Memorias Olímpicas

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Juan-José Fernández ha estado en 13 Juegos Olímpicos, seis de verano, desde Los Ángeles 84 hasta Atenas 2004, y siete de invierno, desde Sarajevo 84 a Turín 2006. Pero le ha interesado el deporte y el olimpismo desde mucho antes de ver por televisión las imágenes de Tokio 64. Ha escrito en EL PAÍS desde su fundación, en 1976.

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Cuando el padre de la duquesa de Alba fue plata

Por: | 18 de agosto de 2012

Parece que fue ayer, pero hubo un largo tiempo en que la escasez de medallas españolas era normal. No se cuestionaba como ahora. Solo se ganaban muchas en los Juegos Mediterráneos y siempre por detrás de Italia y Francia. En Juegos regionales. Los Olímpicos eran palabras mayores. La medallita, apenas. Un milagro. Sólo después de Barcelona 92, cuando el impulso organizador llevó a Carlos Ferrer Salat y a Javier Gómez Navarro a la brillante idea, al fin, de pagar el sudor olímpico de los deportistas españoles, se comprobó que bien preparados tenían dos piernas y dos brazos como los que ganaban siempre las medallas. Ni más ni menos. Se podía ya perder, pero en las mismas condiciones físicas y de motivación.

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Integrantes del equipo español de polo, plata en los Juegos de Amberes 1920.

Sin embargo, en los primeros tiempos y hasta bien pasado el franquismo, todo era una aventura de locos. O de aristócratas y militares. O con toque racial. Las medallas iniciales del deporte español, para más exotismo, fueron en deportes muy pronto desaparecidos del programa olímpico. Por estar poco extendidos, como la pelota vasca, o el polo, y este por ser también costoso de mantener, aunque no difícil de practicar para algunos. Por ejemplo, para Jacobo Fitz-James Stuart y Falcó, XVII duque de Alba y padre de la actual duquesa Cayetana. Junto a su hermano menor Hernando y otros apellidos nobles, Leopoldo Sainz de la Maza y Gutiérrez-Solano, y los hermanos Álvaro y José de Figueroa y Alonso-Martínez, hijos del conde de Romanones, logró la plata en los Juegos de Amberes 1920.

Fue el mismo color de metal que el más famoso conseguido por la selección de fútbol y cuyo éxito supuso un impulso clave hacia el futuro profesionalismo en España. La famosa frase de Belauste pidiendo el balón: “Sabino, a mí el pelotón, que los arrollo”, fue el símbolo de la furia. Bien distinto al desastre del equipo eliminado ahora con una técnica inútil y sin suerte, con balones en los postes y errores arbitrales en contra. Hace 92 años, en cambio, también tuvieron fortuna los legendarios Zamora, Samitier o Pichichi. Checoslovaquia debió haber sido plata, pero fue directamente descalificada al retirarse de la final contra la local Bélgica. Su protesta por la expulsión de su mejor jugador, Steiner, poco antes del descanso, fue la gota que derramó el vaso de una tensión ya subida de tono antes de los Juegos. España recogió el agua de carambola, porque en lugar de dejarse el segundo puesto sin ganador fue escogida para disputarla frente a Holanda. La victoria por 3-1, curiosamente, fue la primera casi en una cumbre que terminaría de alcanzar ante el mismo rival 80 años después, por 1-0, en Sudáfrica 2010. Los Juegos eran entonces el gran título del fútbol hasta que empezaron los Mundiales en Montevideo 1930.

José de Amezaga y Francisco Villota ganaron la cesta punta de París 1900, el primer oro olímpico español. Pero en aquellos segundos Juegos, originales o caóticos, según se mire, ya hubo la primera rareza. José de Madre integró con el estadounidense McCreery y los británicos Freake y Buckmaster un equipo mixto que fue segundo en polo. Difícil de contabilizar un cuarto de medalla, pero así era en los viejos tiempos extraños de reglar. En el fondo, incluso podía verse desde la idea de que los Juegos se crearon como una competición individual. Pero los deportes colectivos y, sobre todo, el inevitable nacionalismo, dieron protagonismo a los países. La edición parisina fue muy singular con pruebas inventadas sobre la marcha, con premios en metálico, incluso, y que el COI acabó borrando de su palmarés hace 10 años. Como el tiro de pichón, que aprovechó para ganar una supuesta plata Pedro José Pidal y Bernaldo de Quirós. El asturiano marqués de Villaviciosa era cazador, entre sus muchas facetas, y había ido a la Exposición Universal que se celebraba a la vez.

