poeta; las exhibió bajo la luz de una linterna de minero, como si bajara a las profundidades de un mundo al que lo acompañamos los que llenábamos el sábado por la tarde la sala de columnas del Círculo de Bellas Artes, en uno de los actos más bellos del festival de la Ñ.

Seguir leyendo »

El oficio. 14. Leila Guerriero y el adjetivo perfecto

Por: | 07 de noviembre de 2014

Leila640
¿Por qué nos gustan los reportajes de Leila Guerriero? ¿Por qué nos interesan sus columnas, nos enganchan sus reportajes, nos gustan sus sustantivos, nos parece que sus adjetivos, como los de Borges, Hemingway o Capote, son como verbos o como dardos: incontrovertibles?

Mario Vargas Llosa intentó explicarlo, creo que con éxito, en un artículo sobre Plano americano, la extraordinaria antología de grandes logros periodísticos de Leila, en los que se concentra esa sabiduría. Ella no es de esas personas que hagan explicaciones grandilocuentes ni de su formación ni de su estilo, pues verdaderamente que sea periodista es una casualidad del destino, que la empujó hace años con la mano de Jorge Lanata.

Pero aquí y allá, impelida por otros, impulsada por encargos como conferencias o coloquios, ha ido contando a su manera de qué modo se sienta ante el computador para escribir crónicas y reportajes; el conjunto de esas reflexiones ha sido manejado ahora por ella misma para construir un libro singular que la aclara y la pone en el primerísimo plano (un plano americano, por cierto, pero también universal) de la historia del periodismo que se está haciendo desde hace rato en su país, Argentina, que es un predio en el que se han desarrollado personajes de la categoría de Arlt y Tomás Eloy Martínez.

Ella es de esa estirpe por su audacia y por su ritmo, y también es, como Martínez, una escritora que no renuncia a la esencia del oficio para decir lo que sabe; no la verás nunca inventando asuntos o frases o personajes para alimentar el ritmo del que está naturalmente dotada; tampoco la verás simulando que sabe lo que no sabe, o suponiendo. Ella no supone: indaga. El otro día leí (en Domingo, de EL PAÍS) el hermoso obituario que escribieron Bernstein y Woodward sobre su jefe, Ben Bradlee; y me emocionó especialmente esto que le decía el legendaria periodista: no supongan.

Pues eso, no suponer, es lo que hace esta periodista que indaga como si fuera a descubrir hasta el aire que hacía cuando ocurrían las palabras o las historias. ¿De dónde le viene ese poder? Repito: lo ha explicado, sin querer dar muchas explicaciones, pues ella cuenta de otros, no de sí misma, en algunos sitios, y ahora lo ha recopilado en un libro que yo aconsejo como quien aconseja respirar. Se llama Zona de obras, ha sido publicado por la nueva editorial Círculo de Tiza.

Ahí tiene un capítulo cuyo título parece de Gabriel García Márquez porque quizá ella tenía en mente al gran cronopio de la historia del periodismo cuando lo escribió o cuando lo tituló: “Qué es y que no es el periodismo literario: más allá del adjetivo perfecto”. En primer lugar, el oficio es la materia, el trabajo, la humildad que uno debe sentir cuando lo aborda. Así dice Leila: “El periodismo narrativo es un oficio modesto, hecho por seres lo suficientemente humildes como para saber que nunca podrán entender el mundo, lo suficientemente tozudos como para insistir en sus intentos, y lo suficientemente soberbios como para creer que esos intentos les interesarán a todos”. Y no sólo eso: es humilde, porque “se trata de periodismo”.

Esos textos que el periodista alcanza (ella, en concreto) “no arrancan con un brote de inspiración, ni con la ayuda del divino Buda, sino que eso que se llama reporteo o trabajo de campo, un momento previo a la escritura que incluye una serie de operaciones tales como revisar archivos y estadísticas, leer libros, buscar documentos históricos, fotos, mapas, causas judiciales, y un etcétera tan largo como la imaginación del periodista que las emprenda”. A partir de ahí se producen el sustantivo, el adjetivo, el pronombre…, no antes. Se trata de trabajo, trabajar hasta hallar el adjetivo perfecto, para poder ir más allá del adjetivo perfecto.

