El deporte es masculino y femenino, pero a veces ha sido neutro. O indefinido. No todas las grandes atletas fueron mujeres por encima de toda duda razonable. La falta de controles de sexo dejó también en los podios olímpicos incógnitas sin resolver. Sólo después de los Juegos de Tokio 64, donde los casos parecieron multiplicarse, el panorama empezó a clarificarse. Pero antes hubo ejemplos elocuentes de que el sexo de los ángeles en las pistas estaba desviado.
La atleta polaca Eva Klobukowska.
El 16 de octubre de 1964, la polaca Eva Klobukowska logró en la pista de ceniza del estadio olímpico de la capital japonesa la medalla de bronce en los 100 metros. Ganó la gran Wyomia Tyus, una insigne sucesora de la memorable Wilma Rudolph de Roma 60 y que repetiría el oro en México 68. Klobukowska ya no podría llegar. Incluso consiguió el oro en el relevo con la ayuda inestimable de su ilustre compatriota Irena Szewinska. Ésta hizo la primera recta y ella la final. Así pudo subirse a dos podios femeninos. Pero casi tres años después, el 15 de septiembre de 1967, la Federación Internacional de Atletismo, tras finalizar un estudio de sus cromosomas, le prohibió seguir participando como mujer. En 1965 incluso había superado el récord del mundo y en 1966 ganó el título europeo. Sus rasgos masculinos levantaron sospechas desde que llegó a la élite, pero su caso aún crea dudas de si ahora se le hubiera permitido competir. Los más recientes recelos sobre el poderío y la fisonomía de la mediofondista Caster Semenya, por ejemplo, acabaron en nada tras un largo estudio sobre su condición. Existen niveles tolerables y dudas, siempre dudas. Son inevitables y cuando la sudafricana corra hoy en la primera serie de los 800 se recordará.
Polonia, curiosamente, produjo la primera atleta polémica en la cumbre: Stella Walasiewicz, nacida en 1911 en una aldea de la baja Silesia. A los pocos años de vida emigró con sus padres a Estados Unidos, donde ya viviría siempre. En 1932 saltó a la fama con su triunfo en los 100 metros de los primeros Juegos de Los Angeles. Corrió por Polonia, pues aún no se había nacionalizado estadounidense. También en Berlín, 1936, donde fue plata. Sus facciones y hasta su fuerza, pues también fue sexta en lanzamiento de disco en la ciudad californiana, siempre crearon suspicacias. Fue la primera teórica mujer que bajó de los 12 segundos en el hectómetro. Pero eran viejos tiempos y no se hizo nada.
La sudafricana Caster Semenya. / JOHANNES EISELE (AFP)
Todo se descubrió muchos años después y por unas circunstancias trágicas. Stella, que pasó a americanizar su apellido a Walsh, fue asesinada en el aparcamiento de un supermercado en Cleveland (Ohio), donde vivía. Se había casado, pero no tenía hijos. La autopsia reveló que tenía sexo “indeterminado”, lo que se conoce como mosaicismo, la coexistencia en una misma persona de dos o más líneas celulares con distinta constitución cromosómica. Walsh tenía órganos sexuales masculinos que no funcionaban y ninguno femenino. Su marido, que se separó de ella en 1964 tras ocho años de matrimonio, declaró que sólo habían hecho el amor una o dos veces en ese tiempo y tras insistir ella en apagar la luz de la habitación.
Fueron casualmente dos casos polacos, pero si hubo un país que acaparó el misterio sexual en el deporte fue la antigua URSS. Y una familia. Dos hermanas, las atletas Tamara e Irina Press. Ambas desaparecieron de las grandes competiciones cuando empezaron los controles de sexo. Con 27 y 25 años aún podían haber engordado largamente su saco de títulos y récords. Tamara, una máquina imparable, especialmente. Dijeron para justificar sus retiradas que querían irse invictas y escribir libros. Nunca confesaron sus misterios. Tamara, lanzadora de gran corpulencia, con 1,80 metros de estatura y más de 100 kilos de peso, ganó el peso en Roma 60 y Tokio 64, y también el disco en la capital japonesa. Irina, más baja y delgada, con 1,68 metros y 62 kilos, era una atleta completísima. Venció en los entonces 80 metros vallas de Roma y en el pentatlón de Tokio. Nadie la vio jamás desnudarse en un vestuario.
Fueron los casos más sonados, pero en aquella época también desaparecieron bruscamente varias atletas soviéticas más de las que todo el mundillo atlético sospechaba con su aspecto viril, voces gruesas y un cargamento de maquinillas de afeitar: la más veterana Alexandra Chudina, plata en el pentatlón de Helsinki 1952 y bronce en altura; Tatiana Chelkanova, plusmarquista mundial de longitud, aunque sólo bronce en Tokio, y María Itkina, sin medallas olímpicas, pero que llegó a batir el récord mundial de 400 metros y a ser campeona de Europa.
Años después, la apariencia y las enormes marcas de la checoslovaca Jarmila Kratochvilova causaron sensación. Pero no tuvo problemas en los controles. Ni de sexo, ni de dopaje. ¿Estaba en todos los filos de la navaja? Para muestra de la sospecha o del asombro, aún se mantiene su récord mundial de 800 metros, el impresionante 1m. 53,28s, desde el 26 de julio de 1983. Una coincidencia de especialidad con Semenya, que tiene como marca personal 1m 55,45s.
La esquiadora austriaca Erika Schinegger, campeona del mundo en Portillo (Chile), en 1966, no llegó a participar en los Juegos de Invierno de Grenoble, en 1968. El COI le cerró la puerta y se retiró. Pero reconvirtió su vida. Se operó, pasó a ser Erik, se casó, contó su cambio en un libro y llegó a ser padre. Como transexual podría participar ya en los Juegos. Pero con sexo definido.
La historia del sexo indefinido también empezó mucho más atrás con trampa. Casi en paralelo con el caso Stella Walasiewicz, en tiempos difíciles y posibles muchas cosas. Lo de Dora Ratjen, sin embargo, tuvo poco que ver con el deporte en sí o con la identificación sexual. Fue un engaño en toda regla, una estafa. Cuarta en los Juegos de Berlín, 1936, con unos modestos 1,58 metros, confesó en 1957 que era un hombre. Cuando la descubrieron. Dijo que las Juventudes Nazis le habían ordenado pasar por una mujer. No era Dora, sino Herman. Nada menos. Los dirigentes que montaron semejante patraña no permitieron, en cambio, participar a la judía Gretel Bergmann, que había hecho una marca previa con nivel de medalla. Era cercana al récord mundial que compartían la legendaria y polideportiva estadounidense Mildred “Babe” Didrikson y su compatriota, campeona olímpica en 1932, Jean Shiley. Pero le dijeron que no tenía posibilidades. Ya había huido a Londres. Luego a Estados Unidos y escribiría su historia. La locura estaba en marcha. En un caldo de cultivo de aquella calaña, con todo lo que ocurrió, pareció un solo un juego, un esperpento sin trascendencia. Un sarcasmo.