Sin embargo quedan otras medallas españolas imborrables. Suecia ganó los tres primeros oros de la hípica por equipos en el olimpismo y España, el cuarto, en Amsterdam, 1928. ¿Integrantes? Tres militares, uno de ellos, noble. No podía ser de otra manera. El  marqués de los Trujillos, montando a Zalamero, José Navarro Morenés, a Zapatazo, y Julio García Fernández, a la yegua Revistada. Este y el marqués  derribaron un obstáculo y Navarro hizo el recorrido sin falta. En 1984, una gestión de EL PAÍS permitió que Juan Antonio Samaranch le enviara al marqués una copia exacta de aquella medalla que le habían robado. El rey Juan Carlos se la entregó en el Club de Campo madrileño como un “Thorpe español”.

Aquel triunfo fue el día de la clausura de los Juegos. Días de suerte. En Londres, 20 años después, nuevamente Navarro, esa vez montando a Quorum, junto a Jaime García Cruz, con Bizarro, y Marcelino Gavilán y Ponce de León, sobre Forajido, logró la plata tras un potente equipo mexicano, que encabezaban Humberto Mariles y Rubén Uriza, oro y plata en la prueba individual. España ya no volvió nunca al podio pese a tener jinetes de la talla de Francisco Goyoaga o el plusmarquista de presencias olímpicas, Luis Antonio Álvarez Cervera, sexto en Los Angeles 1984. Con Luis Astolfi y Enrique Sarasola rozó el bronce en Barcelona 92. Hubiera completado un podio histórico por equipos, pero fue el “maldito” cuarto, apenas a 1,25 puntos de Francia. Hubiera sido la medalla 23 de aquellos Juegos mágicos.

Un lujo, en cualquier caso, cuando antes de la mágica cita española España sólo había sumado 26. Y  11 únicamente hasta Moscú 80. La miseria. Por eso fueron casi milagrosas la medalla de plata de Ángel León (el padre de las hermanas cantante y actriz), en pistola de aire comprimido del tiro en Helsinki 52, y las de bronce de Santiago Amat en la clase finn  de vela, en Los Ángeles 1932 o del hockey hierba masculino en Roma 60. Se contaban con los dedos de las manos. Y sobraban dedos.

García Chico celebra su plata en 1992.

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Incluso no hubo ninguna en Tokio 64 y tampoco en México 68, donde ya fueron logros que Mari Paz Corominas se metiera en la final de 200 espalda aunque fuera penúltima, y que Ignacio Sola llegara a tener entre tanta plusmarca maravillosa unos minutos el récord olímpico de salto con pértiga. Hoy es la final y un saltador nacido en Donetz (Ucrania), como el legendario Sergei Bubka, pero nacionalizado español, intentará ser un lejano Sola, o un más cercano Javier García Chico, el gran bronce de Barcelona 92. Ivan Bychkov, al menos, se ha metido en la final del raquítico y extraño atletismo español.

Las  seis medallas de Moscú 80 y las cinco de Los Ángeles 84, salvo excepciones, resultaron más de la cuenta por las bajas de los boicoteos. Fueron, con todo, más que en Múnich 72, donde España apenas logró el solitario bronce del boxeador minimosca Enrique Rodríguez Cal o que en Montreal 76 con las dos platas del K-4 de piragüismo y el 470 de vela de Antonio Gorostegui y Luis Millet.

En Seúl 88, sin embargo, ya con todos los países en liza, bajó el nivel de nuevo a cuatro medallas. Barcelona ya había sido elegida en 1986 como sede para 1992, pero aún era pronto para que la nueva maquinaria en marcha diera frutos. El oro en vela de José Luis Doreste en la bahía de Pusan, por ejemplo, fue por su valor personal y el previo de la gran vela española; el bronce de Sergi López en los 200 braza de natación, porque se entrenaba en Estados Unidos.

Ahora, en Londres, la oleada de triunfos previos fuera de los Juegos, no se ha confirmado tanto dentro. A España le cuesta acostumbrarse a la gran cita del deporte. Mantener la inercia de Barcelona y las 22 medallas fue ya difícil en Atlanta (17). Después, a duras penas en Sydney (11), aunque se recuperó en Pekín (18). La previsible nueva rebaja ya no es por la miseria de antaño, aunque haya otra caída muy profunda en todo el país. Son historias bien distintas. Tan importante como tener los medios es saber estar. En el momento oportuno y por encima de la presión.