Cuando a Manuel Vázquez Montalbán le preguntaban cómo era tan rápido hallando el adjetivo perfecto para ir más allá él decía que no se trataba de rapidez sino de tiempo, y que se había propuesto conseguir esa perfección tras la que aun andaba buscando, como hace Leila Guerriero, en archivos, libros, vida…

El adjetivo perfecto, la crónica perfecta, no te la regalan ni Buda ni el redactor jefe; la consigues tú trabajando en la zona de obras en que se desarrolla, sin vuelta de hoja, este maravilloso oficio que Leila Guerriero ha hecho aún más hermoso.

1414256091_956819_1414256111_noticia_normal
¿Por qué fue tan interesante la entrevista de Jordi Évole a Pablo Iglesias en el programa Salvados de La Sexta, emitida el pasado domingo? Estas consideraciones no tienen carácter político ni sociológico; pretendo analizarla desde el punto de vista profesional, puramente.

Desde ese punto de vista, lo que hizo excepcional esta buena entrevista de Évole es que, al contrario de lo que se suele entender como básico en el periodismo actual, el ya muy famoso entrevistador catalán se fue a ver al líder de Podemos con un cuestionario radical al que se ciñó para que esa entrevista no respondiera al clásico “¿justo el resultado?”

¿En qué consiste el concepto cuestionario radical? En que el periodista no basó su actuación en la ocurrencia casual o en la repregunta babosa, ni agresiva, sino que persiguió la opinión de su interlocutor con las armas de la propia dialéctica de éste o de su partido.

Para ello, Évole fue a la entrevista, que se realizó en Ecuador, con una base incontrovertible y escrita, que utilizó como elemento básico de su trabajo: el plan electoral presentado por Podemos para concurrir a las recientes elecciones europeas. Como se advirtió en el desarrollo de la conversación, Évole conocía tan bien como Iglesias el contenido de esas propuestas electorales. Por eso sus preguntas interesantes e incontrovertibles, no se basaban en suposiciones ni en ocurrencias.

Asimismo, los materiales provenientes de las declaraciones de Iglesias le dieron pie al entrevistador para ponerlo frente a posibles contradicciones suyas (u ocurrencias dichas en sus numerosas actividades televisadas), de modo que pudo incurrir con éxito en ciertas contradicciones o reacciones como esa en que al entrevistado le dieron oportunidad para identificar la palabra “cabrón” con la palabra periodista.

Fue una entrevista muy larga, como las que suele hacer Évole en este espacio que dirige y presenta. Por tanto, se pudo hacer en algún momento tediosa o reiterativa. No fue así. Tuvo algunos highlights producidos por alguna sorprendente revelación (la de que la reina Letizia se había interesado por él) o la espontánea exclamación de Iglesias (“sería la hostia”) cuando Évole lo hizo incurrir en el ya conocido asunto de la posibilidad que un día, en el hipotético caso de que llegara a ser presidente del Gobierno, tuviera un programa de televisión para él solo.

Esa respuesta, que provino de algunas repreguntas, desató tanto titular que incluso llegó a ser manipulada en posteriores interpretaciones de los medios sobre lo que en realidad dijo el líder de Podemos. En la más célebre de las manipulaciones se ve a Iglesias diciendo algo que en realidad no dijo: que sí, que quería un programa como aquel que hacía Hugo Chávez en la televisión desde la que ejerció el poder en Venezuela.

La manera de terminar la entrevista también fue interesante, me parece. Évole no hizo la acostumbrada excursión por los exordios y las gratitudes fuera de tono, de modo que cuando se acabó su cuestionario, el que llevaba en la cabeza, en el ipad y el que le fue asistiendo a medida que avanzaba la entrevista, la dio por terminada.

