"¿Qué es la pipolización?", se preguntaba Carlos Fuentes en un artículo publicado hace cuatro años en EL PAÍS. Y se contestaba a sí mismo con un encadenamiento de cuestiones: "¿Una moda? ¿Una plaga? ¿Un hecho pasajero? ¿Un nuevo determinante de la vida política y social?" El artículo estaba centrado en Francia, en el distanciamiento que este país aplica tradicionalmente a sus gobernantes respecto a la frivolidad, "privilegiando la formalidad". Una situación que cambió a partir de la presidencia de Nicolas Sarkozy y el protagonismo público de sus mujeres, en ruptura con "la dignidad cuasi-imperial de la presidencia francesa", cultivada y protegida por los sucesores del general De Gaulle.
La separación entre vida pública y privada ha sido tan grande que solo en Francia se puede entender que un presidente, a la sazón François Mitterrand, ocultara a la opinión pública tanto a su amante como a la hija fruto de esa relación, sin que nadie de su entorno, ni siquiera la esposa oficial, dijera una palabra durante años. Es lo que explica también la indecible sorpresa provocada por el conocimiento a posteriori de las aventuras de Dominique Strauss-Kahn. Con la presidencia de Sarkozy se acabó con la rígida separación entre vida pública y privada: Cecilia Sarkozy despreció públicamente a su marido, porque ni siquiera acudió a votarle, mientras Carla Bruni, sin disponer del estatuto de primera dama -que no existe- ha sido mucho más protagonista que cualquiera de sus antecesoras en El Elíseo.
Esa pipolización que tanto molestaba a Carlos Fuentes, referida a la etapa de Sarkozy, da un paso más con la presidencia recién estrenada de Hollande. Es un hecho nuevo, porque tiene consecuencias políticas. Valérie Trierweiler, la pareja del jefe del Estado, ha provocado la primera crisis en la recta final de las elecciones legislativas y un revuelo considerable en la prensa europea, principalmente la francesa. Profesional del periodismo que aspira a seguir siéndolo, ni es militante socialista, ni le gusta que le llamen "primera dama". Pero, tras un protagonismo público constante junto al presidente electo, ahora se mezcla en política, al apoyar al candidato que puede provocar el fracaso de Ségolène Royal, la anterior compañera de Hollande y madre de sus cuatro hijos. Una derrota probable, según el último sondeo del instituto Ifop, que pondría un seco punto final a la carrera de quien compitió por la presidencia de la República solo cinco años atrás.
Esto es el hecho político relevante, la consecuencia de un asunto que, si no tuviera efectos públicos, debería permanecer estrictamente en la esfera privada. Hacerlo a través de Twitter nos muestra los efectos del trabajo constante de las redes sociales, que tanto contribuyen a reducir la privacidad y provocar la conversión en públicos de los asuntos íntimos. El primer ministro, Jean-Marc Ayrault, tiene razón cuando dice que se está exagerando mucho la importancia de un solo mensaje, pero también acierta al pedir "un papel discreto" para la mujer que acompaña a Hollande en El Elíseo.
El episodio ilustra la dificultad de pasar desde una vida y una profesión "normal" a ser la compañera de un presidente que ha hecho toda su campaña reividicándose como un hombre "normal". ¿Cada uno debería tener su vida propia, su esfera de actuación pública? Danielle Mitterrand, más de izquierdas que su marido, apoyó activas campañas en África y en Latinoamérica por el acceso al agua, la educación, los derechos humanos, pero no se mezcló en la política francesa: lo más que hizo fue negarse a acompañar al presidente en una visita a Marruecos, porque ella defendía al Frente Polisario. ¿La sociedad debería respetar que el jefe del Estado y su pareja vayan cada uno por su lado? Por mucho que haya evolucionado la mentalidad social, ni Francia ni ningún otro país están preparados para integrar esa situación como normal. Valérie Trierweiler ha cometido una imprudencia grave y, entre el regocijo de los adversarios políticos de Hollande, fuerza a todos a enfangarse un poco más en la mezcolanza de vidas públicas y privadas.