La historia española se escribió sin Blume

Por: | 18 de agosto de 2012

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Joaquín Blume, con su hija de cuatro meses, en 1952

La gimnasia termina hoy con los cuatro últimos concursos de aparatos masculinos y femeninos. Ayer ganó en las anillas el brasileño Arthur Nabarrete, subcampeón mundial, aunque fuera muy discutible que superara al chino Yibing Cheng. Una vez más, las discutibles puntuaciones. Incluso hizo historia el búlgaro Iordan Iovtchev, récord de longevidad a sus 39 años, aunque acabara séptimo. Pero estuvo en la final con su constancia increíble. Y  todos efectuaron el clásico ‘Cristo’, ejemplo máximo de la imponente potencia de los gimnastas para permanecer estáticos en el aparato más movible. El ‘Cristo’ que hacía Joaquín Blume en los años 50 llenó de asombro más allá del raquítico deporte español  de aquellos viejos tiempos. Pero él nunca pudo luchar por las medallas. Le cogió muy joven Helsinki 52, la estupidez política le impidió estar en Melbourne 56 y la muerte en Roma 60. Fue la gran tragedia, el verdadero eslabón perdido que ha quedado para siempre en el recuerdo. Él fue uno de los grandes deportistas que nunca pudieron ser campeones olímpicos. La historia española, que tanto necesitaba entonces las medallas, se escribió sin él. Años después pareció ya una maldición que a Jesús Carballo, la nueva estrella, doble campeón mundial en barra fija, también se le escapara la medalla en Atlanta 96. Solo pudo ser séptimo. Tuvo que surgir el explosivo y extrovertido Gervasio Deferr para llegar en Sidney 2000 a la cumbre en el ejercicio de salto, toda una metáfora. Era capaz de tanto en los aparatos de explosión pura que repitió el oro en Atenas 2004 y sumó la plata en suelo.

Blume era uno de los pasajeros del DC-3 que cubría  la ruta Barcelona-Madrid. Necesitaba hacer escala en la capital para ir a una exhibición a Tenerife. No había vuelos  directos. Sobre las cinco de la tarde del 29 de abril de 1959 el avión se estrelló contra el pico de la Toba, entre las provincias de Cuenca y Teruel, en medio de una fuerte tormenta. No hubo supervivientes y entre los fallecidos estuvo también la esposa de Blume y el grupo de gimnastas que le acompañaba. Nunca el deporte español pudo lamentar tanto de una pérdida tan temprana. El dominio entonces de la gimnasia estaba en poder exclusivo de soviéticos y japoneses. El español, con solo 19 años, apenas sin experiencia, sólo había tomado los Juegos de 1952 como contacto con el mundillo internacional. Quedó el 52º de 262 participantes. Pero su inmediata progresión le llevó al décimo puesto de la Copa de Europa de 1955. En la cita olímpica australiana del año siguiente hubiese podido dar ya una gran sorpresa. Pero el régimen franquista se sumó al escaso boicot internacional a aquellos Juegos por la presencia de la URSS, que acababa de aplastar el levantamiento húngaro.

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Una imagen del avión siniestrado en el que viajaba Joaquín Blume y que se estrelló en la sierra de Valdemeca, en 1959 / EFE

Aún le quedaba Roma, cuatro años después. Llegaría con 27 años. A tiempo. Incluso de mejorar. Lo demostró muy pronto. Brilló en el Campeonato de Europa de 1957 de forma fantástica. Los resultados fueron para enmarcar al tratarse de un deporte importante y más aún en aquellos niveles de miseria española en la élite. Fue todo un síntoma de lo que ya era capaz de hacer. No solo ganó el concurso individual, sino que se impuso en tres de los seis aparatos: caballo con aros, paralelas y, naturalmente, en sus preferidas anillas. Fue segundo también en barra fija. Su potencia de brazos le permitía ser mejor en los aparatos que más lo requerían. Blume superó al soviético Yuri Titov, que años después llegaría a ser presidente de la federación Internacional durante 20 años, de 1976 a 1996. Era uno de los grandes de la gimnasia de la época, cuádruple campeón mundial y con un oro por equipos más cuatro platas y tres bronces individuales entre 1956 y 1960. Pensar que Blume hubiera ganado medallas en ambos Juegos, con siete posibilidades entre aparatos y el concurso general, no resulta nada descabellado.