Creí percibir que al entrevistado le apetecía seguir siendo entrevistado, como si esperara que ese programa de televisión al que dijo aspirar ya estuviera en marcha. Pero, claro, esta última consideración tiene que ver tan solo con una impresión, que no responde sino a esa rara libertad que tiene el telespectador de pensar lo que le da la gana.

Lo cierto es que la entrevista terminó y fue, desde mi punto de vista, muy buena, porque el hombre que preguntaba se había aprendido con la misma intensidad el cuestionario y el personaje, mientras que éste no podía esperar que durante tanto tiempo el entrevistador se ciñera radicalmente a un cuestionario interesante.

La fascinante tarea de Ben Bradlee

Por: | 22 de octubre de 2014

Bradlee
Bradlee (a la derecha) con Woodward | BILL O'LEARY


JUAN CRUZ

“El periodista es gente que le dice a la gente lo que le pasa a la gente”. Como no es nada más, ni nada menos, al oficio lo han mixtificado hasta niveles estrafalarios, de modo que el periodista ha pasado a ser mucho más (más bien, mucho menos) que lo que dice esa histórica definición que hizo el italiano Eugenio Scalfari ante un grupo de estudiantes de la Escuela de Periodismo de EL PAÍS.

Tras esa definición, y de su porvenir, fui a finales de 2008 en busca de grandes periodistas cuya experiencia les diera autoridad para imaginar qué iba a ser el futuro del oficio, en ese momento ya tocado por los males que ahora lo disminuyen, lo amenazan y, además, cambian esa definición tan precisa, sencilla y noble que hizo Scalfari ante audiencia tan promisoria.

Uno de esos periodistas fue Ben Bradlee, el legendario director del Washington Post cuya vida se parecía como un mar a otro a la frase de su colega el antiguo director de La Repubblica de Roma.

Bradlee murió anoche a los 93 años. Entrevista con Ben Bradlee en 2009.

Seguir leyendo »

El oficio. 12. Zepeda Patterson y la manera de empezar una columna

Por: | 16 de octubre de 2014

Cantaba Raimon que del hombre mira siempre las manos. Pues de las columnas hay que procurar mirar cómo empiezan, pues de eso se deduce cómo terminan. Una columna, lo saben todos los lectores, seguramente, y seguramente también lo desconocemos muchos columnistas, es no sólo el sombrero de un traje sino que a veces es el traje mismo. De ahí dependen la elegancia pero también el dato, la apariencia y la sustancia.

Si alguien tiene claro cómo empezar una columna, muy probable sabrá acabarla. En la era contemporánea (es decir, ahora mismo) hemos tenido y tenemos columnistas magníficos, desde Francisco Umbral a Juan Cueto, y aparecen nuevos, entre los cuales citaría (por no incurrir en mi propio periódico) a jóvenes como Manuel Jabois o David Gistau. En ellos me fijo como lector y también como columnista ocasional. En esa pesquisa he hallado en América ejemplos preclaros de buen columnismo en gente como Jorge Fernández Díaz, Josefina Licitra y Juan Villoro, teniendo en cuenta también a nuestra Leila Guerriero (¡ya incurrí en nombrar a los nuestros!).

Había uno en México que es el padre de todos, Jorge de Ibargüengoitia, al que habría que leer obligatoriamente en las escuelas y en las redacciones, y no me resisto a recordar a uno que descubrió Arturo Pérez-Reverte, Germán Dehesa, que escribía crónicas magníficas en Reforma de México DF.

En esa pesquisa admirada del columnismo periodístico me tropecé hace tiempo con Jorge Zepeda Patterson, que ahora es notorio entre nosotros (en España y en el mundo de habla española) porque le acaban de dar el Planeta en Barcelona por una novela sobre la corrupción en su país, México. Hubo bromas al amanecer, pues no sabía mucha gente (en España, donde nos sentimos el centro del habla) quién era el galardonado.

