Cero a dos.
Cero a tres.
Cero a cuatro.
Cero a cinco.
A veces, muy de tanto en tanto, pasan cosas que nunca habían pasado. Hubo, en el Mineirao de Belo Horizonte, siete minutos que transcurrieron más allá de cualquier lógica, más acá de la historia. Entre el 23 y el 29, cuatro goles acabaron con cualquier esperanza brasileña y nos dieron, a cientos de millones, esa sensación extraordinaria de estar viendo lo que no puede suceder: de mirar lo imposible.
A partir de ese momento ya no importaba nada: todo era irreal, como falsificado. Ya no importaba que esos goles alemanes hubieran tenido la complicidad extrañísima, innegable, de la blandura y el despiste de la defensa brasileña. Ya no importaba que el mariscal de la derrota Luis Felipe Scolari incendiara a un par de jugadores reemplazándolos en el entretiempo. Ya no importaba que su proyecto antifutebol, su renuncia a la tradición de su país, hubiera hundido a su país en la vergüenza. Ya no importaba que se hubieran convencido de que podían ganar el campeonato sin jugar a nada: a pura fuerza, a pura camiseta, a pura sanata. Ya no importaba que creyeran que el fútbol no era el fútbol.
Y no importaba que Alemania hubiese jugado un partido temible, con una circulación impecable de la pelota y de los jugadores, que rotaban y aparecían y desaparecían y se relevaban como si fueran una máquina alemana. Y menos que aplicaran viejos códigos de barrio para no golear más que lo necesario: para ser condescendientes con sus víctimas. Y menos aún que miles de hinchas brasileños se burlaran de sus propios jugadores coreando con oles pases de sus verdugos. Y menos, menos todavía que gente tan sabia como Jose Mourinho o Edson Pelé haya anunciado sin más dudas la victoria brasilera.
Empezaba a importar la historia: cómo se contará, de ahora en más, esta noche impensable. Por el momento parece primar la obligación de la catástrofe: se ha hablado tanto, en los últimos meses, de lo tremendo que sería para los brasileños no ganar su copa que ahora millones deberán encontrar sus formas de vivir el naufragio.
Serán, sin duda, días duros para muchos. Pero después este partido se seguirá jugando. Interminablemente se seguirá jugando. A veces, muy de tanto en tanto, pasan cosas que justifican todo. De pronto, en algún momento, quizá cuando el sexto gol culminó la mejor jugada colectiva del torneo, supimos para qué se había hecho este Mundial: para que, mientras exista el fútbol, el fútbol recuerde este partido.