Al año siguiente volvió a perderse otro gran torneo, el Mundial, porque la política también se interpuso en el camino del escenario: Moscú. Hubiese sido el refrendo de su calidad ya en la élite. Pero su destino estaba marcado por la mala suerte en todos los sentidos. Al final, entre la política y un accidente, acabaron con Achim, el diminutivo de su nombre en alemán, parte del origen de su padre. El tiempo que toca vivir a cada uno es una lotería y la fortuna se convierte también a veces en una ruleta rusa fatal.

La pequeña gimnasta soviética Elena Mujina fue un caso paradigmático. Llegó a ser de las más grandes tras superar una triste infancia, abandonada por su padre y con su madre muerta en un incendio cuando tenía cinco años. No contó entre las mejores hasta que asombró en los Mundiales de Estrasburgo, en 1978. Encabezaba ya la  recuperación de la URSS ante el ‘tsunami  Comaneci’ de Montreal 76 que había humillado a toda una escuela. Incluso la legendaria Larisa Latynina había dimitido como responsable tras declarar que el único problema de la gimnasia soviética era “no tener una Nadia Comaneci”.

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Elena Mujina, en una actuación en suelo / EFE

La explosión de Mujina era un alivio soviético y se presentaba como clara favorita en casa para los Juegos de Moscú 80. Forjada desde pequeña en las desgracias, superó incluso una rotura de pierna previa, pero su coqueteo con el riesgo le iba a pasar una durísima factura. Sucedió mientras se entrenaba apenas dos semanas antes de la cita olímpica. Una maldición añadida. Estaba de moda un peligroso salto que practicaba el estadounidense Kurt Thomas, pero que suponía un riesgo enorme para las ‘niñas’. Incluso acabaría siendo retirado del código de puntuación. Mujina se rompió el cuello y quedó tetrapléjica. Tenía 20 años. Murió en 2006 a causa de un tumor cerebral.  Nunca fue campeona olímpica.

Sin llegar a la tragedia  o a la desgracia reales, dos casos en el atletismo han pasado a la historia como emblemáticos de la frustración. No lograron nunca ganar un título olímpico pese a  dominar en sus momentos récords y carreras con una autoridad aplastante. El fondista australiano Ron Clarke solo pudo ser bronce en Tokio 64 en una carrera donde el indio estadounidense Bill Mills dio una de las grandes sorpresas del atletismo con una carrera extraordinaria para un desconocido. En México 68, Clarke tuvo incluso un desfallecimiento que pudo tener consecuencias gravísimas. También allí, en la altitud mexicana, el mediofondista estadounidense Jim Ryun, plusmarquista mundial, no pudo revalidar los  éxitos que le acreditaban como el gran favorito de los 1.500 metros. Llegó recién sufrida una mononucleosis que le había dejado sin fuerzas, pero lo peor fue que tuvo enfrente a un keniano anárquico, pero genial: Kipchoge Keino, el primer gran anuncio de la marea africana que se avecinaba. Fue su verdugo y le dejó con su única plata olímpica. África pareció marcarlo para siempre. En Múnich, cuatro años después, volvió a la competición después de haberse retirado, pero tampoco le salió bien. En la serie, tropezó con dos modestos, Vitus Ashaba, ugandés, y Billy Fordjour, ghanés, que normalmente debía haber sido velocista, y se cayó. Aunque llegó con pundonor a la meta, fue eliminado. Fue su última oportunidad perdida.

Profesionalismo y dopaje sobre ruedas

Por: | 18 de agosto de 2012

Miguel Indurain cerró su excelsa carrera con la medalla de oro contrarreloj en los Juegos de Atlanta 96. Muy pocos de los grandes ciclistas de la historia subieron a lo más alto del podio olímpico. La apertura a los profesionales les pilló tarde y si no ganaron en sus primeros tiempos de aficionados perdieron las medallas para siempre. Jacques Anquetil, por ejemplo, sólo fue 12º en Helsinki, 1952.  Eddy Merckx acabó en el mismo puesto en Tokio, 1964. Un año después pasaba a profesional. Quizá por eso ahora se ha atrevido a ir a Londres pedaleando desde Bélgica para vivir la experiencia olímpica. En los últimos años, como en el tenis, el oro olímpico es ya un trofeo preciado.