Es un gran periodista, un hombre aún joven que está en la mejor tradición del gran periodismo de crónica que surca el siglo XX (y el XXI) en América Latina y también en la América del Norte, y que despunta ahora en España en virtud, sobre todo, de ese influjo americano. Su trabajo como creador de periódicos y como maestro de periodistas procede de un magisterio que es común, el de Tomás Eloy Martínez, que escribía como dios y que, como dios (es decir, como García Márquez, entre otros), comenzaba sus columnas o sus perfiles sabiendo qué iba a seguir y cómo iba a acabar. Eran, en el caso de Tomás y lo son en el caso de Zepeda, fogonazos de luz, brillantes descripciones de una ocurrencia que de pronto se convierte en una idea y por tanto en una atmósfera. En una columna, en todo caso, pues esos son los ingredientes de un buen artículo.

Pues en tiempo muy reciente, el 24 de junio de 2014, Zepeda publicó en EL PAÍS una columna gloriosa, que era también una crónica, y que si se hubiera prolongado se hubiera convertido en una novela en la que estaban, otra vez, los ingredientes que uno quiere tener en un guiso tan complicado como ese cuyo resultado debe ser el asombro ante la claridad de la calidad.

La columna, o la crónica, iba de la reina Letizia, que fue alumna suya en el diario Siglo21 de Guadalajara, México, y que unos días antes había sido proclamada  Reina de España. Se titulaba con un guiño a una novela de Pérez-Reverte, Letizia, La Reina en el Sur. Y comenzaba así: "Probablemente yo era el único periodista del Hemisferio Occidental que desconocía la noticia". ¿Cómo no seguir leyendo? En esa condensada confesión está la columna vertebral, y la dentadura, y los ojos, de un periodista; entonces lo celebré como se celebran ahora estas cosas, emitiendo en twitter mi alegría por el texto; celebré, por tanto, ese comienzo y el artículo en su totalidad, pues por leer cosas así, como esa, merece la pena hacer periódicos y leerlos.

Ahora que Planeta lo premia he querido recordar a los lectores aquel texto; si la novela es como escribe Zepeda, ahí tendremos una buena oportunidad de seguir admirando su extraordinaria manera de sentetizar lo que ha tenido o tiene ante su experiencia de mirar.

El disputado Nobel del señor Cela

Por: | 09 de octubre de 2014

1412675293_286175_1412700440_noticia_normal
Cuando a Camilo José Cela le otorgaron el premio Nobel de Literatura, en octubre de 1989, se desataron truenos y relámpagos que afectaron, entre otros, al escritor Julio Llamazares y a este periódico. Lo que pasó entonces es tan enrevesado como un suceso; entre los desenlaces que tuvo aquella historia que allí halló el epicentro está el que se acaba de producir: el hijo de Cela, Camilo José Cela Conde, ha ganado el pleito que tenía planteado a la segunda mujer y viuda de Cela, Marina Castaño, y ahora debe recibir la parte de la herencia que ella le negaba.

Pero contemos, una vez más en mi caso, lo que pasó entonces para que el rayo de Cela (y de Marina Castaño, sobre todo) cayera sobre Julio Llamazares, el autor de La lluvia amarilla. En aquel momento a Cela lo adoptó parte de la prensa y de la política que participaba en una maniobra pública de descrédito del Gobierno socialista; parte de esos grupos mediáticos (y políticos) había optado por Cela como el estandarte de su manera de enfrentarse a la cultura que, según ellos, alentaban La Moncloa (de Felipe González) y la entonces mujer del presidente, Carmen Romero. Una parte de la función que adoptó Cela en esa estrategia de derribo de lo oficial fue ajustar cuentas con la naciente generación de nuevos escritores (Antonio Muñoz Molina, Javier Marías…) a los que el Nobel zahería antes de serlo y a los que zahirió inmediatamente después con un eco superlativo en medios que consideraban que contra Cela había una maniobra oficial a la que se habían prestado el ministro Semprún y EL PAÍS (a través de Llamazares).

