En 1964, cuando se vieron por primera vez en España los Juegos Olímpicos con una audiencia apreciable, hubo un deporte que sorprendió especialmente. Debutaba en aquella cita de Tokio: el voleibol. No es que fuera desconocido, pero la ignorancia y el endémico desprecio a casi todo lo que no girara alrededor del fútbol, como si no pudiera ser compatible, llevaba a muchos a decir: “Eso es de mujeres”. Pero con las imágenes de las japonesas ganadoras del primer oro todo empezó a cambiar. En hombres se impuso la URSS, pero la sorpresa fue femenina. La hacían tan bien como ellos y desde luego, se ganaron el respeto. Aquello era bastante más que pasar el balón por encima de la red. Era pura estética, potencia para el salto y los remates, flexibilidad enorme para las recepciones. Y todo eso lo hacían mujeres, más bien pequeñas de estatura. Un asombro. Estaba claro que eran palabras mayores. Un deporte de equipo más, el último de los grandes que llegó al programa olímpico, entraba para quedarse con fuerza. De hecho, en poco tiempo, la Federación Internacional de Voleibol se convirtió en el organismo con más países afiliados y fue la primera que superó los dos centenares de afiliados.
Si Pierre de Coubertin hubiera levantado la cabeza le habría dado un pasmo. Él tenía una idea del olimpismo exclusivamente machista e individual. Lo primero se enmarcaba en la sociedad de finales del siglo XIX, aunque no fuera justificable. Lo segundo sí tenía alguna explicación, pero no podía ser factible.
La estadounidense Missy Franklyn. / Lavandeira jr (efe)
Las mujeres tenían que estar en los Juegos no solo porque fuera justo, sino porque la sociedad lo iba a ir exigiendo. Pero les costó entrar porque había bastantes más machistas que Coubertin y los sigue habiendo. Buen ejemplo de que su presencia no ha sido un asunto fácil, es lo más reciente. Un siglo después se considera un éxito que algunos países se dignen a enviar por primera vez representantes femeninas. Y con limitaciones. Será simbólico, pero aún vergonzante. Y quizá lo sea aún por mucho tiempo. Guerras, religiones…El olimpismo ha sufrido ya de todo.
Entre hoy y mañana se disputan todas las medallas de los deportes de equipo. Coubertin se opuso siempre a que se instalasen en el programa. Temía que el patriotismo derivado de las confrontaciones destruyese su proyecto de fraternidad a través del deporte. Pensaba, y con razón, que el atleta individual no solo pertenece a un país, sino a la comunidad deportiva universal. Se le puede admirar por sus hazañas independientemente de su nacionalidad. Pocos equipos logran eso. Serían casos excepcionales como el Dream Team o la selección española de fútbol ahora. Pero siempre estarán más expuestos a las batallas nacionales. Usain Bolt, en cambio, no es solo jamaicano, es de todo el mundo. Incluso en las modalidades individuales de combate el riesgo de roce patriótico es mucho menor.
Pero Coubertin perdió muchas batallas y transigió muchas veces, porque en el fondo sabía que su proyecto no saldría adelante sin los elementos que iban conformando el deporte moderno. El olimpismo no podía estar de espaldas a ello porque corría el grave peligro de morir en soledad. Los primeros Juegos de Atenas, en 1896, fueron completamente individuales. Pero los deportes de equipo irrumpieron en París, 1900, con el waterpolo, el fútbol y el rugby. Los primeros juegos en agua y en tierra. El escenario francés de la segunda edición explicó la convocatoria del deporte del balón ovalado.
Y fue precisamente el rugby, cuya variante ligera con siete jugadores, más manejable, ya será olímpica en los próximos Juegos de Rio en 2016, el que dio la razón a Coubertin sobre los riesgos de la violencia. Estados Unidos osó ganar a Francia en su propia casa, durante los siguientes Juegos parisinos, en 1924, y se produjeron incidentes lamentables. Tantos, que el rugby de 15 jugadores desapareció del programa tras cuatro ediciones para no volver jamás. Incluso después, en una especie de venganza, causó uno de los mayores daños al olimpismo. Su orgullo de ir por libre le llevó a ser el único deporte que no aisló a Sudáfrica durante su apartheid. La gira que hizo Nueva Zelanda por el país con sus All Blacks coincidiendo con los Juegos de Montreal 76 provocó la ira de los países africanos. Al negarse el COI a atender su petición de expulsar a los neozelandeses de los Juegos se retiraron casi en masa. Fue el primer gran boicoteo antes de los de Moscú 80 y Los Ángeles 84.