Merckx, con el primer historial más completo del ciclismo, ya tuvo sus coqueteos con el dopaje. En 1969 le echaron del Giro en el que arrasaba, pero quedó en eso, en un gran escándalo, por las irregularidades del control. Como si no hubiera ocurrido. De hecho, él lo negó siempre. Incluso corrió el Tour de ese año. Pero después, como a muchos, le pillaron en dos ocasiones más con estimulantes “puntuales”. Los de la época. Ha confesado que tomaba “lo que todos” y “por lo que le decían los médicos”. No llegó a declarar públicamente: “Nos pinchábamos nosotros mismos”, como hizo el sincero José Manuel Fuente, el “Tarangu”, escalador de leyenda. Pero solo recordar la farmacia, casi una clínica, que el masajista del campeón belga, rigurosamente vestido de negro, tenía en un hotel de Calpe, en 1972, daba repelús. De la ciudad alicantina salió la Vuelta a España de aquel año, que ganó, a su estilo habitual, arrasando con seis etapas y 3m 46s de ventaja sobre Luis Ocaña, el hombre tantas veces atormentado, hasta su final.

Eran otros tiempos, pero la alargada sombra del dopaje ha alcanzado todo y el olimpismo no iba a ser una excepción. Toda persona tiene derecho a la reinserción, pero no destila la misma gloria un oro ‘virgen’, que el del sábado pasado en la prueba de ruta de Alexander Vinokúrov, sancionado dos años por dopaje sanguíneo tras el Tour de 2007. El mérito de conseguirlo a los 39 años, edad récord y 12 después de su plata en Sidney 2000, quedará siempre empañado por la sospecha de toda su carrera. 
Pero dentro de la pandemia dopante siempre quedará alguna esperanza que impida el cierre definitivo de la ya antigua farsa. Hoy se disputa la contrarreloj y Bradley Wiggins, la última gran estrella del pelotón internacional, tiene su tercera oportunidad de oro, la primera fuera de la pista. Porque el británico es de los pocos que ha pasado de rey del velódromo en la persecución a monarca de la carretera. Ha hecho el camino distinto a todos y tiene ya la mayor cosecha de medallas entre los grandes. Media docena de medallas, igualando en número total como mejor británico al remero Steve Redgrave, aunque  con menos calidad en los metales.  Incluso sumó un bronce en Madison, la prueba por parejas similar a la de puntos, en las que el español Joan Llaneras fue otro rey.

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Vinokúrov se impone en la prueba olímpica de ciclismo en ruta en Londres (GETTY)


Por algo fue obligada deferencia con el primer ganador británico del Tour su presentación especial en la ceremonia de apertura para tocar la campana de salída. Con el maillot amarillo sin publicidad, el de la pureza olímpica hipócrita solo dentro de los estadios. Tras el disgusto por no haber podido lanzar a Mark Cavendish en la carrera de ruta, le favoreció la caída del otro enorme especialista, Fabien Cancellara. El suizo, campeón olímpico en Pekín 2008, y que también fue plata en la prueba de fondo tras el desafortunado Samuel Sánchez, casi  acaba como él. Hoy se verá cuánto se ha recuperado.
Wiggins sucedió en Atenas 2004 y Pekín 2008 a su compatriota Chris Boardman, que llegó a doblar al alemán Jens Lehman en la final de Barcelona 92, algo nunca visto entre las medallas de oro y plata en solo los cuatro kilómetros de distancia. Su modelo de bicicleta quizá ayudó, pero ya no pudo con Indurain y Abraham Olano en la contrarreloj de Atlanta. Fue en cabeza las dos primeras vueltas, pero cada vez le costó más mover el enorme plato único que llevaba, se resintió en las subidas y los españoles le superaron al final por 31 y 19 segundos.