Ya con el Nobel en la mano, el señor Cela decidió, pues, arreciar en sus ataques, y Julio Llamazares fue quien decidió contraatacar. Escribió un artículo, El obispo de Manila, en el que hizo un retrato de las virtudes y defectos de Cela y todos los cañones (los de Cela y su esposa, y los de los periodistas que los jaleaban) fueron contra Llamazares y contra EL PAÍS, hasta el punto que se produjo un homenaje (de desagravio, tácitamente) en el Hotel Ritz de Madrid.

A la entrega del Nobel acudí como enviado de este diario; en algún lugar he contado las vicisitudes por las que hube de pasar, acosado frecuentemente por Marina Castaño como responsable al menos visible de la publicación del artículo de Llamazares. La prensa proCela de entonces, y especialmente El Independiente que dirigía Pablo Sebastián, publicó insinuaciones e injurias profesionales y personales, entre las cuales figuraba la suposición de que nosotros (EL PAÍS) íbamos a publicar antes de tiempo el discurso de Cela al recibir el Nobel. Esto hubiera sido imposible, pues el embargo es cosa seria (para EL PAÍS y para los suecos, por ejemplo), pero aún así a esa teoría se apuntó Castaño y apuntó a los colegas que estaban en Estocolmo.

La persecución fue tal que una noche, después de los fastos del Nobel, ante el insistente acoso de Marina Castaño don Camilo la conminó a cesar en estos ataques, “deja a Juanito trabajar tranquilo”. Luego añadió, yendo a lo que consideraba el origen del conflicto:

-Y tú tráeme el cadáver de Julio Llamazares.

Era un caso sin cadáver, por supuesto, así que no hubo que hacer tal transporte; pero en la memoria quedó para la historia personal del Nobel ese acontecimiento realmente insólito en que resultaba más importante para los medios defender a Cela de Llamazares que celebrar el Nobel de Cela.

Un apunte. Aquel discurso que supuestamente íbamos a publicar a pesar del embargo no era de Cela, era de su hijo Camilo José y de Fernando Corujedo, su secretario de entonces; y lo había publicado antes… el propio Cela, pues figuraba en uno de sus libros de ensayos de años atrás.

Ahora que la prensa ha publicado fotografías de aquellas tensas reuniones sociales en Estocolmo, en las que aparece el heredero de Cela; recuerdo el semblante de Camilo José Cela Conde, digno, presente en todos los acontecimientos del momento, sufriendo por dentro una historia que hubiera parecido feliz y que por dentro tenía tantos y tantos vidrios rotos.     

FOTO: Ceremonia de entrega del Nobel (LUIS MAGÁN)

Gabo. Un homenaje y un sueño

Por: | 05 de octubre de 2014

Mvd6638033

[Estos días se celebra en Medellín un homenaje a Gabriel García Márquez. Quisiera contribuir a ese recuerdo con la publicación de este texto que refleja un sueño contado a un niño. Forma parte de un libro que escribo].

En el sueño, Gabriel García Márquez mostraba una pequeña herida en su dedo de escribir; durante años pensé cómo sería ese dedo, de qué grosor, cuál sería su contextura, cómo haría (pensaba yo) para introducirlo en la tecla sin que se disparara también la otra tecla.

En eso pensaba mucho desde la primera vez que vi una fotografía suya, sentado ante un manuscrito, descalzo, con una mano en la cabeza, mostrando esos dedos gruesos. Luego lo vi en persona muchas veces, en algunas ocasiones amasando migas de pan, mirando como si se aburriera del mundo entero, pero nunca me fijé tanto en los dedos como al ver aquella fotografía.

