Hay libros en los que está la vida de quienes los han escrito detrás de la vida de lo que parecen contar. Pasa en El gran Gatsby, de Francis Scott Fitzgerald. Y sucede en tantos libros. El pez en el agua, de Mario Vargas Llosa, divide en dos la experiencia del Nobel, su adolescencia y su ingreso en la batalla política, como si tuviera miedo de quedarse solo en la historia desamparada del muchacho que luego lo ha acompañado toda la vida, hasta ahora mismo.
Una vez, en 1990, Vargas Llosa explicó que escribía para escapar de la pena, y esa sombra que parece resuelta en aquella obra tan autobiográfica, resurge siempre, sea lo que sea lo que cuente el chiquillo de Arequipa. A veces uno entra en los libros para saber qué pasó y termina sabiendo qué le pasó a uno mismo.
En otras ocasiones uno entra como si fuera a leer una historia ajena, por ejemplo sobre el asesino de Martin Luther King, y sale sabiendo tanto del autor que no le queda más remedio que pensar que éste quiso en realidad contar lo que le sucedió a él y que ocultó su intención indagando en alguien tan mundial pero también tan ajeno como el hombre que huyó de su culpa haciéndose pasar por otro.
Eso sucede precisamente con Como la sombra que se va, de Antonio Muñoz Molina (Seix Barral). Se lee como una historia, real, milimétrica, casi obsesiva en todos los detalles que alberga, y resulta otra, conmovedora e igualmente real, tan autobiográfica como el pudor propio de lo que no se cuenta nunca. Es, en efecto, la indagación sobre la fuga de James Earl Ray, que huía con otro nombre y se refugió en Lisboa huyendo de la pesquisa internacional que lo perseguía; pero es, sobre todo, la historia del encuentro de Muñoz Molina consigo mismo y con el amor.
Para llegar a esa situación en la que vierte su propia memoria mientras indaga en la vida de otro se produce un proceso de alto contenido personal; Muñoz Molina va muy atrás en el tiempo para encontrarse en Lisboa con las huellas de aquel asesino, y en el transcurso de su búsqueda se halla a sí mismo, como uno puede encontrar a Scott Fitzgerald en la figura dubitativa del hombre que describe la historia del gran Gatsby.
Esa persona que va a Lisboa en busca del final, o de la continuación de la novela que titularía El invierno en Lisboa, halla aquí, en Como la sombra que se va, el ámbito acabado de un autorretrato en el que caben todos los afectos, todos los desafectos y todas las culpas; mientras reconstruye (o construye) la personalidad de aquel asesino obsesivo, Muñoz Molina se encuentra consigo mismo en un espejo que le devuelve en momentos dramáticos a los que no les ahorra ni descripciones ni autoinculpaciones.
Hay rubor pero no hay pudor ni en la descripción de lo que pasa por fuera ni de lo que pasa por dentro; es el autorretrato del escritor como persona; huye de la autocontemplación de la página porque en realidad está contándose mientras escribe, o más bien cuando no escribe; toda historia, y esta es una historia muy íntima, se traza en función de lo que sabemos, de lo que se nos explica; en Como la sombra que se va el que se va, el que escapa, es James Earl Ray, pero en esa otra historia a la que nos asoma Muñoz Molina con todas sus consecuencias está un hombre que se busca, que conoce, como aquella mujer de Hemingway, la angustia y el dolor, y además en un momento determinado de su propia vida vislumbra que la muerte está más cerca de lo que dice nuestra propia idea oscura de la fatalidad.
Están, por tanto, el alcohol, las huidas propias, la noche como un monstruo que nos ayuda a precipitarnos, están las premoniciones que a veces parecen literatura y que muchas veces nos llevan a abismos reales, y hay, como en la vida misma, advertencias que nos llegan de otros o de nosotros mismos: si no controlas el desvarío un día no habrá ni desvaríos. Acaso todos hemos sentido esas revelaciones de madrugada, o de noche oscura del alma, pero es probable que nunca las hayamos leído (o las hayamos dicho) con la crudeza (y la ternura) con que ha relatado Muñoz Molina sus propios abismos. Hasta que, y este es el centro mismo de su narración, el sentido de su propia búsqueda, halla el amor; y tiene que ser de noche, en este caso en Madrid, hablando o escuchando hablar de literatura, mientras de alguna manera lo llama su maestro Onetti y al tiempo lo espera la mujer que inadvertidamente se ha colado en su sentimiento para resolverle la alegría y la vida. A ella la llama tú en el libro; y sólo en la última palabra de Como la sombra que se va sabremos que se llama Elvira.
Es un libro conmovedor en el sentido más secreto, más real, del término; no habla de sí mismo, en sentido estricto, porque habla, en primera instancia, de ese fugitivo que se refugia en Lisboa; pero en sentido moral, íntimo, de lo que habla es de sí mismo; la huella de su paso por la vida es la que se pone en primer plano, con su dolor y con su descubrimiento; conozco a Muñoz Molina desde que era el muchacho que se describe a sí mismo, con su timidez aún caliente, con los afectos que describe, y con los desafectos que va narrando, sobre la vida cotidiana, sobre la vida social, sobre la vida literaria; desde muy temprano fui testigo de esas actitudes que narra con la paciencia lírica que distingue su literatura, pero nunca lo imaginé tan desnudo, tan intensamente él mismo como se muestra en este libro. No es sólo eso lo que me ha conmovido de Como la sombra que se va, por supuesto, pero es lo que más me ha conmovido, cómo cuenta su soledad arriscada, cómo explica el lugar que va encontrando en el mundo, hasta que se produce ese resplandor que fue para él la consecuencia de un azar.
Cuando cierras el libro sabes que ha hablado de dos personajes, un americano del que lo sabe todo, y de un muchacho de Úbeda del que él ha querido saber más. Pasaba en El pez en el agua: uno entraba para ver a un hombre en el mundo y se iba habiendo visto a un muchacho al que una mirada lo salva del abismo.
Foto: Antonio Muñoz Molina, tras serle concedido el Premio Príncipe de Asturias de Las Letras. /GORKA LEJARCEGI