Martín Caparrós

Sobre el autor

Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957) es escritor y periodista, premios Planeta, Herralde, Rey de España. Su libro más reciente es la novela Comí.

PamplinasMundial 24. El susto brasileño

Por: | 03 de julio de 2014

En la pantalla, ahora, las personas hacen cosas raras: están sentadas, hablan, se miran, se sonríen, algunos incluso se besan o se duermen o se comen. Pero no salen haciendo lo que deberían hacer –correr detrás de una pelota– y el desespero aumenta. Ya van dos días de abstinencia cruel: hoy se termina. No sé si será por esa privación, pero esta jornada parece la mejor desde que, aquel 12 de junio tan lejano, nos soldamos a una pantalla plana y nos volvimos miradores.

Alemania contra Francia siempre es un buen plato: dos formas de entender el fútbol, dos países que se mataron tanto y ahora están condenados a entenderse, a ayudarse si no quieren volverse una colonia –de vacaciones– sinoamericana. Tiene, está claro, mucho morbo. Pero Brasil contra Colombia es un plato extraordinario.

El equipo que –por ahora– jugó mejor fútbol del Mundial se enfrenta al que debería haberlo jugado. El nuevo niño mimado contra el niño mimado que ya parece viejo. La batalla de los opuestos –a sí mismos– está por empezar.

Es como si Greenpeace se lanzara a lanzar barriles de petróleo por los mares del mundo, como si el comandante en jefe del mayor ejército recibiera un premio Nobel de la Paz, como si Cataluña le impusiera el castellano a Salamanca, como si Cristina Fernández insistiese en pagar los vencimientos de la deuda externa: Brasil juega un fútbol antibrasilero. Brasil, la cuna y estandarte del jogo bonito, esgrimirá su especulación, su mezquindad contra Colombia, que juega a lo Brasil.

Y Brasil tiene un susto espantoso: el Asunto Mundial se les fue de las manos. Tanto prometerlo, tanto creérselo ganado, ahora están aterrados ante la posibilidad de no, ante el abismo posible de perderlo –y se les nota en sus movimientos en la cancha, en los llantos con mocos, en la psicóloga de urgencia. Se diría –diría mi padre– que tienen más miedo que vergüenza.

(Yo, mientras tanto, en un esfuerzo de producción meritorio, casi inverosímil, encontré una razón para desear que Brasil se lleve el Mundial: un artículo en el New York Times firmado por un señor Anatole Kaletzky, que dice haberse pasado dos semanas allí y descubierto que “la comunidad de negocios y finanzas, junto con buena parte de la clase media” quieren que Dilma pierda las elecciones de octubre próximo y que, para eso, nada mejor que una buena derrota futbolera. Es tan asquerosito que casi me dan ganas –pero no: mejor sospecho que el señor Kaletzky no lo entendió del todo.)

Colombia, en cambio, ya está hecho. Quiere ganar, por supuesto, porque quién no quiere, pero no se juega su identidad en este juego. Ha conseguido más que lo que la mayoría esperaba: las simpatías, todos los elogios. Ha conseguido, entre otras cosas, que los argentos le envidiemos a Pékerman, la sensatez andando, el trabajo constante, el fútbol bien pensado y argentino. Ya nos arrepentimos de no haberle perdonado aquel error menor: mandar a la cancha al Jardinero Cruz en ese partido con Alemania, 2006, en lugar del jovencito Messi. Perdimos –o, mejor dicho, no pudimos ganar– y la imagen del chiquito enfurruñado fue su losa. Cuántos, ahora, Sabella mediante, lamentan haber coreado su responso.

PamplinasMundial 23. Tiempo de más

Por: | 03 de julio de 2014

Hace unos días, cuando empezaron los partidos a suerte y verdad, imaginé que el Mundial 2.0 iba a durar hasta el domingo 13. Fue otro error: el “patrón de los octavos”, esos siete partidos tan parecidos en los que un equipo temeroso de otro supuestamente más potente se encerraba atrás y resistía y resistía, no debería sobrevivir; es probable que los partidos de cuartos y semis, entre equipos más o menos equivalentes, se jueguen más abiertos, más ofensivamente francos. Ése sería, si se verifica, el Mundial 3.0.

Es nuestra última esperanza. Hasta ahora hemos visto partidos emotivos pero malos: mayormente malos, con largos lapsos de aburrimiento por avaricia explícita y miedito. Para evitarlo en futuras competencias quiero lanzar una propuesta.

Sus bases están claras: en los ocho partidos de octavos hubo 17 goles; siete (7) se consiguieron en los segundos tiempos, siete (7) en los suplementarios y solamente tres (3) en los primeros tiempos: los tres, en los partidos Brasil-Chile y Colombia-Uruguay, la jornada sudaca. Está claro que, con equipos europeos, los primeros tiempos sobran. O no sobran: son necesarios para desgastar, son la rutina de la gota de agua que, lenta, tonta, va horadando la piedra. Los que sobramos somos nosotros, los telespectadores: puede que esos procesos sean necesarios; son, sin duda, un fastidio.

Dicen que en la televisión el tiempo es oro –o, dicen, es tirano, equiparando metales y opresores. ¿Por qué no postular entonces que esos primeros tiempos se jueguen de entrecasa, sin televisión, sin ese tedio de millones? Se podría incluso aprovechar esa ventana para irradiar maravillosos programas especiales sobre los problemas acuciantes de este mundo, emisiones educativas inteligentísimas, debates deslumbrantes, una película indonesia –y, si acaso, prometer a la amable teleplatea que en la eventualidad, tan improbable, de que alguien se equivoque y haga un gol, un flash lo anunciará al instante y repetirá un mínimo de cuatro (4) veces.

Alguien dirá que es un castigo inmerecido para los equipos sudamericanos, que sí golearon –un poquito– en ese lapso virgen. La audacia, entonces –la justicia–, consistiría en definir que solo se transmitirán los primeros tiempos entre equipos latinos: nos lo habremos ganado. Y quizá, con ese aliciente, con la expectativa de que sus amigos y parientes en casa puedan verlos, los demás se decidan a intentar jugar al fútbol desde el primer minuto.

El País

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