Y ahora, esta noche, soñando, me encontré con ese dedo, él me lo mostraba, tenía aún la consecuencia de la herida, una sangre chiquita, lo que le quedaba de un análisis de sangre. Me lo mostró y me dijo: “Para que veas, Juanito, que tengo sangre”.

El sueño no contenía esa expresión porque sí, tenía una razón de ser, y esa era extraordinaria, iba más allá del sueño. Te lo cuento.

 En el sueño, Gabriel García Márquez, que murió hace unos meses, en marzo de 2014, poco después de que cumpliera 86 años, había resucitado. Debía de ser un milagro, la gente no resucita sino en los libros, y particularmente en los libros de García Márquez, a quien desde muy antiguo todo el mundo llama Gabo.

Debía de ser un milagro, pero a las personas que estábamos a su alrededor aquella circunstancia nos debió de parecer bastante natural, tanto que él quiso explicarla para que supiéramos también algo de lo heroico del acontecimiento.

Estaba sentado en una silla de ruedas bastante barroca, en la que había todo tipo de aditamentos que el sueño no me dejó enumerar al completo; sólo sé que parecía hecha de madera oscura, quizá negra, tenía muchas palancas, frenos, motor, etcétera, que acrecentaban su aspecto de silla de ruedas extraordinaria, y él la ocupaba con una humanidad mucho más oronda que la que exibió en los últimos años de su vida. Llevaba una camisa floreada, muy grande, pero lo tapaba una manta ligera de la que sacaba sus manos como si braceara. Si no hubiera estado en un hospital y exhibiera ese dedo ensangrentado todos hubiéramos dicho que era un hombre muy saludable.

 Yo había estado en sus funerales, pues ya no podía haber entierro, lo habían incinerado. La urna en la que su familia guardó las cenizas había sido exhibida en el Palacio Nacional de México durante unos días, inmediatamente después de su muerte. Esa visión tan clara de lo que queda de la vida, del rostro iluminado o triste, de la mano que escribe, de la frente que piensa, del halago del cuerpo o de su sufrimiento, quieta arriba de un túmulo, bajo una luz cenital que la destaca, era la evidencia de que eso es al fin el resultado, la vida de arena que queda después de la vida.

Allí estaban sus familiares más directos, Mercedes, su mujer, sus hijos Rodrigo y Gonzalo, su hermano Jaime, y muchísimos amigos que debían de ser también amigos verdaderos y amigos sobrevenidos, pues ya sabes que los poderosos, y también los escritores poderosos, adquieren en la vida y en la muerte la capacidad de la adherencia, y a Gabo se le adhirieron tantos que hacían, allí también, incontable la nómina.

Me preguntaron luego cómo había ido aquella despedida, y debo decir que me costó resumirla, pues sentí ante aquella acumulación de poder y de poderosos (de la política, de la literatura, de la administración) un cierto hartazgo, pues yo concibo una despedida como un susurro y no como un tumulto. El colmo (es decir, lo que colmó o culminó) que coronó aquel tremendo resplandor oficial de la despedida del autor de Los funerales de la MamáGrande fue el estrambote final, oficial por supuesto, que ya nos echó del Palacio Nacional con la sensación de que no sólo habíamos asistido al final de la historia sino al final de una historia que él mismo tendría que haber contado, como si fuera mentira, como si fuera inventada, en la que se contemplara también, como una broma genial o como un sortilegio, la noticia probable de su propia resurrección para señalarlos, con su dedo erecto, con ese dedo que ahora, en el sueño, aparece adornado con un modesto círculo de sangre.

 Pero eso no pasó. Pasó esto otro. Los militares que guardan a los presidentes precedieron al de Colombia, la patria del muerto, y al de México, la patria en la que quiso vivir el muerto, y ambos se adelantaron sucesivamente al estrado dispuesto a tal fin para darnos dos peroratas patrióticas ligeramente informadas sobre la trayectoria de Gabo y sobre las metáforas que contienen su periodismo, su literatura y su vida. Fue tan superficial aquel parlamento sucesivo que parecía hecho para olvidar al despedido, no para quererlo.

