Para Trump no hay principio inmutable ni idea que no merezca ser cuestionada. Ahora hay que poner en duda la política de Una Sola China, el axioma acordado en 1972 en Pekín entre Mao y Nixon y respetado por las cuatro generaciones de sucesores del Gran Timonel y ocho presidentes de los Estados Unidos.
Henry Kissinger fue el artífice de aquel viaje presidencial y de la apertura que situó de nuevo a China en el mundo, sentó las bases de la globalización y condujo a la Unión Soviética al jaque mate. Sus fundamentos están recogidos en un medido texto de conclusiones, el Comunicado de Shanghai, donde se dice que "EEUU reconocen que todos los chinos de ambos lados del estrecho de Taiwán sostienen que no hay más que una China y que Taiwán forma parte de esta última". La declaración condujo a la apertura de relaciones diplomáticas con Pekín y a la marginación de la China nacionalista, que había combatido y perdido la guerra civil frente a los comunistas, convertida en un mero socio oficioso y receptor de ayuda defensiva estadounidense.