Los pitidos que acompañan a Ernest Gulbis son en realidad una señal de respeto y no tienen nada que ver con los que el público le dedica a la organización tal noche como la del jueves. Bajo la luz de los focos de la central, el letón dispara saques a 220 kilómetros por hora como si estuviera picando piedra en una cantera: con la eficacia y la tranquilidad del trabajo diario. El ambiente es eléctrico. Seguramente es difícil distinguir la pelota para los tenistas, distraídos por los flashes de los fotógrafos y el azul zafiro de los carteles luminosos que venden productos a los espectadores. Es este un escenario excepcional, tenis nocturno sobre tierra batida, tenis para noctámbulos, porque en Madrid las jornadas acaban a veces de madrugada.
Llegan entonces los atascos a la puerta de la Caja Mágica. Miles de espectadores, miles, obligados a pasar por cuatro tornos, frente a los cuales se forma un embudo. Se agolpan los cuerpos, hacinados en unos pocos metros cuadrados, apretados y exprimidos. Se acumulan los pitidos. Los abucheos. Las quejas a pleno pulmón, también los insultos, de decenas de personas contra los guardias de seguridad que organizan el operativo. Son miles de personas obligadas a salir en fila india. El peligro se siente.
A la salida, suelen esperar el atasco y los controles de la policía. Aún así, sabiendo que el futuro es ese, la gente resiste en sus asientos a sesiones nocturnas que se programan desde las 20.00 y obligan a que el último encuentro no se dispute antes de las 21.30. A veces el espectáculo es estimable: se puede ver, por ejemplo, al tremendo Gulbis protestando al juez de silla mientras David Ferrer se defiende, contraataca y resto a resto sigue con vida hasta semifinales.