Tras esa banalidad México se abrió a nuestro paso, y al paso de Gabo siguió el silencio que sucede a toda fanfarria; yo pensé, para mis adentros, que muy probablemente a él no le hubiera gustado esa despedida, aunque a él, como a Carlos Fuentes, que fue su amigo, y como a algunos otros escritores y poetas y artistas, ese tipo de despedida ortopédica y oficial les debió de hacer gracia en vida puesto que les gustaba muchísimo estar rodeados de esos dignatarios casuales de la política de los países.

 Me fui de México, pues, con esa parte tachada de lo que había visto, y de vez en cuando he hablado en universidades y en escritos de la vida de Gabo, de lo que vi en él desde que lo conocí hasta unos años antes de su muerte, cuando ya había perdido la memoria, o eso parecía, y confundía el estado de estar con el estado de haber estado. Se convirtió, en ese entonces de la desmemoria, en una persona distinta, su manera de ser varió hasta convertirse en un ser solícito y desprendido, ajeno al tiempo (al que tenía, al que no tenía), bromista y abrazador, y dejó de tener el pudor del silencio y ya no reservaba su energía al conversar. Daba palabras y abrazos; quienes lo conocían bien sabían que en algún momento él había sido así de solícito y alegre, y que por lo tanto ahora había pasado, como en una resurrección gozosa e involuntaria, de Gabriel García Márquez a Gabo; a Gabo, e incluso a Gabito.

Una resurrección, eso decían. Lo extraordinario fue que quizá el sueño me ayudó a hacer que la metáfora que había escuchado sobre esa transformación de Gabo pasara a ser realidad, vivencia propia, continuación de lo que sucedió habiendo tachado lo que pasó de veras, aunque fuera en un sueño habido una noche de silencio en Bath.

 Así pues, de acuerdo con el sueño que tuve anoche, y que anoté luego para que no se me escapara, como tantos otros sueños que tuve y desperdicié, Gabo en efecto había resucitado, y lo había hecho como Gabo, no como Gabriel García Márquez. Lo primero que me dijo, al verme y al reconocerme (me dijo: “Juanito, ¿otra vez por aquí? Ven acá…”), era que su resurrección había resultado de lo más normal; creyeron que había muerto, no verificaron bien tal circunstancia y él pudo arreglárselas para, en el momento decisivo, avisar de que ya podían extraerlo de la caja, que aquello había sido un tremendo error, eso me dijo, eso fue lo que en sueños le escuché decir.

Mientras él mismo lo contaba, con la abundancia de datos que distinguió la conversación de García Márquez cuando era Gabo, tenía a su lado a Mercedes, lo recuerdo perfectamente, que corroboraba con golpes sucesivos de cabeza el relato de su marido; éste hablaba sin freno de las aventuras que lo habían alejado momentáneamente de la vida y de este instante preciso en el que charlaba con nosotros.

 Me fijé en la gente que nos rodeaba, aunque ya se sabe que los sueños son poco panorámicos, poco a poco mi mirada y mi mente dieron un barrido de esas características y terminé viendo las características de la multitud que lo estaba acompañando. Eran personas de su condición, es decir, convalecientes, no era que procedieran del mismo lugar del que él venía, pero sí eran todos lisiados de una manera u otra, o al menos personas de las que te encuentras en ambulatorios y hospitales. En efecto, ese sitio en el que estábamos era un ambulatorio o un hospital  y por lo que supe de inmediato a Gabo le estaban haciendo allí unos análisis, y ya había pasado uno de ellos, un análisis de sangre, en concreto; yo imaginé, de hecho, con la naturalidad con la que uno lo relaciona todo en los sueños, que eso es lo primero que se le hace a un resucitado, verificar si tiene sangre.

