Martín Caparrós

Sobre el autor

Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957) es escritor y periodista, premios Planeta, Herralde, Rey de España. Su libro más reciente es la novela Comí.

Fútbol, la patria, los muertos, el spray

Por: | 15 de julio de 2014

¿Dónde quedó, qué fue de él, qué queda? ¿Dónde está ahora ese viaje que prometía ser tan largo, tan repleto? ¿Dónde sus emociones, sus miserias? ¿Por qué, de pronto, parece como si nunca hubiera sido?

Se acabó. Durante 32 días, cada vez que 22 de esos 736 jóvenes ricos se cruzaban de brazos –modestos unos, desafiantes los más, coquetos otros, otros desdeñosos–, algo importante estaba a punto de pasar. Algo importante: algo que, de algún modo, producía. Ahora vuelve esa vida donde 90 minutos no deciden nada, donde las cosas no se resuelven con la claridad del triunfo, el empate, la derrota, donde buena parte del tiempo el tiempo pasa, donde muy poco tiene colores claros, donde lo que sucede en las pantallas se queda en las pantallas, donde decir hazaña es claramente un chiste, donde solo vivimos.

 

Este vacío: el costumbrismo de vuelta en su lugar, la épica esfumada. Queda el misterio de mil millones mirando a esos muchachos.

 

Los futbolistas son, más que nada, personas que hablan con los muertos. Aunque, en verdad, no cualquier muerto: los que están en el cielo. Ni cualquier futbolista; solo los que hacen goles. Pero entre esa raza especial de futbolista, el goleador, y esa raza especial de muerto, el celestial, hay una alianza que se fortalece: ya casi no hay goleador que no termine su faena goleadora levantando los ojos hacia el cielo, con o sin manos, con o sin los brazos, con o sin besito, y agradezca a alguno de los muertos que allí viven que le haya deparado esta felicidad terrena, tan terrena.

Me sorprende –cada vez me sorprende– que a los muertos les interesen estas cosas. Pero allí, sin duda, debe haber una clave.

 

Sobre el aburrimiento de los muertos, el tedio insoportable de los muertos.

 

En un mundo global, en un fútbol global, cada vez más personas ven partidos. Cada vez más los ven por ver algo bonito; cada vez menos se resignan a ver partidos feos solo porque los juegan sus equipos del barrio. Para empezar, porque ya no quedan muchos equipos del barrio; para seguir, porque la misma televisión te pone el equipo de tu ciudad y el Barcelona, y entonces por qué no “ser” más bien del Barcelona, si se compra a los mejores jugadores y juega tan precioso.

El fútbol, que era fatalidad por peso familiar, por peso de cultura, por pura geografía, se está volviendo una elección, salvo cuando interviene la bandera. Así como los jugadores se venden al mejor postor pero hay un equipo –el nacional– al que se deben, que no pueden elegir ni abandonar, que no depende de su voluntad sino de la fatalidad geográfica, así los hinchas: cualquiera es de cualquier equipo, todos somos del país del que somos. Y eso sucede sobre todo en los mundiales. Un Mundial, un año cada cuatro, es un negocio gigantesco que reemplaza el orden del negocio con el orden patriótico –solo para mejorar el rendimiento del negocio.

 

Un Mundial renueva las banderas, vende y vende.

 

La solidez del famoso EfectoPatria. Me gusta el fútbol, me divierte el fútbol, a veces incluso me enloquece el fútbol. Y detesto su efecto más eficaz: la Patria. Detesto ese momento en que un supuesto gol de nuestra selección me une –me reúne, me aúna, me unifica– en el júbilo con personas con las que no podría unirme nada. Detesto que queramos lo mismo, celebremos lo mismo, deploremos lo mismo: un terreno para crearnos coincidencias, para creer que podemos ser lo mismo. Compatriotas. Me pensaba compartiendo un grito de gol con Videla, me arruinaba los goles, lo olvidaba, los volvía a gritar, lo recordaba. El fútbol me enloquece.

 

Por suerte, no sé nada de fútbol. Nadie sabe nada de fútbol. Todos sabemos tanto de fútbol. El chiste del fútbol es que cualquiera habla de fútbol. Incluso yo, que no sé nada.

 

Siempre es plural;  lo que no queda claro es si será la primera persona o la tercera. En mi país tenemos ese modo de referirnos a nuestra selección: jugamos bárbaro; jugaron para el orto. La Patria te lo da, te lo quita, te lo quita.

 

Porque el fútbol permite las palabras. Cualquier palabra: tan generoso, él, con las palabras.

 

Las palabras que se usan: gesta, gloria, historia, victoria, prócer, héroe, felicidad, pasión, dedicacion, entrega, lucha, honor, pundonor, redaños, esfuerzo, fortaleza, ejemplo, coronación, símbolo, jefe, capitán, albiceleste, nación, patria –mucha patria.

No se usan casi nunca: en mi país esas palabras no se usan casi nunca, salvo –melancos– para marcar su ausencia. El fútbol permite usarlas en presente.

Qué fácil es entregarse a esa marea.

Que fácil tragar agua.

 

La Argentina tomó una decisión –su técnico tomó una decisión–: no éramos lo que creíamos, así que seríamos otra cosa, más opaca, huraña. Y armamos un relato que la justificaba: guerreros, leones, overoles. Messi era la ilusión; Mascherano, la resignación a eso que llaman realidad. Jugamos feo pero les ganamos –que era lo que importaba. ¿Por qué era lo que importaba? ¿Por qué importa ganar? ¿Para qué sirve? De esas cosas que se dan por sentadas: si uno compite lo que quiere es ganar. ¿Ah, sí? ¿De veras? ¿Para qué sería?

 

Nadie se acuerda de los campeones feos.

 

Pero la belleza, en el fútbol, es como el tiempo para Agustín de Hipona: sé lo que es, a menos que me lo pregunten. Y, en el medio, de nuevo mil millones: dice The Economist –que a veces dice cosas ciertas– que es el promedio de los dólares que se apostaban en cada partido del Mundial. De repente, todo empieza a explicarse.

 

¿Ganar para qué sirve?

 

Dicen que fue un Mundial especialmente bueno; dicen, también, que no hubo ningún equipo especialmente bueno, y decidieron que el mejor jugador fue uno que fracasó: toda una idea del mundo, exquisita del mundo, generosa del mundo, sorprendente.

 

¿Perder, entonces, para qué?

 

Y así al final perdimos, que es lo único que justifica las victorias. Lo mejor de Argentina en este campeonato fue el spray. Después –tanto después– del dulce de leche y la birome y las huellas digitales, otro invento argentino ha triunfado en el mundo: el aerosol para atajar barreras. Las barreras, emblema de lo fijo, se movían; había que detenerlas, un yugo imaginario. Malas lenguas dijeron que el invento no podía ser sino argentino: parece que hiciera algo y ese algo –la raya blanca– desaparece en un momento. Lo que estaba no estaba o estaba para no estar o estar tan breve.

 

En todo el campeonato con spray se hicieron tres, cuatro goles de tiro libre. El spray fue más que nada un símbolo.

 

¿Dónde quedó, qué fue de él, qué queda? ¿Dónde está ahora ese viaje que prometía ser tan largo, tan repleto? ¿Dónde sus emociones, sus miserias? ¿Por qué, de pronto, parece como si nunca hubiera sido?

 

El País

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