Al menos, ganó un bronce indiscutible, no como empezó a ocurrir con las medallas siguientes. En Sidney 2000, el alemán Jan Ullrich, ya ganador del Tour de 1997 y que coqueteó con  el dopaje hasta llegar a la cumbre de la Operación Puerto, no solo se impuso en la prueba de ruta ante el “prometedor” Vinokurov, sino que ganó la plata en la contrarreloj por una vez delante de su ‘muro’, Lance Armstrong. El estadounidense, rey de todas las sospechas casi confirmadas, venía de ganar el segundo de sus siete Tour. A ambos los sorprendió el especialista ruso Vyacheslav Ekimov.
Aquel bronce fue la única medalla olímpica de Armstrong, solo sexto en Atlanta 96, a 2m 23s de Indurain, y dos meses antes de que le detectaran el cáncer, que curó en apenas un año. Nunca bajó del décimo puesto en las pruebas de ruta olímpicas, aunque un año después de Barcelona 92, donde fue 14º, ganó en Oslo el título mundial profesional. Y justamente delante del corredor navarro, sorprendido por el ataque de aquel jovencito que iba a dar tanto que hablar.

Paradojas de la vida, un apellido Armstrong sí fue oro contrarreloj en Pekín 2008, a los 35 años. Kristin, campeona del mundo en 2006, pero sin nada que ver con Lance. Y lo ha vuelto a ser en Londres con 39.


En Atenas 2004 fue aún peor. Ganó contra el crono el estadounidense Tyler Hamilton, convicto y confeso de todo dopaje, y uno de los acusadores de Armstrong. Al final salió indemne, pero devolvió su medalla en 2011. Al menos no quedó como los oros vergonzantes de la RDA.
El dopaje pasó incluso en los Juegos de Roma 1960 una factura con tragedia, al estilo de la sucedida al británico Tom Simpson en el Tour. Era la segunda muerte tras la del portugués Francisco Lázaro en el maratón de Estocolmo 1912, que colapsó con los poros tapados por una crema antisolar. Los 33 grados romanos, unidos al Ronicol que ingirió, un medicamento para mejorar la circulación de la sangre indicado en la arterioesclerosis, derrumbaron al danés Knud Enemark Jensen. Fue durante la contrarreloj por equipos de 100 kilómetros, prueba desaparecida del programa después de Barcelona 92.


Aquel caluroso 26 de agosto integró el cuarteto sueco, que acabó quinto, Gosta Pettersson. Cuatro años después, con dos hermanos más, Erik y Sture, logró la medalla de bronce en Tokio 64. Ocho más tarde, con el cuarto, Tomas, subió a una plata histórica, completamente fraterna. La familia Pettersson quedó detrás de Holanda, que le sacó casi minuto y medio con un componente que prometía llamado Hendrik Gerardes Jozef (Joop)  Zoetemelk. El que fue gran segundón histórico por culpa de Merckx e Hinault (con lo que llegó a amenazar  el récord de Raymond Poulidor, el sufrido “súbdito” anterior de Jacques Anquetil), acabaría consiguiendo su redención, el auténtico oro profesional, con el Tour de 1980 y la Vuelta a España de 1979. 

El rodador Ercole Baldini, uno de los grandes italianos de la historia, también logró el título olímpico de fondo en carretera en Melbourne, 1956. Completó así una temporada gloriosa tras ser campeón mundial de persecución y batir el récord de la hora. Sacó dos minutos en la meta al francés Arnaud Geyre y al británico Alan Jackson. Pero sus delegaciones presentaron una protesta insólita, que no prosperó. Según ellos, le favoreció la sombra del coche con la cámara que filmaba tomas para ‘Cita en Melbourne’, la película de los Juegos. Fue un año antes de pasar a profesional, donde  ganaría un Giro y un Mundial en 1958, otro año mágico para él.

 


Quinto en esa final australiana fue el alemán oriental Gustav-Adolf Schur, uno de los muchos ciclistas del Este que pasarían a dominar los Juegos con la hipocresía amateur. Su compatriota Olaf Ludwig, de los pocos que llegó a ser un aceptable profesional, ganó en Seúl 88, al borde de la caída del Muro. Sergei Sukhoruchenkov, la gran estrella soviética, se impuso antes, en Moscú 80, lanzando un ataque brutal a 30 kilómetros de la meta y ganando escapado con tres minutos, la mayor ventaja desde hacía medio siglo. Corrían en los Juegos y solo la llamada Carrera de la Paz, que alternaba los trazados por sus países, o el Tour del Porvenir, creado para aficionados (y supuestos) en Francia. Pero ellos eran tan profesionales como los del Oeste. Simplemente iban disfrazados de militares o profesores de educación física, pero estaban dedicados a tiempo completo al deporte.  Juan Antonio Samaranch acabó con esa mentira a partir de 1984.

El País

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