Ahora, me dijo el propio Gabo, tenía que pasar de nuevo al consultorio del médico, “van a hacerme no sé qué”; y cuando me dijo eso, “van a hacerme no sé qué”, exhibió el dedo grande de la mano derecha, en el que habían hecho, evidentemente, una incisión de la que obtuvieron sangre. “No duele, pero es molesto, lo sé”, le dije, mientras él se zafaba de aquella pequeña multitud, que podía haberlo ahogado de agasajos y de cariños, porque era evidente que todos querían abrazar al autor de Cien años de soledad, al que justamente unos días antes habían dado por muerto.

Él llevaba esas gafas grandes con las que en los últimos años se dibujó para siempre su rostro enflaquecido, y finalmente se perdió con Mercedes en la multitud, y yo sentí que el hombre se estaba vengando así, en medio del tumulto, exhibiendo ensangrentado el dedo de escribir, de aquella despedida a la que se habían adherido uniformes y discursos y en la que él era una urna y un resplandor y nada, un recuerdo.

Cuando desperté, descubrí una enorme araña en el cuarto de baño, quise avisar a tu abuela, te escuché andar por la casa, buscando trenes y cosas, perseguido por tu madre y por tu padre, y cuando quise explicarte el sueño ya estabas mirando un cuento en lo rosa, que es la tableta donde tu madre te los guarda.

Entonces miré por la ventana, vi que en Bath llovía a cántaros en agosto, estuve un rato pegado al cristal, tratando de interrogar al silencio sobre lo que hago, sobre la soledad o sobre las palabras, y cuando me senté ante el ordenador otra vez me volvió nítido, en medio de la niebla que hoy me persigue, el recuerdo de mi padre, sentado ante el hospital, solo, esperando a que los médicos lo analizaran, sus ojos perdidos y disgustados, su esencial cabeza metida en la bruma de su descontento, y su hijo posando la mano en su hombro, ya verás que no es nada, vuelvo pronto, su manta sobre su cuerpo, sus gafas de concha negra, sus ojos, y no fue un sueño, lo recuerdo muy bien y no fue un sueño.

Quizá los sueños me traen cartas; y, como en las cartas, en los sueños hay ficción y verdad, y suceso e invención, así que es posible que esta noche se me colara como cuento ese sueño de Gabo enseñándome su dedo de escribir, cuando quien de veras me estaba enviando la carta en el sueño era mi padre desde la silla de ruedas en la que estaba recluido aquel mediodía radiante y triste en que esperaba a que le sacaran sangre en el hospital de mi pueblo.

Ahora te has ido, has visto caracoles en el camino; yo me he quedado aquí como si estuviera solo y en otro tiempo, en la parte final de un sueño que aún no sabría contar.

Mira que te lo tengo dicho

Sobre el blog

¿Qué podemos esperar de la cultura? ¿Y qué de quienes la hacen? Los hechos y los protagonistas. La intimidad de los creadores y la plaza en la que se encuentran.

Sobre el autor

Juan Cruz

es periodista y escritor. Su blog Mira que te lo tengo dicho ha estado colgado desde 2006 en elpais.com y aparece ahora en la web de cultura de El País. En cultura ha desarrollado gran parte de su trabajo en El País. Sobre esa experiencia escribió un libro, Una memoria de El País y sobre su trabajo como editor publicó Egos revueltos, una memoria personal de la vida literaria, que fue Premio Comillas de Memorias de la editorial Tusquets. Otros libros suyos son Ojalá octubre y La foto de los suecos. Sobre periodismo escribió Periodismo. ¿vale la pena vivir para este oficio?. Sus últimos libros son Viaje al corazón del fútbol, sobre el Barça de Pep Guardiola, y Contra el insulto, sobre la costumbre de insultar que domina hoy en el periodismo y en muchos sectores de la vida pública española. Nació en Tenerife en 1948.

Eskup

El País

EDICIONES EL PAIS, S.L. - Miguel Yuste 40 – 28037 – Madrid [España] | Aviso Legal