Eran cuatro; debían ser cuatro pero no. Parecía que al fin no eran cuatro sino uno, siempre uno: que la Argentina era Messi y solo Messi. El primero en caer fue Agüero, lesionado. Di María corría y recorría sin consecuencias, Higuaín erraba y erraba y la prensa quería echarlo –y solo estaba Messi, solo. Hasta que, el martes, Di Maria fue decisivo y ayer, cuando ya no quedaba ningún otro, Higuaín recuperó la memoria, los instintos, y volvió a ser él: uno de los grandes goleadores del fútbol mundial, el menos valorado.
Hace un año publiqué un Elogio del Pipita: “A veces pienso que Higuaín no es un jugador para estos tiempos. No hace piruetas, no tiene caprichitos, no sale en las revistas con tremendos gatos, no vende humos diversos; Higuaín se la juega callado, corre, pelea, no para, corre, gana. Higuaín es uno que está siempre ahí, uno que todos quieren en su equipo, un optimista impenitente, un Palermo que sabe jugar a la pelota. (…) Es rapidísimo en los últimos metros, está siempre donde tiene que estar, impone el cuerpo como nadie, le pega sin problemas con las dos –pero también puede tirar una gambeta o un cambio de frente sin problema. Solo que no hace bardo ni glamour; en un mundo de artistas y cafiolos, el Pipita es más bien un laburante, un obrero supercalificado”. Ayer, en Brasilia, miles lo gritaban: olé olé olé olé, Pipá, Pipá.
Fue la baza ganadora en un partido serio: un partido pensado, regulado. La Argentina lo ganó como ganaba en mi recuerdo la Argentina: sólido, sin alardes, sin despilfarro. Se diría que sin arte; con oficio, con la claridad de que quien no quiere gustar sino ganar. Ganar. Ganar.
Es una idea. Cuando te sale bien –o la hacen los tuyos– se llama realismo o pragmatismo; cuando no –o la hacen otros– se la llama con todo tipo de palabras.
Es una idea. No es la que me gusta pero es una idea clara –y la Argentina la llevó adelante con destreza: una defensa por fin sólida, concentración y dientes apretados, un par de rachas de buen fútbol. Por momentos entregó demasiado el terreno; por momentos parecía que habría podido imponerse más con la pelota o aprovechar los espacios: el partido para el que se preparó este equipo –ventaja en el marcador y campo para el contraataque– por fin había llegado. Pero en ese segundo tiempo Messi estaba cansado –había peleado tanto en el primero– y no había más reservas, y Sabella reafirmó la idea cambiando al 9 por un 5: era de aguantar.
Aguantaron, ganaron. Sin violencia, con solvencia, sin otra pretensión: aguantaron y ganaron. Por quinta vez en su historia, después de 24 años, la Argentina está a un paso de entrar en la final; llegó, las otras cuatro, pero en ninguna de ellas estaba, al cabo del camino, el espejismo de Brasil. En el medio, la tormenta naranja.