Hay años inolvidables. 1968 fue uno de ellos. No solo por el mayo francés ola Primavera de Praga. El olimpismo colocó en el pedestal de todas sus ediciones a los Juegos de México. Se quedó pequeño el Citius, Altius, Fortius que Pierre de Coubertin pronunció en la Sorbona de París en la ceremonia de creación del Comité Internacional Olímpico, como él lo llamó (y seguía a rajatabla Juan Antonio Samaranch). Al lema más rápido, alto y fuerte, copiado también religiosamente por el barón de un dominico, Henri Didon, se unió el más lejos. Todo fue más allá en la altitud mexicana. Plus uItra. Hasta el reivindicativo ‘black power’ de los atletas estadounidenses.
La edición azteca no pudo empezar peor con la matanza previa de estudiantes y activistas en la plaza de Tlatelolco. Pero deportivamente acabó siendo de una brillantez sublime. Encantó la comprometida gimnasta checoslovaca Vera Caslavska y la nadadora estadounidense Debbie Meyer logró la primera hazaña de ganar los 200, 400 y 800 metros libre. Pero el atletismo, tantas veces el rey, fue deslumbrante en muchas pruebas. Hubo la rapidez jamás vista no solo en los 100 y 200 metros (Jim Hines y Tommie Smith), sino también en la vuelta a la pista de los 400 (Lee Evans). Marcas extraordinarias y atletas fantásticos en una mayoría de pruebas. Pero los concursos tuvieron una magia especial. Los vuelos fueron inmensos. Maravillosos.
Beamon, en el salto con el que batió el récord del mundo, en México 1968 (EFE)
Fue poco antes de las cuatro de la tarde del 18 de octubre. La vida entera de un atleta negro estadounidense se concentró en menos de un segundo. 93 centésimas en el aire. Apenas siete segundos desde que empezó su carrera. Era un día extraño. Amenazaba tormenta, pero había una temperatura ideal y los 2.240 metros de la capital azteca podían permitir una mayor penetración en el aire. Beamon, que solo tenía 8,33 metros como mejor marca, voló en el que fue su primer salto, y sería el único, hasta los 8,90. La enormidad de 57 centímetros más.
Fue lo nunca visto. Hubo que medir manualmente y pronto se harían las equivalencias con la longitud de tres coches. El lector del marcador electrónico no llegaba a una distancia tan descomunal. El anemómetro marcó exactamente dos metros por segundo de velocidad del viento a favor, el límite permitido. Todo se unió en un auténtico milagro. Beamon no se jugaba nada y tras una carrera rapidísima y una batida perfecta en la tabla, logró meter en el mismo instante de su prodigioso salto una energía sobrenatural. Poco después, empezó a llover.
Ya nada importó. Su compatriota Ralph Boston, el mejor saltador hasta entonces, oro en Roma 60 y plata en Tokio 64, donde fue razonablemente sorprendido por el galés Lyn Davies, quedó literalmente aplastado. Solo pudo ser bronce superado incluso por el alemán oriental Klaus Beer. Perdió el récord mundial por 55 centímetros, que compartía con el soviético Igor Ter-Ovanesyan, otro célebre saltador sin suerte olímpica y que acabó cuarto tras sus dos modestos bronces anteriores en Roma y Tokio.
A muchos grandes atletas se les ha medido por trayectorias, no solo por hazañas puntuales. De Beamon solo cabe recordar esa. Para qué más. Después se diluyó en fiestas, regalos y en el circo que se montó con un atletismo profesional, precursor, sin hipocresías, pero que no cuajó al llegar antes de tiempo. El atleta volador se perdió, pero en realidad daba igual. Ya había dado todo. Su marca casi inmortal duraría casi 23 años, hasta el 31 de agosto de 1991. Durante los Mundiales de Tokio, su compatriota Mike Powell voló hasta los 8,95 metros. Fue en su quinto salto tras llegar a 8,54 en el segundo. Tenía de mejor marca 8,66. Pero lo mágico de aquella noche veraniega fue que Carl Lewis, el rey indiscutible de la velocidad y el salto desde los años 80, rozó más que nunca la marca que parecía inalcanzable y que merecía más que nadie. Hizo la mejor serie de saltos de la historia, 8,68, nulo, 8,83 (con 2,3 metros por segundo de viento a favor, más de los dos reglamentarios), 8,91 (también con viento, por lo que no podía ser récord, aunque sí para ganar la prueba), 8,87 y 8,84. Fue una vez más la maldición de Lewis. Cuando saltó Powell el viento bajó a solo 0,3.
A Dick Fosbury le sucedió algo parecido a Beamon, pero no por una marca estratosférica, sino por un gesto ¿Con qué altura ganó el oro mexicano en salto aquel compatriota algo desgarbado y con pinta de universitario despistado? Nunca importó tan poco el cuánto y tanto el cómo. Incluso por la trascendencia de la gran pantalla olímpica el mundo bautizó con su propio apellido el salto de espaldas que ya practicaban bastantes atletas y que empezó realmente a buen nivel una mujer, la canadiense Debbie Brill, dos años antes. Fosbury saltó 2,24 metros, récord olímpico, pero a cuatro centímetros del mundial aún en poder de uno de los más excelsos saltadores de la historia, el más perfecto en el anterior estilo rodillo ventral: el soviético-ruso Valeri Brumel. Pero a éste solo lo conocen los más aficionados.
El saltador Dick Fosbury (AFP)
Los altos vuelos mexicanos abarcaron a casi todo. El triple salto fue asombroso con seis atletas por encima de los 17 metros, más que nunca, y un carrusel de récords del mundo. Cinco superaron los 17,05 del polaco Jozef Schmidt, el primero en pasar esa barrera antes de convertirse en otro doble campeón en Roma y Tokio. Al final, ganó el excelente soviético-georgiano Victor Saneiev, con 17,39, ante el brasileño Nelson Prudencio (heredero del legendario Adhemar Ferreira, un doble oro más en Helsinki 52 y Melbourne 56), y el italiano Giuseppe Gentile, 17,22. El vuelo de Alfred Oerter fue distinto. Hizo llegar el disco tan lejos como para conseguir su cuarta medalla de oro consecutiva. Un prodigio de lanzador que parecía perdido entre Juegos, en cada olimpiada, pero aparecía con el tiempo justo para ganar. Incluso con suerte, porque también así se escribe la historia de los éxitos y los fracasos. Oerter la tuvo ya para empezar en Melbourne 56. Solo la lesión de Ron Drummond le permitió ocupar una de las tres codiciadas plazas del equipo estadounidense. Él había quedado cuarto en los ‘trials’, pero con el descaro de sus 20 años se permitió superar al plusmarquista mundial, su compatriota Fortune Gordien. Demostró ya ahí su garra infinita de competidor en los momentos claves. La máxima, quizá, en la final Tokio 64, cuando tuvo que lanzar con una lesión cervical. Aun a costa de agravarla se quitó el collarín que llevaba para lanzar 61 metros en su quinto tiro, lo justo para superar a otro plusmarquista mundial, el checoslovaco Ludvik Danek. Él no era de récords, sino de oros.
Beamon, Fosbury, Oerter, todos al límite de un salto, de un gesto, de una explosión.