La capitana de la selección española de waterpolo, Jennifer Pareja. / miguel medina
El hockey sobre hierba fue el siguiente deporte que ingresó en el programa olímpico. Lo hizo en Londres 1908, aunque se perdió Estocolmo 1912. Gran Bretaña ganó los dos primeros torneos, pero desde Amsterdam, 1928, la India arrasó con ocho títulos en uno de los grandes dominios históricos ejercidos en un deporte olímpico. Solo Pakistán, otra rama desgajada, le cortó la racha en Roma 60 y logró dos oros más. Luego, los dos se perdieron. El brillo pasó a ser europeo, alemán y holandés, sobre todo, pero también británico nuevamente, junto a australiano y neozelandés. Ahora en Londres, si se mira al pasado, resulta increíble el 7-0 encajado por los pakistaníes ante Australia, el 4-1 ante Gran Bretaña y su puesto séptimo final. O las goleadas sufridas por la India, 5-2 con Alemania, posible ante una potencia que aspira a un nuevo oro hoy ante Holanda, pero especialmente humillantes ante Corea, 4-1, y Bélgica, 3-0. Solo podrá ser undécima cuando en Berlín, 1936, camino de uno de sus títulos, por ejemplo, se impuso a Alemania, 8-1. Cómo cambian los tiempos.
El baloncesto empezó allí, en Berlín, con el casi eterno y conocido imperio estadounidense. ¿Habrá otra excepción mañana?. El balonmano no lo hizo hasta Múnich, en 1972. Fue con el aval alemán, que había metido ya la antigua modalidad de 11 jugadores en sus Juegos, pero que no cuajó hasta que se extendió el actual de siete. El poder del Este europeo se mantuvo largos años hasta repartirse después. Sucedió como en voleibol, waterpolo y fútbol en esos años. Cuando los profesionales solo eran militares y profesores de educación física pagados a tiempo completo para el deporte.
Es indudable que los equipos, al identificarse con los países, han exacerbado las tensiones de la competición en sí.
En waterpolo se produjo una de las grandes batallas olímpicas, de las más conocidas. El durísimo choque entre Hungría y la URSS de Melbourne 56, tras la invasión soviética y la entrada de los tanques en Budapest. La cara ensangrentada del húngaro Ervin Zádor, agredido por Valentin Prokopov, ha sido una de las imágenes menos olímpicas de la historia. Pero la violencia ha sido muchas más veces sin trasfondo político. No solo Checoslovaquia se retiró de la final de fútbol de Amberes 1920 indignada por las decisiones arbitrales. Perú no quiso volver a repetir un partido contra Austria tras los incidentes del primero en Berlín y se retiró. Las protestas contra la organización alemana llegaron al extremo de que se atacara el consulado alemán en Lima y a la negativa de descargar barcos alemanes en el puerto de El Callao.
Pero mucho peor fue lo protagonizado por los jugadores uruguayos de baloncesto en Helsinki 52. Agredieron repetidamente al árbitro estadounidense indignados por sus decisiones en un partido contra Francia. Y lo más sorprendente fue que tras ser expulsados del torneo dos de ellos el resto continuó guerreando y ganó el bronce en otra batalla con su vecina Argentina. El partido terminó con cuatro jugadores uruguayos en la cancha y tres argentinos. Era baloncesto, solo eso.
No hay fotos elocuentes, que se sepa, de aquellos momentos, pero sí de la agresión del boxeador español Valentín Loren al árbitro húngaro Gyorgy Sermer tras ser descalificado en un combate de los pesos plumas en los Juegos de Tokio 64. Fue completamente individual, no de equipo, y tampoco ha sido el único en arremeter contra los colegiados en la historia, pero lo suyo fue de lo más estridente. Casi colectivo, de equipo completo. Su jab de izquierda en pleno rostro del asombrado Sermer fue de auténtico KO vergonzoso y quedó como deshonra gráfica para la historia más lamentable. “Perdí los estribos”, ha dicho siempre.