Ese se niño escondido detrás del mostrador de la tienda de ropa escucha los problemas y frustraciones de las clientas. Las observa con sumo cuidado. A veces unas horas. A veces todo el día. Ningún detalle se le escapa a sus ojos y a sus oídos. Su madre conversa con ellas mientras les enseña blusas y faldas. Pero no sólo intenta vender, también se esmera por ser la mejor confidente. Y el niño aprende cómo tener una actitud afable y cómo hacer preguntas oportunas. Él todavía no lo sabe, pero escuchar y observar serán la clave de su éxito cuando comience a hacer literatura de la realidad.
Pasará varios años en colegios de monjas y sacerdotes. Se convertirá en un adolescente tímido. Solicitará la admisión en varias universidades pero ante tantas cartas de rechazo, su padre hablará con un amigo, le conseguirá el documento de aceptación de la Universidad de Alabama y el chico empezará a estudiar periodismo. No será el preferido de sus profesores porque, según ellos, su estilo de dar la noticia a través de la experiencia personal de un individuo no persigue la “objetividad.”
Al terminar la carrera escribirá en periódicos de tirajes menores. Un día, sin embargo, llegará al prestigioso The New York Times… como chico de los recadoa, aunque no por mucho tiempo. Porque no tardará en proponer algunas historias a los editores que, al ser publicadas, le dirán: “ya arrancaste, Gay Talese”. Y lo nombrarán reportero. Entonces trabajará bajo una sola directriz: “elevar la vida ordinaria a la categoría de arte y volver memorables las experiencias y preocupaciones corrientes de hombres y mujeres.”
Unos años después, también en Estados Unidos, una mexicana estudia danza. Lo hace por las tardes, después de salir del restaurante donde trabaja como camarera. Ejercita el cuerpo, participa en coreografías, baila. Pero sus maestros no le ven mucho futuro en esto. Ella se va a Cuba para ponerse al frente de un grupo de muchachos deseosos de consagrarse como bailarines y cuando se topa con una serie de ideas revolucionarias sabe que ya no volverá a ser la misma.
Más tarde viaja a Managua. El levantamiento sandinista está en su apogeo y ella, que nunca antes había escrito un reportaje, comienza a contar lo que atestigua. Sus textos los publica el Latin American Newsletters y así, poco a poco, Alma Guillermoprieto va convirtiéndose en una de las mejores cronistas de América Latina. En su vagabundo afán por descifrar este continente-país saltará a The Washington Post y luego a la mítica The New Yorker con la intención de “contar bien el cuento” y de “perseguir la historia hasta el final de su ciclo, no hasta el final de la historia, puesto que las historias nunca terminan.”
Estos dos escritores de la realidad demuestran que el periodismo es, sobre todo, literatura dotada de estética coherente y de vitalidad informativa. Cada una de sus historias ofrece un lenguaje eléctrico producto de una observación apasionada. Por eso sus libros han trascendido su significación inmediata y siguen frescos en la actualidad. ¿A qué esperan para leerlos?