“Si hubiera más políticos que supieran de poesía, y más poetas que entendieran de política, el mundo sería un lugar un poco mejor para vivir en él” decía el Presidente John Fitzgerald Kennedy. Y lo creo. Lamentablemente, la poesía (como tantas otras disciplinas artísticas y creativas) no tiene casi espacio en la política, y mucho menos en elecciones. Aunque la poesía política, y el compromiso político de poetas y editores, ha tenido un gran papel en nuestra historia. Y muchos de sus capítulos siguen sin cerrarse o se reabre su memoria como un conflicto interminable.
La relación es compleja. Los poetas suelen estar más bien en contra del poder, de los políticos, denuncian sus excesos, sus arbitrios, sus privilegios. Y en contextos no democráticos vigilan sus desmanes, denuncian, con el poder de la palabra, a la fuerza bruta. Pero no necesariamente están en contra de la política, como sabemos y se cuenta delicada y profundamente en Mil Mesetas, de Deleuze y Guattari, que es en cierta manera un tratado de poesía y política.
Pero hablemos de políticos, no de poetas. El uso que hacen nuestros representantes de la poesía en la acción política es mínimo. Salvo algunas excepciones, casi siempre es en el ámbito parlamentario. Kennedy hablaba de entender la poesía, pero algunos creen que la dominan y lo han intentado con mayor o menor fortuna. Recuerdo los versos del entonces ministro de Justicia Fernández Bermejo –que dedicaba al Partido Popular-, y que eran respondidos, también en verso (no con alboroto ni pataleos), desde la bancada popular. Era diferente. Mejor el verso que el abucheo.
También el incombustible Alfonso Guerra, que será el político más veterano de la nueva legislatura, ha utilizado la poesía, de manera instrumental, para seguir emitiendo mensajes políticos, como faro en el horizonte. Le interesa y es buen lector. Sus tarjetas de Navidad, cuidadas ediciones de carácter literario, bellas y breves, han sido un detalle de buen gusto, durante mucho tiempo. Y un contrapunto elegante a la imagen de político de lengua viperina y verbo más demoledor que sutil.
José Luis Rodríguez Zapatero atribuye al poeta Gamoneda, leonés de adopción, el mérito de enseñarle a mirar de frente a la mentira. Ha sido citado por el Presidente en muchas ocasiones y le envió una bellísima carta, lamentablemente casi desconocida, en ocasión del acto solemne del Premio Cervantes 2006. Quizás, si Zapatero hubiera seguido así, con esa sensibilidad y mirando de frente también a la verdad -como la de la realidad de la crisis-, su historia política habría sido otra.
Hoy, al final de la legislatura y cuando el Presidente se autoinflinge un castigo adicional -al ofrecerse como único responsable de los cinco millones de parados-, aquella carta (“la penuria tiene múltiples caras; por eso es tan necesaria la Poesía”) y el poema que menciona tienen un significado especial.
“Ferrocarril de Matallana es el mejor poema que he leído” dice el Presidente:
“Cuando bajo del tren, siento frío.
He dejado mi casa. Ahora estoy
solo. ¿Qué hago aquí?, ¿quién me espera en
este lugar excavado en el silencio?